El futuro es ahora

El fallido proceso de separación de Escocia deja numerosas e importantes lecciones, particularmente útiles para la actual realidad española. La primera es muy obvia y enseña que para frenar las pretensiones de ruptura de un país el peor camino es asumir la agenda de los nacionalistas. Al no haberlo entendido, lo de menos es que el premier Cameron se haya hecho acreedor de una montaña de críticas por el error de cálculo que le llevó a pasar de la olímpica seguridad con que asumió la convocatoria del referéndum a la súplica angustiada con que afrontó el final de la campaña. Lo grave, cabría decir lo histórico, es que ha comprometido la integridad del país que gobierna y que si esa integridad finalmente se ha mantenido ha sido al precio de que todo el mundo, sin excepción, haya acabado insatisfecho y de que la Gran Bretaña entre a partir de ahora en un escenario de complicada inestabilidad constitucional, con secuelas evidentes para el futuro.

El futuro es ahoraEl asunto escocés ha puesto especialmente de manifiesto que un referéndum de secesión no es ni mucho menos una decisión política más, homologable a cualquier otra de las que se adoptan por decenas cada día en una democracia moderna. Es una decisión sobre el ser de la nación y sobre el fundamento de la Constitución y requiere ser tratada con la delicadeza propia de las cuestiones existenciales, no con la ligereza propia de las decisiones apresuradas –y frecuentemente mal medidas– de la política pequeña, basada en intenciones electorales y sujeta a que el humor coyuntural del momento o el calor y la agitación de una sostenida propaganda se lleven por delante de manera irreversible siglos de historia y condiciones de convivencia y bienestar costosamente construidas.

Como dice un personaje de la trilogía de Ospina sobre las andanzas del navarro Ursúa, toda frontera está tejida de incertidumbre. Apelar a una consulta popular para crear una nueva frontera añade a la incertidumbre la división apasionada, que inevitablemente daña de presente y de futuro la cohesión de una sociedad. Y permitir además que los detalles del referéndum los sustancie quien pretende romper (retraso de fechas escocés para dar tiempo a la propaganda, voto a los 16 años, prohibición de votar a los que viven fuera…) es algo peor que un error de cálculo. Tanto más cuando en una campaña de estas características, por definición, el «sí» es atractivo, amable y esperanzador, y el «no» parece reactivo y empecinado y a la fuerza de la razón se opone la poderosa fuerza del sentimiento. Especialmente en tiempos de crisis, en los que tan intensa es la tentación del desahogo para poner en compromiso al gobernante de turno o pasar factura al vecino.

La segunda enseñanza a la que me quiero referir tiene que ver con las promesas precipitadas y poco meditadas de reforma o regeneración constitucional formuladas ante las situaciones límite provocadas por los nacionalistas. Lo que hoy se llama en España las terceras vías, cuyas costuras se están viendo con toda claridad en el posreferéndum escocés. Para evitar la derrota en el mismo, los tres grandes partidos nacionales prometieron in extremis mayor autonomía para Escocia. Poco importaba que se tratase de promesas poco articuladas y menos reflexionadas y contrastadas. Lo importante era salir del apuro. El famoso y recurrente «como sea». El resultado está a la vista: ingleses, galeses y norirlandeses no admiten privilegios o quieren disfrutarlos ellos también, se ha reabierto el debate sobre la prohibición de que los parlamentarios escoceses voten en Westminster sobre los asuntos ingleses, los conservadores piden explicaciones a Cameron agitando las reivindicaciones inglesas, y esto disgusta a los laboralistas, que ven arruinada su posibilidad de gobernar si se prescinde de los numerosos diputados que logran en Escocia. En esos términos se abre ahora un confuso debate, en el que está por ver cómo termina una reforma constitucional comprometida al calor de los incidentes de recorrido de una consulta de secesión.

Por supuesto, nada de ello satisface a los nacionalistas escoceses, que, como era seguro, no han tardado en decir que se sienten engañados y que piensan reclamar cuanto antes un nuevo referéndum. Lo que algunos no han acabado de entender es que en estas consultas solo se resuelve la cuestión si se aprueba el «sí» a la independencia, porque si sale el «no» los nacionalistas reclamarán que se vuelva a repetir tantas veces como resulte preciso hasta que la coyuntura permita que triunfe el «sí» definitivo.

La última enseñanza que recojo aquí tiene que ver con la política europea, respecto de la que resulta inevitable recordar con preocupación –nacida, entre otras cosas, de la historia– que no afrontar de cara los desafíos políticos complejos acaba trayendo muy malos resultados. Escocia acredita que los nacionalismos son un serio problema europeo. Basta leer los dramáticos titulares de las horas previas al escrutinio para entender la dimensión del vértigo postrero de Europa; escojo uno al azar: «El referéndum escocés marca el futuro modelo de Europa». Así que ni las pretensiones de secesión en los países miembros son tan solo un «asunto interno», como se ha repetido monótonamente, ni cabe aplazar la respuesta política al momento en que las cosas ya no tengan remedio. Por mucho que se avise de que entonces se aplicaría le ley y veríamos a los secesionados fuera de la Unión y esperando en fila un complicado reingreso.

Al desafío político de la secesión hay que combatirlo desde las instancias nacionales y europeas con política: dando desde el primer momento y sobre el terreno la batalla de la opinión con la misma intensidad y la misma convicción al menos que ponen en su empeño los secesionistas, y dejando claro a todos los actores y a todas las opiniones públicas, sin ambigüedades, lo que cada cual defiende, lo que son verdades y lo que son mentiras, y lo que realmente nos ocurrirá a todos y a cada uno si se persevera en los proyectos de ruptura.

Ignacio Astarloa, presidente del consejo consultivo de la Comunidad de Madrid.

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