El futuro nos contempla

Es recurrente en los últimos tiempos decir que el llamado proceso catalán nos hace estar asistiendo a días históricos. Para los independentistas, cada nuevo instante de autocomplacencia suscitado por la aprobación de sus efímeras, por inconstitucionales, leyes lleva bordada la solemnidad de las grandes conquistas. Lo vimos en el Parlament con la aprobación de la ley del referéndum. Pero mientras los diputados de JxSí y la CUP aplaudían con emoción no podían evitar ver cómo a su lado la mitad de los diputados habían abandonado el hemiciclo para no participar de aquel acontecimiento supuestamente histórico. Los que —como yo— nos fuimos, analizamos el hecho también desde la grandeza: la que unió a toda la oposición, con sus diferencias ideológicas, en su rechazo a aquel fraude parlamentario. A uno y otro lado de las bancadas, el significado histórico era antagónico. Una imagen que demuestra la ruptura sentimental que vive Cataluña. Parece obvio que en un escenario dominado por pasiones tan contrapuestas, las mayorías coyunturales no puedan afectar a las normas que garantizan nuestra convivencia, ya que estas son las que velan por el mantenimiento del consenso y el respeto a la diversidad. Ante vanidades historicistas, el significado del momento apela al futuro. La necesidad de llegar a un acuerdo que reconduzca la polarización política y social hace que nuestra principal responsabilidad sea el legado para con el futuro, ese al que debemos mirar para saber cómo es el devenir que nos refleja.

En el recopilatorio epistolar entre Stefan Zweig y Joseph Roth (Ser amigo mío es funesto, editorial Acantilado) ambos intelectuales del siglo XX escriben sobre el día a día de sus vidas en uno de los capítulos más oscuros de nuestra historia reciente. Vidas cotidianas en las que el devenir de los hechos va cruzando una correspondencia que deja testimonio de la cambiante situación política europea entre 1927 y 1938. Sus cartas señalan, entre desconciertos e indignación, lo que para ellos era la fatalidad a la que se vería arrastrado inevitablemente su futuro. De hecho, Zweig se suicidó en el exilio, envenenándose con la nostalgia del “mundo de ayer” y, seguramente, por temor al mundo del mañana que auguraba. Roth, que murió años antes, le escribe a su amigo: “¿Aún no lo ve usted? La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”. Pensemos ahora cómo puede llegarse al extremo de que la deshumanización de las relaciones personales por las pulsiones de batallas identitarias hiciera perder la capacidad de conversar a aquellos que creyéndose distintos eran inevitablemente los mismos. El futuro no está escrito, por eso tenemos una responsabilidad hacia él: no debería oler a tierra quemada.

La democracia es un diálogo permanente, desde el respeto, la tolerancia y el reconocimiento. En ella, la capacidad de entenderse nunca debe abandonarse y por este motivo la generosidad integradora de la democracia articula desde la política la diversidad de opiniones. Para preservar la democracia, sin embargo, deben respetarse sus fundamentos formales. El cumplimiento de la ley no es solo un argumento jurídico, sino que es un argumento esencialmente político, ya que el respeto a la legalidad democrática es lo que nos diferencia de la irracionalidad, la arbitrariedad y el caos. Por esto los procedimientos del Estado de derecho se basan en su cumplimiento y aseguran una respuesta ante su desafío. Una respuesta prudente, proporcionada y cargada de sensatez. La tensión se crea cuando se traspasan los marcos legales democráticos para poner en duda la propia existencia de nuestra democracia, tal como argumentan los partidos independentistas. Si niegan que vivamos en una democracia consolidada encuentran el argumento perfecto para decir que existen bandos en un conflicto que legitima sus actos fuera de la ley. Esa confrontación binaria que justifica la existencia del populismo y que, en su disfraz identitario, el independentismo catalán está usando para mantener un proyecto político justificado en un relato contra los valores constitucionales. Si negamos que seamos capaces de que haya consenso, diálogo y concordia y nos movemos solo en la política de la agitación de los antagonistas, en la política de la necesidad de resentimientos de unos con los otros, estaremos destruyendo el legado de los últimos 40 años de nuestra democracia, pero —lo más importante— estaremos abocados a un futuro mucho menos próspero y mucho menos consolidado en los valores que fundamentan las democracias liberales. Un futuro que los catalanes no nos podemos permitir.

Andrea Levy es vicesecretaria de Estudios y Programas del Partido Popular.

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