El futuro posible

Si pudiera reanudar mi última conversación con Santiago Carrillo, fallecido hace hoy un año, tendríamos, al igual que entonces, grandes coincidencias sobre el diagnóstico de la enfermedad que aqueja a la democracia moderna y, en especial, a la española. La crisis económica se está llevando por delante no solo los resultados de años de esfuerzo conjunto sino, lo que es peor, los principios sobre los que se sustentaban aquellos. Y todo por la ineptitud de quienes tenían la obligación de impedir que ello aconteciera. Cualquier observador se dará cuenta de que el origen de la crisis no está en el mal funcionamiento de los mercados o su descontrol. Tampoco en el planteamiento económico erróneo de las instituciones financieras que causan el desastre y luego, cínicamente, piden perdón tras haber dejado millones de víctimas. La verdadera causa reside en la profunda crisis política que afecta al propio sistema democrático, que se ha quedado anquilosado y falto de respuestas ante el desastre.

En la historia de la humanidad son pocos los verdaderos protagonistas de la misma. Son aquellos que la construyen día a día, con sus aportes, sus ideas y la coherencia del pensamiento con la práctica de sus postulados. A nivel local, en la España democrática, también son muy pocos los que se incluirían en ese club selecto. Personas tan dispares ideológicamente como Manuel Fraga, Adolfo Suárez, Felipe González y Santiago Carrillo, entre otros, se dieron cita en ese grupo. En ellos habitaba, en diferente grado, una calidad que está ausente en la mayoría de quienes hoy dirigen la acción política y deambulan en una especie de calma sucia y pestilente que lo contamina todo. Por eso, siempre me ha emocionado la forma de actuar de aquellos que no van a vivir el futuro por su edad, pero no renuncian a impulsarlo y construirlo. Demuestran así un patriotismo del que carecen aquellos que toman la cosa pública como un patio de monipodio, o una forma de vida sin entregar la vida. Y esto es aplicable a todos los que no actúan y miran el futuro solo como una oportunidad de negocio en vez de servicio público.

En la vida deberían imponerse las actitudes éticas y comprometidas, lejos de la neutralidad que se proclama como regla y que la mayoría de las veces se confunde con la indiferencia que muchos abanderan. Por eso, acercarse a la figura de Santiago Carrillo con objetividad es difícil para muchos, porque confunden, intencionadamente, historia y mito. Manipulan así, al más burdo estilo amarillista, la realidad de quien defendió en reiteradas ocasiones, no solo la república, sino la democracia. Pero, como suele suceder, al aproximarnos a su figura libres de prejuicios, necesariamente descubrimos que aquel, que hasta el final de sus días militó en la rebeldía contra el fascismo, siempre defendió una España democrática, plural y federal en su diversidad. Una actitud que quedó bien reflejada en aquellas imágenes memorables, resistiendo con dignidad ante las balas golpistas en el Congreso el 23 de febrero de 1981.

La intolerancia nunca le perdonará a Santiago que, sencillamente, legitimara la llegada de la democracia a nuestro país. Lo hizo anteponiendo la reconciliación de todos por encima de los intereses de su partido. Curiosamente, Carrillo, el hombre que nunca gobernó, se convirtió en un hombre de Estado al que siempre se encontró en los momentos difíciles de la joven democracia española. Pero en cada instante fue, y seguirá siendo, un revolucionario. Y los revolucionarios dejan sobre la memoria, esa que ha tratado de ser borrada oficialmente con claro abandono de las víctimas del franquismo, un legado de futuro.

Santiago era un hombre de acción. Cada una de sus palabras estaba cargada de compromiso y estrategia. De ahí su incansable esfuerzo por impulsar el diálogo y los acuerdos más amplios en el seno de la izquierda. Una pasión unitaria que se forjó tras los errores de la confrontación interna que sufrió el Gobierno de la república. Después, en otras circunstancias, y con la democracia que tanto costó recuperar entre las manos, su objetivo hasta el final fue, como debe ser el nuestro, la derrota democrática de la injusticia y sus protagonistas. De todos aquellos que desde los Gobiernos y el poder están aniquilando los avances sociales conquistados con el esfuerzo, incluso con la vida, de tantos hombres y mujeres que representaron lo mejor de la república, de la lucha antifranquista y de la recuperada democracia.

La crítica a la política no puede traducirse en un modelo de sociedad menos participativo y democrático; ni puede incentivarse la fragmentación social con una falsa competitividad entre trabajadores y desempleados para favorecer los intereses de los poderosos. Por el contrario, si a quienes controlan la política y la economía les interesa la división y la frustración que conduce a la abstención, a quienes componemos la sociedad comprometida y responsable nos interesa la rebelión, la unidad y la acción para cambiar las cosas y transformar una realidad injusta que abunda en la desigualdad y el abandono. Este es el legado de unidad plural del que, en forma entusiasta, hablaba Santiago para la izquierda en 2015. Unidad cívica y unidad de acción. Desde la pluralidad, pero con unos objetivos claros que garanticen un futuro de progreso que tantas veces ha sido negado al pueblo cuando apenas lo alcanzaba. Como ocurrió tras el golpe que asesinó la democracia en Chile, hace ahora 40 años, impidiendo que Salvador Allende condujera al pueblo chileno por la senda del socialismo democrático.

El derecho a la felicidad no debe ser una entelequia para el ser humano, sino una aspiración cierta y una realidad tangible en un mundo democrático y en equilibrio con la naturaleza. Una forma de lograrlo es el esfuerzo común y revolucionario para derrotar a los embalsamadores del pasado, conservadores de la mala política y el dinero.

Necesitamos también unidad para reinventar la participación ciudadana y así recuperar a los jóvenes para la democracia tras tanta indignación contenida. Unidad, en definitiva, para forjar una nueva propuesta social, política y electoral desde la izquierda que recupere la ilusión para transformar las cosas.

Esa era la idea de Santiago, que coincide con las de muchos hombres y mujeres que pensamos que las cosas no tienen que ser como el sistema quiere que sean, sino que pueden ser diferentes. Porque, como canta Amaral: “…Esta es nuestra revolución. Este es el momento de olvidar lo que nos separó y pensar en lo que nos une”… para enfrentar el desafío que nos aguarda.

Baltasar Garzón

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *