El futuro que ya está aquí

Estamos preocupados por el enigma del futuro sin darnos cuenta de que ya vivimos en él. Nunca hubo un presente más elocuente de cómo va a diseñarse el porvenir. Y aunque la realidad y el amor comparten ceguera, hay que aunar ceguera, sordera y falta de sensibilidad para no comprender que el mundo ya se ha desnudado de intenciones y nos está describiendo la vida que nos espera en las próximas décadas. No hacen falta bolas de cristal ni leer los posos del café: el futuro ya ha empezado y nos lo está gritando. Maldita sordera.

Puede que los políticos del mundo carezcan de tiempo para reflexionar, atenazados por la dinámica de las obligaciones cotidianas. Puede, también, que entregados a ganar unas elecciones inminentes, no consideren preciso diseñar respuestas a largo plazo, cuando quizá no sean ellos quienes gobiernen. Puede, en fin, que la cotidianidad vertiginosa, donde todo es efímero y las noticias mueren mientras se producen, el mañana carezca de relevancia para ser tomado en serio. Pero ignorar que el modelo de sociedad actual agoniza y es algo que pertenece ya al pasado, conduce a un puerto abandonado hace mucho tiempo, en donde no queda nada ni nadie. El mundo naufraga hacia la isla de Robinson, con la particularidad de que allí ya no vive ni el propio Crusoe.

El modelo económico occidental, y el que están calcando los países emergentes (China, India, Rusia...) está fundamentado en el logro de un bienestar básico que la ciudadanía considera suficiente y por lo tanto da votos y confianza. Lo que no se dice es que el modelo es insostenible y que hay tres mil millones de ciudadanos en otras partes del mundo a la espera de rapiñar parte del material sobrante de nuestro consumo, con lo que desaparecerán las reservas de alimentos, materias primas y agua con las que el planeta soporta hoy el peso de su desarrollo. La crisis económica, infinitamente más seria que la de los años 92-93, viene acompañada de una dramática falta de liquidez en los bancos, de una crisis de confianza entre ellos (que no se prestan dinero bajo ningún concepto) y de un estallido de la burbuja inmobiliaria allí donde más se hinchó: España, Irlanda e Inglaterra. Si a ello se añade la fragilidad de la economía de EEUU, el endeudamiento familiar porque las rentas no pueden sufragar las alegrías de las compras inmobiliarias de hace dos o tres años y el desarrollo natural de la economía china, con miles de nuevos millonarios mensuales, el futuro nos está explicando a voces que este modelo ya no sirve. Aunque no lo queramos oír.

Por otra parte, tampoco los valores éticos se enraízan en la mentalidad de la ciudadanía. Valores como la defensa de la honestidad, el éxito como producto del esfuerzo, la decencia en los comportamientos públicos y la educación en los privados y la dignidad de ser solidarios con el prójimo, son principios a respetar. O mejor dicho: se presume de respetar una tabla de valores jerarquizada cuando en realidad no son respetados por casi nadie. Todos los valores han caído en desuso, desde la esencia de los núcleos básicos de la convivencia hasta la autoridad educativa, el respeto a los derechos individuales y la limpieza en la gestión de los dineros de todos. En España, por poner un ejemplo, se transfirió a Comunidades y Ayuntamientos la gestión del suelo y la corrupción ha alcanzado tales límites que las plusvalías obtenidas por recalificaciones y construcción de viviendas en vez de repercutir en el bienestar vecinal han ido a parar a los bolsillos de especuladores y gestores públicos, en su mayor parte. ¿Para cuándo una marcha atrás gubernamental en esa clase de transferencias para que una comisión nacional autorice, recaude y reparta esos beneficios urbanísticos? Con la crisis actual, las regiones estarían encantadas, probablemente. Y si no lo estuvieran (porque crean que el ladrillo es el único modo de recaudar) daría igual. Porque es urgente la valentía de poner fin a esa vergüenza.

Si el modelo occidental está agotándose y los valores éticos han caído en las garras de la hipocresía, los administradores del mundo, que lo saben, han encontrado una nueva vía para impedir la sustitución del sistema. Y esa vía no es otra que el miedo como elemento estrangulador de la libertad del ser humano. El miedo fue el hallazgo fundamental de las religiones para dominar reinos, reyes y súbditos. El infierno, cualquier infierno, era la respuesta a la desobediencia; y el temor de Dios, la coartada.

Pero las religiones (que no la espiritualidad) dejaron de protagonizar los mecanismos del poder. Y el poder ha encontrado su nuevo dios en el miedo, administrado de otro modo. Ahora vemos en la televisión anuncios que, empapándolo todo cual lluvia fina, amenazan con muertes, enfermedades y tragedias humanas si no se consumen productos diseñados para salvarnos de todo: desde el estreñimiento al colesterol, desde las varices a los resfriados. Salir a la calle se ha convertido en una amenaza: la inseguridad espera detrás de cada esquina para robarnos, herirnos, asesinarnos y violarnos. Y en casa, la cosa no es mejor: cualquier hombre es muy capaz de descuartizar a su mujer por celos, rencor o desamor. Además, un cigarrillo produce cáncer mortal de pulmón; superar una cierta velocidad provoca la muerte en carretera; una hamburguesa doble es una oposición al suicidio... Y se puede subir a un avión con la única condición de aceptar que uno es un potencial terrorista y, así, permitir ser cacheado, registrado, desnudado y humillado. Lo dijo Sófocles: para quien tiene miedo, todo son ruidos. Y es que el miedo es el padre de la crueldad.

La válvula de escape para el nuevo hombre del siglo XXI es la nueva tecnología. Desde el ordenador se puede ver el mundo, hablar con el mundo, escuchar al mundo. Pero a ser posible desde una de esas habitaciones del pánico que se construyen en el interior de las casas para encerrarse con agua, comida y comunicación telefónica para permanecer encerrado, aislado y protegido del miedo exterior hasta que las fuerzas de seguridad acudan en nuestro auxilio. Dios ha muerto, escribió Nietzsche; se le olvidó decir que el nuevo mesías iba a ser Bill Gates y con él podríamos de nuevo salir a la vida a través de una pantalla de ordenador.

Agotamiento del sistema, falta de valores, imperio del miedo... ¿A qué se espera para iniciar un proceso de rectificación que haga sostenible al planeta, que nos devuelva los valores éticos y nos libere del miedo ambiental que nos asfixia? Seguramente hacen falta pensadores, filósofos, humanistas y creadores que diseñen un nuevo modelo de sociedad. Lo que sucede es que, mirando alrededor, no es fácil encontrar quienes tengan el tiempo y la capacidad suficientes para trabajar en ello, buscar respuestas o, al menos, plantear las preguntas adecuadas. Porque ya no bastan las propuestas marxistas, ni tampoco las ideas cabales que en su momento expusieron Brandt, Lang, Bobbio, Althusser, Tierno, Sartre, Sengor, Saphiro, Chomsky o Savater. Ahora es el Instituto de Investigaciones Sociológicas y Tecnológicas de Massachussets el nuevo rey Midas, con permiso de Microsoft. Y no es bastante; ni útil: es necesaria la aparición de nuevas ideas, de nuevos pensadores que, trabajadores y esforzados como José Antonio Marina, Emilio Lledó y algunos más nos faciliten un punto de referencia intelectual para seguir un camino que tiene que ser nuevo, ingenioso, posible y fácil.

El mundo necesita renovarse y el género humano precisa salir de una espiral absurda que llena las salas de espera de psiquiatras y psicoanalistas y que nos dice que uno de cada tres ciudadanos norteamericanos recibe asistencia psicológica (aunque lo necesitan dos de cada tres). Ese modelo de sociedad es el que se copia en todo el mundo. Como para pensárselo.

El futuro ya está aquí. Las tecnologías avanzan a gran velocidad y los adelantos científicos y médicos anuncian un porvenir presidido por la longevidad. Pero nada dice ese futuro de la felicidad humana, ni de la salud mental, ni de la serenidad, ni de la convivencia sana entre seres que nacieron para ser gregarios y que cada vez están más solos encerrados en la penumbra de su madriguera, sin encontrar a quien amar ni quien les ame. Cuando el mejor amigo del ser humano es el empleado de la sucursal bancaria y sus sueños no son paisajes de palmeras sino papeles con sumas y restas para llegar a fin de mes, es que algo no funciona en lo personal. Y los seres humanos no somos otra cosa que una suma de personas en busca de un hogar compartido donde cobijarnos de la intemperie del mundo.

El reto del futuro no empieza mañana, se diga lo que se diga. Empezó ayer.

Antonio Gómez Rufo, escritor. Acaba de publicar la novela La noche del tamarindo.