El futuro se conquista cada día

En 1821, los diputados mexicanos en las Cortes de Madrid presentaron un proyecto de reforma de la monarquía con el fin de transformarla en un imperio con una especie de Commonwealth, compuesta de tres reinos americanos y uno europeo. Era un intento último de mantener unido aquello que se había definido en Cádiz como nación española: “La reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Las Cortes nunca llegaron a considerarlo seriamente y México declaró su independencia en septiembre de 1821. Poco antes lo había hecho Perú.

Dieciocho años después, en las provincias vascas, la ley de 25 de octubre de 1839 confirmó sus fueros y estableció un sistema de negociación entre el Gobierno de Madrid y los gobiernos provinciales, que funcionó hasta 1876, para reciclarse entonces en una autonomía fiscal y administrativa desde 1878. Ello permitió generar un muy característico doble patriotismo y una identidad española estrechamente vinculada a la provincial.

Cuando en 1893 llegó el proyecto de Maura de estatutos de autonomía para Cuba y Puerto Rico, la precedente negativa a reconocer tal cosa requerida desde hacía décadas, no pudo evitar la independencia de las islas en 1898. A la altura de 1931, en el momento en que se produjo el cambio constitucional que terminó con el sistema de la Restauración y trajo la Segunda República, buena parte del catalanismo no veía otro recorrido constitucional más que la independencia, como Antoni Rovira i Virgili había manifestado en un texto de 1917 (El nacionalismo catalán). Las posibilidades abiertas por el debate constituyente, y la aparición de la autonomía territorial en un texto constitucional español, permitieron, sin embargo, pensar en otras formas de encaje de Cataluña en España. El mismo Rovira lo hizo explícito en un texto escrito en 1931 (Catalunya i la República). El desafío de la proclamación del Estado catalán dentro de la aún non nata República federal española había forzado al nuevo régimen a adoptar una estructura descentralizada.

Tras el intento más contundente de imponer en España una forma de gobierno centralizada sobre la base de una identidad nacional única y obligatoria, los constituyentes de 1978 entendieron que la democracia en España debía ir de la mano del autogobierno de, al menos, algunos de sus territorios. No solamente establecieron por vez primera el principio de que la autonomía constituye un derecho de las nacionalidades y regiones en el segundo artículo de la actual Constitución, sino que idearon un sistema de equilibrios de poder entre las autonomías y los poderes centrales en el título octavo. Ese sistema abrió el periodo de mayor estabilidad constitucional de nuestra historia y coadyuvó al desarrollo económico, político y cultural de España, pese a todos sus defectos de fábrica y de funcionamiento, que no eran pocos.

Podemos concluir que a la comunidad política española —sea con forma monárquica o republicana— le ha ido mucho mejor cuando ha fundamentado su Constitución atendiendo a las demandas de autogobierno y respeto a la identidad de sus diversos territorios que cuando las ha ignorado. Una democracia política que fue precedida por la “democracia del emigrante” en un complejo proceso de movimientos poblacionales en la Península y hacia Europa y América. Como comunidad, somos el producto de esa historia posimperial y de aquellas migraciones.

Ha sido también fundándose sobre la democracia y el autogobierno como España ha conseguido socializar de manera más efectiva la idea de un Estado útil, y el único Estado redistributivo y asistencial que hemos conocido. Si algo demostró la Transición y el periodo constitucional inaugurado en 1978 es que el Estado resulta mucho más efectivo en España cuando se fundamenta en la democracia, el autogobierno y la pluralidad más o menos imaginativa de identidades territoriales, nacionales o regionales y sirve para articularlas. Aunque la Transición fue diseñada como un viaje de la ley (franquista) a la ley (democrática), no había nada escrito en el guion. Hubo que improvisar e inventar. Por ejemplo, como recordaba Jordi Solé Tura, ese artículo segundo, que absorbió buena parte de las energías de los constituyentes y no dejó a nadie muy contento, pero sí a casi todo el mundo medianamente satisfecho.

Ahora, en la tesitura de la crisis sistémica más grave del Estado constitucional español desde el 23 de febrero de 1981, podría parecer que todo está perdido. No obstante, quizá hay tiempo para respuestas, que exigirán política con mayúsculas. Por un lado, el restablecimiento de un diálogo político y un cauce institucional que fije reglas del juego aceptadas por todos: no se trata de restablecer el “orden constitucional” sin más, sino de interpretarlo con flexibilidad y audacia política. El momento presente no se reduce a la necesidad ineludible de restablecer el Estado democrático y de derecho, sino también de usarlo: ahí están el Congreso y el Senado esperando a abrir en ellos el necesario debate constitucional. El jefe del Ejecutivo es además el jefe de la mayoría parlamentaria en ambas Cámaras. Es a ellas que debe dirigirse para proponer una salida a la situación presente.

En segundo lugar, debemos recuperar la imaginación política que nuestros mayores demostraron en 1978 para dar respuesta a un evidente malestar en Cataluña, sustentado por casi la mitad de su población. Las posibilidades son muchas más ahora que en 1978. Entre otras cosas, porque las sociedades peninsulares con distintas, diversas y entremezcladas culturas, y de alma poliédricamente federal, pueden contemplarse en el espejo de una Europa imperfecta, pero también plural y tendencialmente federal.

La política moderna trata fundamentalmente de eso, de buscar las formas en que todos podamos estar, independientemente de lo que seamos, hablemos y pensemos, de la selección deportiva que apoyemos o de nuestras memorias familiares. La política es sobre el estar, no sobre el ser; por ello es necesario desacralizar símbolos, naciones y banderas, con políticas de reconocimiento audaces y pragmáticas. Saberse libre en un espacio común español y europeo depende de que exista un suelo constitucional que nos sostenga a todos, con nuestras diversas identidades, intereses y anhelos. Por ello, la mejor ley fundamental es la que a nadie le gusta en su integridad, mas por eso mismo capaz de contener una pluralidad de sensibilidades.

Muchos sostienen que ya es tarde para ello. Pero más tarde era en 1975, o en 1930. Decir eso es una manera de eludir la responsabilidad histórica de pensar, debatir y consensuar: es decir, de hacer constitución y ciudadanía. Necesitamos políticos, y políticas, capaces de ello.

Josep Mª Fradera (Universitat Pompeu Fabra), José M. Núñez Seixas (Universidade de Santiago de Compostela) y José Mª Portillo Valdés (UPV/EHU) son catedráticos de Historia Contemporánea.

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