El futuro: una cuestión de cerebro

La polvareda mediática levantada por James Watson con sus comentarios sobre posibles diferencias en inteligencia entre los miembros de las distintas razas humanas, ejemplifica la alarma que genera la extrapolación al cerebro de una posible variabilidad entre individuos, admitida sin problemas para otras características consideradas culturalmente como mas biológicas y también el creciente interés que la ciencia despierta en los ciudadanos de las sociedades modernas. El gran público se ha ido percatando de la importancia que la investigación y la tecnología tienen en la economía y el desarrollo colectivo y cómo sus efectos se extienden, cada vez más, hacia su vida personal. Por eso atiende con curiosidad a los progresos de la ciencia, seguidos hasta hace bien poco sólo por un reducido círculo de entendidos.

De entre los descubrimientos que la investigación científica alumbra cada día, los biomédicos gozan de una atención particular en los medios y la calle, quizá por la esperanza que aportan frente al dolor y a la muerte, miedos ancestrales en los seres humanos. Los avispados políticos, siempre dispuestos a capitalizar los temas que preocupan (o asustan) a sus electores, se han apresurado a sumarse al interés público por la investigación biomédica, dedicándole atención y recursos económicos crecientes. Y los investigadores en este campo, crónicamente cortos de recursos, tratan de aprovechar tan afortunada salida del anonimato para obtener mejor apoyo financiero a sus temas de trabajo.

Poco hay que objetar al énfasis social y político concedido a la llamada investigación relevante, es decir, aquella que, como la biomédica, tiene una trascendencia particular sobre la vida humana. Quizá la mayor reserva se centre en el riesgo de caer en una definición excesivamente oportunista de los temas considerados prioritarios o en dejar de lado otras ramas del conocimiento, a lo mejor menos útiles a corto plazo, pero que finalmente condicionan el avance en campos biomédicos aparentemente más cercanos al interés público. Como era lógico esperar de la imperante tendencia social a potenciar la investigación en temas biomédicos, la prevalencia de una enfermedad juega un papel crítico en la orientación del interés ciudadano. El cáncer, por su particular dramatismo y alta incidencia, es la patología que mejor ilustra la presión social por dirigir los esfuerzos de la ciencia hacia la solución de un problema acuciante de salud. Otras enfermedades, como la diabetes, los accidentes cardiovasculares o las infecciones, rivalizan entre sí por convencer al ciudadano de la trascendencia social de su estudio científico.

Por análogas razones, las enfermedades psiquiátricas y neurodegenerativas han colocado la investigación del cerebro en primera línea del interés popular. La frecuencia de estos padecimientos ha aumentado de manera dramática en el mundo desarrollado, debido al estrés y el envejecimiento de la población. No obstante, y sin intención de restar mérito a los esfuerzos por resolver desde la ciencia éstas o las antes mencionadas enfermedades, la importancia de la investigación del cerebro trasciende con mucho a los aspectos vinculados a sus patologías y ofrece algunas peculiaridades que la hacen única.

El cerebro, constituido por cien mil millones de células nerviosas, conectadas entre sí por alrededor de mil uniones de media por neurona, formando complejos circuitos, muchos de ellos preestablecidos genéticamente pero con una sorprendente plasticidad, es el asiento de los procesos mentales. Pensamientos, emociones, sensaciones o acciones no son sino el resultado de la operación del cerebro. La naturaleza de estas funciones y su complejidad han hecho que, históricamente, el cerebro haya sido considerado un desafío insuperable para la investigación científica experimental. Sin embargo, los avances logrados por la neurociencia en las últimas décadas han puesto en evidencia que, pese a su sofisticación, es posible acceder científicamente a los mecanismos biológicos que sustentan las funciones cerebrales y, en consecuencia, llegar a entender la actividad mental en la misma medida en que comprendemos hoy los mecanismos que determinan el funcionamiento del hígado o el corazón.

Desentrañar las bases biológicas de la conducta a través del estudio del cerebro, puede tener consecuencias muy profundas sobre los aspectos mas diversos de la vida humana. Empezamos a conocer con cierto detalle cómo se construye el cerebro desde el inicio de la vida y sus condicionantes genéticos, así como la localización y funcionamiento de las áreas y circuitos cerebrales en las que se fundamentan las sensaciones y movimientos, las emociones, el placer, nuestros valores éticos o el pensamiento abstracto. Comienza a ser posible, literalmente, leer con imagen y registro cerebral, los cambios de actividad cortical que corresponden a las más sofisticadas conductas, o evocar, con estimulación externa y al margen de la voluntad del individuo, pensamientos y acciones que éste experimenta subjetivamente como reales, todo ello en sujetos despiertos y plenamente conscientes.

De ahí que no resulte exagerado predecir que los acelerados avances en la investigación del cerebro pueden acabar afectando prácticamente a todos los campos de la vida personal y social de los seres humanos y plantear espinosos dilemas éticos. Basta pensar en las consecuencias que, sobre la justicia y equidad del sistema legal vigente, puede tener la constatación de que determinadas conductas se asientan en circuitos neurales con una marcada predeterminación genética o que quedan permanentemente consolidados por influencias externas (violencia, privación sensorial) en momentos críticos del desarrollo del cerebro. O imaginar, a medida que se van conociendo los mecanismos neuronales que favorecen, dificultan o condicionan los procesos del aprendizaje, cómo habrá que adaptar las estrategias de la educación infantil a los cambios cerebrales con la edad. También confronta a la sociedad del futuro con inquietantes preguntas: la lectura de cómo se activan los circuitos cerebrales de recompensa que generan el placer o que nos hacen mentir, ¿podrá ser empleada por la industria en la selección de productos o de su personal laboral? ¿Hasta dónde se querrá llegar en la manipulación genética para evitar o promover el desarrollo de circuitos neuronales que corresponden a caracteres conductuales considerados nocivos o positivos socialmente?.

Esas y otras muchas cuestiones surgirán inevitablemente del estudio experimental del cerebro, haciendo de la investigación de éste, no sólo la gran aventura de la Ciencia del siglo XXI sino quizás, también, uno de sus más importantes retos sociales. Cuanto antes y mejor conozcamos el cerebro, mas fácil resultará organizar la convivencia de los seres humanos de acuerdo con su realidad biológica. No somos como nos gustaría, sino como nos impone nuestra naturaleza y el desafío consiste, precisamente, en encontrar el mejor modo de conjugar la evidencia científica sobre las limitaciones y peculiaridades del cerebro humano, con el legítimo deseo de lograr una convivencia mas armónica entre los individuos de nuestra especie biológica. Avanzar en el conocimiento científico del cerebro parece ser el camino mas corto para resolver ese dilema.

Carlos Belmonte, ex director del Instituto de Neurociencias de Alicante y actualmente académico de la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales y presidente de la International Brain Research Organization.