La Cumbre del G-20 que tiene lugar estos días en Seúl es la primera organizada por un país no miembro del G-8, Corea del Sur. Es un claro signo de que los tiempos y la distribución del poder global están cambiando.
Algunos analistas ven en Seúl la oportunidad para que el G-20 aumente su eficacia y su credibilidad como foro de líderes mundiales, y para que afronte finalmente su futuro más allá de su actuación en la gestión de crisis. De hecho, la anterior cumbre de Toronto ya se había definido como un encuentro "postcrisis", pero las discusiones sobre la austeridad fiscal secuestraron la agenda. Cabría desear que en esta ocasión los debates trasciendan la guerra de divisas que domina ahora el panorama internacional.
La decisión de utilizar el G-20 como instrumento para hacer frente a la crisis económica y financiera ha sido fundamental. Su función ha sido más bien la de "bombero" de un sistema que hacía aguas por todas partes. Los acuerdos iniciales sobre un impulso fiscal significativo y la reconsideración global de las carencias del sistema financiero, así como el rechazo al proteccionismo -de tan nefastas consecuencias en la crisis del 29- impidieron que la economía global en su conjunto cayera en el abismo.
Sin embargo, ya en la Cumbre de Pittsburgh, en septiembre del pasado año, los líderes del G-20 manifestaron que su ambición era ampliar su papel a otras cuestiones de la reforma de la gobernanza global; que el G-20 debería servir como un mecanismo eficaz de transición entre un multilateralismo "informal" a otro "institucionalizado", necesario para afrontar los desafíos del siglo XXI.
Pero lo conseguido por el G-20 en cuanto a la crisis no puede llevarnos a considerarlo como la solución institucional a los problemas de la gobernanza económica mundial, ni mucho menos el foro en el que se pueden resolver los enormes retos que tenemos ante nosotros. El G-20 ha sido muy eficaz a la hora de atajar una situación muy específica y muy urgente. Pero, ¿sería igual de eficaz para resolver otros problemas también importantes, de mayor vigencia temporal como la energía, el cambio climático o los Objetivos del Milenio? Sus recomendaciones sobre la Ronda de Doha, por ejemplo, han tenido resultados decepcionantes, al menos por el momento.
Además, si realmente estamos cambiando el sistema de gobernanza mundial, ¿cómo se compagina el G-20 con el sistema de Naciones Unidas? ¿Tiene sentido una mayor institucionalización del G-20? ¿Debemos crear un aparato paralelo al de Naciones Unidas? No parece lo más eficaz. Si Naciones Unidas no sirve, habrá que reformarla, pero no dupliquemos responsabilidades. El objetivo debería ser, pues, definir cómo interrelacionamos el G-20 con Naciones Unidas y con todo el entramado de las instituciones de su entorno.
El papel que sí puede tener el G-20 es el de gran impulsor político para que las distintas instituciones pongan en marcha y lleven a cabo los objetivos que tienen encomendados.
En ese sentido, el G-20, bajo la presidencia coreana, ha multiplicado sus esfuerzos para institucionalizar su relación con otros organismos multilaterales, impulsar la reforma de las instituciones financieras internacionales, reconocer el peso de las economías emergentes frente al predominio de Estados Unidos y Europa, y cambiar el sistema de elección del presidente del Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional.
Se acaba de producir el avance más significativo en este sentido, un nuevo reparto de cuotas del FMI que recoge ya el peso real de los países emergentes en la economía global. Así, China pasa de un 2,9% a un 6,4%, lo que la sitúa solo detrás de Estados Unidos y Japón, y por delante de Alemania, Francia y Reino Unido. Esta decisión es fruto del acuerdo forjado por los ministros de Economía del G-20 hace dos semanas, por el que los países ricos aceptaban ceder el 6% de su poder.
La presidencia coreana también ha tomado la iniciativa de incluir el desarrollo como un nuevo elemento en la agenda del G-20. Teniendo en cuenta la propia trayectoria del país, que ha experimentado un considerable desarrollo y crecimiento económico durante las últimas décadas, este movimiento podría permitir tender puentes entre los países miembros y no miembros del G-20. Podría servir también para impulsar los mecanismos de colaboración entre los donantes tradicionales y los nuevos, con un tono diferente al de la cooperación norte-sur que suele caracterizar los debates sobre desarrollo.
Otro terreno en el que la propia experiencia coreana puede servir de ejemplo es el de fomentar el desarrollo mediante un crecimiento económico verde e inclusivo. La inversión realizada por Corea desde hace varias décadas en capital humano, en buen gobierno y en fomentar las exportaciones como base de su economía han sentado las bases para que el país sea capaz de competir en la era de la globalización. Hoy Corea ha apostado por la sostenibilidad para afrontar el futuro de su economía, lo que también podría servir de modelo para otras iniciativas del G-20.
En cuanto al comercio global, es necesario también impulsar el cierre de la Ronda de Doha y cumplir los compromisos de la Agenda del Desarrollo de Doha. De hecho, la incapacidad del G-20 de cumplir sus promesas a este respecto ha contribuido en gran medida a minar la credibilidad del foro.
Por último, algunas voces están también pidiendo al G-20 que afronte la supuesta contradicción que existe entre la libertad de movimientos de capitales y las todavía importantes barreras a la libertad de movimientos de las personas, con el fin de evitar una globalización asimétrica. Es cierto que la asimetría es inevitable, mientras los capitales viajan sin restricciones -algo que ha sido posible fundamentalmente por los avances tecnológicos- hasta el momento no se ha prestado suficiente atención a todas las implicaciones y cuestiones que generan los movimientos de personas por motivos económicos. Pero en ningún caso se puede establecer un paralelismo entre ambos elementos.
La crisis económica ha dejado claramente de manifiesto las carencias del actual modelo de gobernanza económica global para afrontar los desafíos del siglo XXI. El diseño de un nuevo sistema es una de las prioridades de la agenda internacional. El G-20 no es la ONU, pero sí puede contribuir a impulsar el debate y a tender puentes entre las instituciones que deberían encargarse de ello.
Pedro Solbes, presidente del Consejo de Dirección de FRIDE, y Carlos Westendorp, secretario general del Club de Madrid.