¿El G20 tiene futuro?

El mundo enfrenta enormes desafíos comunes que exigen soluciones conjuntas. La pandemia del COVID-19 todavía no ha terminado y el trabajo para prevenir otra pandemia apenas ha comenzado. Las crecientes cargas de deuda están poniendo en peligro las perspectivas económicas y el bienestar de la población en los países de menores ingresos. Las alzas en los precios de los alimentos y la alteración en el suministro de granos desde la invasión de Ucrania por parte de Rusia han aumentado el riesgo de hambruna en muchas partes del mundo. Y, además de todo esto, los gobiernos y las empresas necesitan con urgencia convertir sus compromisos de cero neto en reducciones mensurables de las emisiones de gases de efecto invernadero.

Todos estos problemas son abrumadores. Pero el mayor problema de todos es que las crecientes tensiones geopolíticas y la guerra ahora han obstruido el mecanismo principal, el foro de los líderes del G20, para organizar respuestas globales ante estas situaciones. Cuando surgen enfrentamientos estratégicos en materia de seguridad nacional y primacía económica y tecnológica, una cooperación internacional efectiva se vuelve casi imposible y eso aumenta los riesgos para todos nosotros.

El G20 fue creado por el presidente norteamericano George W. Bush (en base a una cumbre regular existente para ministros de Finanzas y banqueros centrales) con el objetivo de abordar la crisis financiera global de 2008. En 2008 y 2009, los líderes mundiales se reunieron y prometieron más de 1 billón de dólares para estabilizar la economía global, calmar a los mercados y reforzar financieramente al Fondo Monetario Internacional y al Banco Mundial.

En ese momento, se consideraba que la nueva organización era el entorno más capaz, inclusivo y dinámico del mundo para una acción conjunta y una coordinación de políticas. Y resultó ser muy efectiva en sus primeros años, en su función de supervisar la cooperación en cuestiones que iban desde la estabilidad financiera hasta el riesgo para el crecimiento inclusivo y el cambio climático. Pero ahora que los principales actores impiden que opere de manera efectiva, hoy el G20 no puede brindar los mismos bienes públicos.

El proceso del G20 se vio dañado por primera vez con la anexión de Crimea por parte de Rusia en 2014, que convirtió efectivamente al grupo en el “G19+1”. Y si bien un acuerdo entre Estados Unidos y China sobre cambio climático en 2016 revitalizó al grupo, el presidente norteamericano Donald Trump lo volvió a socavar al negarse a firmar comunicados conjuntos y al rechazar los compromisos de Estados Unidos con el orden internacional basado en reglas.

Ahora que Rusia está montando una guerra de agresión de gran escala contra Ucrania, la cumbre del G20 en noviembre próximo casi con certeza será un fracaso. Simplemente no se puede esperar que Indonesia, que actualmente ejerce la presidencia rotativa, arbitre entre superpotencias furiosas en choque. La reunión paralela para los ministros de Finanzas del G20 también está complicada; en su último encuentro, en abril, la secretaria de Estado norteamericana, Janet Yellen, y muchos otros se retiraron cuando habló el representante de Rusia.

La parálisis del G20 es una mala noticia para la diplomacia inclusiva y para muchos esfuerzos de reforma necesarios. Las tensiones geopolíticas, la guerra y los nuevos temores sobre seguridad nacional implican que la coordinación multilateral de la globalización que surgió en los años 2000 ahora sobrevive de manera artificial. Recién cuando haya terminado la guerra en Ucrania se podrán reconstruir nuevamente los puentes diplomáticos y las cadenas de suministro. Y aún entonces, las posibilidades de un reacercamiento repentino entre Estados Unidos y China –para no hablar de Estados Unidos y Rusia- son excesivamente bajas.

La administración del presidente norteamericano, Joe Biden, que persigue muchos de los mismos objetivos establecidos por Trump, ha adoptado una política de línea dura hacia China en materia de comercio y tecnología, entre otros ámbitos. Al abandonar una “ambigüedad estratégica” con respecto a la defensa de Taiwán, Biden ha llegado aún más allá que Trump en esta cuestión.

Esta postura diplomática poco alentadora no es un buen augurio para los esfuerzos globales coordinados, especialmente para enfrentar el cambio climático. La carrera para liderar en industrias verdes en cambio se convertirá en parte de la rivalidad de suma cero entre Estados Unidos y China. Los chinos ya lo ven de esta manera y están volviéndose verdes más rápido. Están encaminados a aumentar la generación de energía renovable del 29% del consumo en 2020 al 33% en 2025. La conclusión del plan de renovables de 450 gigavatios Gobi Desert de las autoridades –dos veces el tamaño de toda la capacidad renovable instalada en Estados Unidos- está encaminada para 2030. La ventaja de China en materia de minerales de tierras raras que son esenciales para las baterías y otras tecnologías verdes también está causando malestar en Estados Unidos ya que limita la oferta.

De la misma manera, la administración Biden ve la inversión nacional en tecnología verde a través de una lente geopolítica. Mientras que el Congreso de Estados Unidos no ha sancionado una legislación climática significativa, la administración ha invocado la Ley de Producción de Defensa para impulsar una mayor producción doméstica de renovables. La carrera está en marcha y las tensiones comerciales aumentarán en tanto Estados Unidos y China busquen asegurar y mantener una ventaja sobre la otra parte.

Sin duda, esta competencia podría tener efectos positivos para el planeta ya que cada superpotencia utiliza diversas políticas de cero neto (por ejemplo, vehículos eléctricos, infraestructura y el costo del carbono) para sus propios objetivos verdes nacionales. Pero es poco probable que los beneficios compensen los costos asociados con las crecientes tensiones geopolíticas y el debilitamiento de los objetivos climáticos globales comunes y de una implementación de políticas consistente y coordinada. La historia sugiere que estos objetivos urgentes languidecerán en tanto las potencias líderes pugnan por una ventaja geopolítica de corto y mediano plazo. La decadencia del G20 es un presagio y una causa de agitación global al acecho.

William R. Rhodes, a former chairman and CEO of Citibank, is President of William R. Rhodes Global Advisors, LLC and author of Banker to the World: Leadership Lessons From The Front Lines Of Global Finance (McGraw Hill, 2010). Stuart P.M. Mackintosh is Executive Director of the Group of Thirty.

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