El gabinete de antigüedades

Por Fernando García de Cortázar, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Deusto (ABC, 06/09/05):

Hoy, tal como se está practicando en España, la política es puro anacronismo. No hay la menor correspondencia entre lo que el país es y este debate hiperbólico de los derechos históricos que emplean los nacionalistas catalanes para atar el gobierno Zapatero a las corrientes subterráneas del pasado. Oyendo lo que dicen en la tribuna, y viendo lo que hacen para resolver los problemas reales de la vida pública -ay, El Carmelo, ¿recuerdan? -, se tiene la triste impresión que nos produciría un músico que pretendiera hacer bailar a la gente moza del siglo XXI tocándole las mazurcas, polcas y rigodones de nuestros abuelos. Es inverosímil lo que los políticos catalanes se parecen a una vieja orquesta de género chico, con música del maestro Chapí. Como hay museos jurásicos, museos egipcios, museos góticos, museos renacentistas y museos románticos, podríamos tener una especie de exposición permanente de la política decimonónica, de la política hueca, con la enorme ventaja de que no sería un museo como los demás, frío y muerto, sino un museo viviente, un auténtico trozo de vida en conserva.

¡Qué drama el de España!, ver siempre frustrada la nación liberal por los integrismos tradicionalistas, y, por supuesto, ver cómo nuestras desdichas se tejen en el telar de las falsas y pintorescas ilusiones de un tiempo imposible. Hace ya muchos años que en sus «Meditaciones del Quijote» Ortega se decía: «¿No es cruel sarcasmo que luego de tres siglos y medio de descarriado vagar, se nos proponga seguir en la tradición nacional? ¡La tradición! La realidad tradicional en España ha consistido en el aniquilamiento progresivo de la posibilidad de España». Las palabras del filósofo no han envejecido, nuestros tradicionalistas de hoy no permiten que envejezcan.

Sábelo: -dice el criado de «Las Coéforas»-, los muertos matan a los vivos. Importa recordar esta advertencia. Importa recordar que la influencia de los muertos puede ser tan perniciosa hoy como ayer, cuando Ortega trataba de liberar a sus contemporáneos de los fantasmas de El Escorial y el Castillo de Montjuich y el Cid Campeador y Carlomagno y los celtíberos, que adoraban a la muerte. Importa decir que el reaccionarismo radical no se caracteriza por su desamor a la modernidad, sino por la manera de tratar el pasado, y que esto es lo que da a nuestros nacionalistas y a muchos de nuestros progresistas la apariencia decimonónica y rancia de los más grotescos personajes de Galdós.

Toléreseme un apunte: la alusión a los derechos históricos procede de dos desdichadas operaciones realizadas con el pasado, el fatalismo y el anacronismo. Considerar que las cosas solamente fueron como debían ser es quitar a los hombres su voluntad en la historia, cuando ésta, como recuerda Raymond Aron al subrayar la necesidad de plantearnos futuribles, es siempre un proceso abierto. Imponer como derecho lo que fueron privilegios de una minoría medieval es devolver las sociedades al reino del agravio; es arrancar a los viejos, viejísimos, antepasados de su antigua esfera de vitalidad, sentándolos en su trono, bien muertos, para que rijan las almas; y, por supuesto, es decir a la gente que vive en nuestro tiempo que los problemas que tiene fueron vividos de la misma forma por aquellos. Como si habláramos de un carácter eterno sometido a una sola y perpetua manera no sólo de comprender la vida, sino de resignarse a ella.

No es la comunidad anterior, pretérita, tradicional e inmemorial la que proporciona título para la convivencia política, sino la comunidad futura en el efectivo hacer. No lo que fuimos o soñamos que fuimos ayer, sino lo que vamos a hacer mañana juntos. De aquí la Unión Europea. También de aquí que España no halle solución mientras sus políticos, o al menos los que gobiernan, no hablen y actúen como gentes verdaderamente contemporáneas que sientan bajo sí palpitar todo el subsuelo histórico, que conozcan la altitud presente de la vida y repugnen todo gesto arcaico y silvestre. Necesitamos de la historia íntegra para ver si logramos escapar de ella, no recaer en ella. Lo que conviene es su desdramatización, arrebatarle su lógica providencial, además de otoñar esa mirada interesada que sólo responde a intereses actuales, nunca a impresiones reales de nuestros antepasados, a quienes los malos literatos casi siempre hacen partir para la guerra de los Treinta Años.

Desdramatizar significa también acabar con uno de los mitos que amargan nuestra existencia: la anomalía de España. ¿Por qué es tan diferente esta España plural? ¿Por qué habría de ser distinta la construcción nacional de España a la conflictiva construcción de naciones como la alemana, la francesa o la italiana? España es tan plural como puede serlo Alemania, o como lo es Italia, y Francia. Hay que recordar que sólo la casualidad histórica y las almas armadas han hecho que Baviera o Nápoles no sean estados independientes, de la misma forma que han hecho que Irlanda lo sea, mientras que Gales no. ¿Deseamos vivir una Europa en la que todos los europeos tengan motivos para levantar sus identidades premodernas, su ser privilegiado, su diferencia jerárquica de Antiguo Régimen frente a los estados nacidos de las revoluciones liberales?¿Queremos hablar de castas reinantes en las Dos Sicilias, en Borgoña, en Baviera o en Escocia como sujetos europeos? ¿O aceptaremos que el único sujeto moderno es el que ha conseguido saltar sobre esos pretendidos derechos históricos para construirse sobre empresas colectivas de nacionalización, de igualación de ciudadanos, de abolición de privilegios? ¿Cuándo reconoceremos que el proyecto de nación liberal no planteó la ruptura de diversidad alguna, sino la quiebra de privilegios sustentados sobre coartadas identitarias previas a la democracia moderna, y que ésta, como bellamente define María Zambrano, es la sociedad en la cual no sólo es posible sino exigido el ser persona? ¿Hay que repetir y repetir lo obvio: que Cataluña, efectivamente, no fue inventada por la Segunda República, pero que ésta fue la principal fuente de legitimidad de la Generalitat reconstruida por Tarradellas y la reivindicación del Estatuto del 32, y que lo que existió en aquella recordada Monarquía de los Austrias fue el resultado de otra cosa que se llamaba Corona de Aragón?

El derecho que nace de la historia es a crear un futuro, no el derecho tradicionalista a heredar un privilegio. Hacer castillo de los derechos históricos es fijar España a su pretérito. Vivir gobernados y oprimidos por una oligarquía de muertos. Vivir una cornucopia de diferencias de rango, de oxidadas alcurnias y vejatorias exigencias de primacía. Vivir en las anticipaciones de quienes no pudieron construir el futuro y en las estrecheces mentales de quienes trataron de preservar el pasado, fantasía siempre inútil y utópica.

Lo dramático de todo esto es que, como siempre que una palabra nueva con un contenido viejo cae en el mar de las muchedumbres, cuando catalanes y vascos hablan de derechos históricos irrenunciables se produce una gran y pintoresca confusión. Los nombres de las cosas cambian artificialmente, y de pronto ( y así desde la Transición ) se llama progresista a lo que es reaccionario, nacional a lo que es localista, solidario a lo que es celador de privilegios, y soberano a lo que es apropiación de un territorio por una oligarquía regional. Lo arcaico aparece entonces como moderno y lo moderno como una cultura enmohecida donde se pudren los deseos ciudadanos. Cuando, en realidad, lo moderno es todo lo contrario. Lo moderno es descubrir en la diversidad un conjunto de partes que se comprenden en mutua existencia, no unas realidades que cobran vida al separarse de otras. Lo moderno es valorar la pluralidad, no confundirla con una suma de entidades compactas que se dan la espalda.

Impulso de dirección opuesta al siglo en que vivimos, los derechos históricos sólo son una nueva excusa para hacer recaer sobre los ciudadanos algo que no depende de su voluntad. Un designio providencial, las imposiciones de los muertos. Con normas tan altas se podría deshacer todo el mapa de Europa, levantando nuevas divisiones y fronteras, librando viejos fantasmas de opresión y limitando o liquidando las libertades individuales y concretísimas de que disfrutamos. La historia, sin embargo, y conviene escribirlo aquí, en España, país rico en reaccionarios de todo pelaje, no decide nada. Los hombres y las mujeres libres del presente, su voluntad de ser ciudadanos libres, es el único derecho histórico a aceptar. La única garantía a exigir.