El gallego que gobernó Cataluña

 Manuel Portela Valladares, presidente del gobierno, habla al país desde el ministerio de Gobernación, la víspera de la elecciones generales de febrero de 1936 (EFE). Saludos. EFE
Manuel Portela Valladares, presidente del gobierno, habla al país desde el ministerio de Gobernación, la víspera de la elecciones generales de febrero de 1936 (EFE). Saludos. EFE

El 27 de octubre, Mariano Rajoy se convirtió en el segundo presidente gallego de la Generalitat de la historia. El segundo pontevedrés, de hecho, pues Rajoy siempre ha ejercido como tal pese a haber nacido en Santiago. También en la primera ocasión el nombramiento llegó por decisión del Gobierno central, que decidió intervenir la autonomía después de que el govern declarase la República de Cataluña. El primer presidente gallego de la Generalitat tomó posesión en enero de 1935. Se llamaba Manuel Portela Valladares.

El camino que llevó a Portela hasta la presidencia había comenzado en octubre de 1934. Alejandro Lerroux, líder del centrista Partido Radical presidía el Gobierno de la República. La debilidad parlamentaria de su Gobierno le hacía depender del apoyo de la CEDA, confederación de derechas que se resistía a manifestar públicamente su lealtad al régimen republicano. La entrada de tres ministros de la CEDA en el Gobierno desencadenó dos procesos revolucionarios: una huelga general insurreccional, convocada por el PSOE en toda España, y la proclamación del Estat Catalá por un Gobierno de la Generalitat arrastrado por su consejero de Gobernación, Josep Dencás, y sus escamots, fuerza paramilitar juvenil vinculada a Esquerra Republicana. La insurrección catalana se sofocó en diez horas. El president Lluís Companys y sus consejeros fueron detenidos. El gobernador militar, Felipe Jiménez Arenas, se convirtió en presidente accidental de la Generalitat y la política autonómica quedó congelada.

El primer paso para reactivarla llegó tres meses después. La ley de 2 de enero de 1935, aprobada por las Cortes republicanas, suspendió transitoriamente el Parlamento catalán. Durante ese periodo, las funciones del presidente de la Generalitat y su consejo las asumió un gobernador general nombrado por el presidente. Además, la ley ordenó la creación de una comisión para estudiar si el Estado debía recuperar alguna de las competencias transferidas a Cataluña. Para los catalanistas y buena parte de los republicanos de izquierda, esta ley abría la puerta a la derogación práctica del Estatuto. Justo lo que deseaba la CEDA, que consideraba la autonomía catalana nociva para la nación española. El partido de Gil Robles abogaba por suprimir el Estatuto, pero terminó aceptando esta salida, convencido de que llegarían al mismo punto. Solo necesitaban un gobernador adecuado que aplicase la interpretación más centralista de la norma. La apuesta de Alejandro Lerroux por Portela Valladares obstaculizó su estrategia.

El presidente eligió un político de largo recorrido, procedente del Partido Liberal, vinculado al autonomismo gallego y con fama de buen gestor de conflictos. Cercano a Canalejas, este lo había llevado al Gobierno Civil de Barcelona durante la resaca de la Semana Trágica y su pacificación del orden público consiguió el aplauso de lerrouxistas y catalanistas. El asesinato de Canalejas lo dejó huérfano, pero Portela consiguió reinventarse. Se trasladó definitivamente a Barcelona, echó raíces en la buena sociedad catalana con un matrimonio que le aportó un título nobiliario y un notable patrimonio, y mantuvo su feudo electoral en Fonsagrada. La dictadura de Primo de Rivera lo alejó de la senda monárquica. Llegó a la Segunda República como el político gallego de más peso junto a Casares Quiroga, aunque no logró articular un partido. Esto le pasó factura y en 1933 se quedó fuera del Parlamento por primera vez. Parecía condenado a retirarse, pero se reinventó de nuevo, aproximándose al Partido Radical en el momento adecuado para ser el candidato perfecto a gobernador general.

Lerroux quería pacificar Cataluña y controlarla temporalmente desde el Estado sin resultar agresivo. El pasado de Portela como gobernador civil que se enfrentó al pistolerismo barcelonés lo hacía aceptable para quienes esperaban una respuesta decidida, mientras que su perfil autonomista lo acercaba al catalanismo. La oposición feroz de la CEDA a su nombramiento no prosperó, aunque los de Gil Robles se dedicaron a esperar y poner piedras en su camino. Convertido en gobernador, Portela hizo lo que Lerroux esperaba de él: asegurar el orden público, rebajar la desconfianza catalanista e impulsar la reanudación de la vida política. Abogaba por trabajar todos los frentes a la vez, aunque lo primero era garantizar el derecho y el orden. Consciente de la escasez e ineficacia de los medios policiales, solicitó un aumento de efectivos para la Guardia Civil y la Guardia de Asalto. Revirtió la proporción de agentes fijos y móviles, destinando la mayor parte a cubrir la calle y potenció el uso de automóviles. Además, primó la coordinación entre cuerpos de seguridad, estableciendo un mando común. Se primaba la profesionalización de la seguridad, la no militarización de los mandos y la inversión en estrategias preventivas, características del modelo reformista de seguridad que dominó en Europa occidental desde el primer tercio del siglo XX.

Respecto a la situación política, Portela era partidario de alejar el eje nacionalista de la discusión partidista, moviendo la atención hacia las políticas y la competición derecha/izquierda. Activar una salida política para mañana implicaba empezar a trabajar ya, fortaleciendo el catalanismo moderado y la política nacional republicana de centro, únicos que podían tender puentes y colaborar en la recuperación de la vida política. Para ello era importante aprovechar las vacantes que la rebelión había dejado en Ayuntamientos, diputaciones o consejo ejecutivo, modificando la distribución del poder político de cara a futuras elecciones.

La actuación de Portela se completó con una intensa política de gestos y un talante conciliador. Nada más tomar posesión devolvió el retrato de Françesc Maciá, primer presidente de la Generalitat y catalanista histórico, al despacho de presidencia, de donde había sido desterrado tras los sucesos de octubre. Era importante recordar, dijo, “lo que había hecho en pro de las aspiraciones catalanas”. Un gesto sencillo, pero de gran carga simbólica. En su primer día visitó el Tribunal de Casación y la Universidad, donde afirmó que apenas viajaría a Madrid, pues los problemas de Cataluña debían resolverse en Cataluña, ya que su misión era defender la autonomía y el Estatuto, puestos en peligro por la declaración del Estat Catalá.

Portela Valladares dejó el Gobierno General de Cataluña para convertirse en ministro de la Gobernación en abril de 1935, dejando tras él un reguero de opiniones favorables, incluso entre los encarcelados de Esquerra. “Es de justicia señalar que se comportó correctamente, actuando en un cargo tan difícil con comprensión y simpatía para lo que representaba la institución a su cargo”, escribiría Carlos Pi i Sunyer en sus memorias.

El 13 de abril el Gobierno levantó el estado de guerra y el 18 devolvió a Cataluña el control sobre las competencias perdidas, excepto orden público. La ley de 2 de enero se derogaría finalmente en marzo de 1936, en tiempos ya del Frente Popular. Lluís Companys recuperó entonces la presidencia de la Generalitat y el Parlament retomó su actividad. Regresaba la normalidad política. La apuesta de Lerroux había demostrado que cuando un Estado gestiona de manera responsable un conflicto, todo puede volver a rodar.

Pilar Mera Costas es historiadora.

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