Hace cuatro años, a propósito del asesinato del homosexual chileno Daniel Zamudio a manos de un grupo de neonazis, Vargas Llosa publicó un artículo lapidario en el que recordaba que los ejecutores solo eran “la avanzadilla más cruda y repelente de una cultura de antigua tradición que presenta al gay y a la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia preventiva de los seres normales porque corrompen al cuerpo social sano”. Y a continuación, sin medias tintas, acusaba: “Esta idea del homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y en las comedias teatrales donde el marica y la tortillera son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes”.
La matanza de Orlando en un club gay, perpetrada por un hombre de 29 años que odiaba a los homosexuales, no es ajena a este modelo de comportamiento social. Omar Mateen, al parecer, había jurado lealtad al ISIS y el islamismo integrista, como se sabe, abomina de la homosexualidad, que es para sus fieles una depravación de la vida occidental y moderna. Resulta inolvidable la respuesta que dio el expresidente iraní Ahmadineyad cuando fue preguntado, en la universidad de Columbia, por la situación de los homosexuales en su país: “¿Homosexuales? Nosotros no tenemos de eso”.
En Zimbabue, donde el dios que reina es cristiano, tampoco hay homosexuales. Robert Mugabe, su presidente, se negó en 2015 a abolir la ley de delitos sexuales que castiga la homosexualidad: “Rechazamos la pretensión de proclamar nuevos derechos que son contrarios a nuestros valores, normas, tradiciones y creencias”, afirmó ante la Asamblea General de la ONU. Y ante las risas que suscitó, añadió: “¡No somos gays!”.
En ningún país tocado por la gracia de Dios, por lo tanto, hay homosexuales. En España tampoco los había antes, cuando Franco vivía bajo palio y la decencia presidía todos los rincones católicos de la nación. Luego, con el libertinaje, comenzó el envilecimiento de las costumbres y se fue permitiendo el mal. Eso es lo que dicen, palabra sobre palabra, algunos de los grandes carcamales de la Iglesia nacional, como Reig Pla, Jesús Catalá o Antonio Cañizares, obispos de Alcalá y Málaga y arzobispo de Valencia, respectivamente.
En España no hay matanzas en clubes gays ni ejecuciones o encarcelamientos por sodomía, pero sigue habiendo humillaciones, suicidios de adolescentes y —cada vez más— agresiones en las calles a homosexuales que simplemente pasean o se besan. Quienes humillan, hostigan y dan las palizas callejeras solo son, como decía Vargas Llosa, “la avanzadilla más cruda y repelente de una cultura de antigua tradición”: casi siempre, seres insignificantes y descerebrados que necesitan del odio para dibujar su personalidad. Ellos aprietan los gatillos, como Omar Mateen en Orlando, pero las balas las cargan otros. En las escuelas, en las reuniones familiares, en los púlpitos, en los periódicos y en las tribunas parlamentarias.
Toda esa ideología oxidada y retrógrada que a menudo invoca torcidamente a dios —a cualquier dios— y que tergiversa la filosofía de la naturaleza en su propio provecho es la que sirve de justificación moral a quienes matan, y cabe preguntarse si debe ser todavía amparada por la libertad de expresión. ¿Afirmar que el matrimonio de dos hombres es igual que el de un hombre y un perro es una idea o una bala introducida en un cargador? ¿Asegurar que los homosexuales son pederastas y que los niños van a clubes nocturnos de hombres para comprobar sus inclinaciones sexuales, y encontrar en ellos el infierno, son análisis de la realidad o munición de un fusil de asalto?
Tal vez es hora de establecer una ley nacional contra la homofobia como la que ya fue aprobada en Cataluña (y que el Partido Popular rechazó, como acostumbra); una ley que fije con el mayor rigor posible dónde acaba la simple mentecatez y dónde empieza el delito. Una ley que expulse de la vida pública a esos que la encanallan continuamente. El racismo no está amparado por la ley. La homofobia y el machismo no deben tampoco estarlo, pues las palabras matan. Las que escuchó en sus mezquitas Omar Mateen y las que escuchan en las homilías o leen en las cartas pastorales los feligreses de monseñor Cañizares. Palabras de ignorantes, palabras de renegados, palabras de seres que nunca fueron capaces de comprender qué es la compasión humana. Balas, en suma.
Luisgé Martín es escritor.