El gen de la felicidad

¿Tienen el elixir de la felicidad los españoles? ¿Acaso la detenta en exclusiva la Roja? ¿Saben ser felices los alemanes? ¿Lo han sido alguna vez? Quien dice los alemanes dice los finlandeses, holandeses y un pequeño etcétera sin cesar crispado y enfurruñado con ese díscolo, terco y groseramente feliz Sur. Un posible, misterioso y muy ansiado gen de la felicidad que le hace ascos sin parar a la amargura, a la prepotencia y a ese narcisismo megalómano —que acaba siempre, invariablemente, en el diván de un psicoanalista— de tantos otros, parecería estar en juego. Se dice por ahí que sólo conocerían su secreto pueblos como el español. Pueblos, o etnias que, irresponsablemente, desde terrazas llenas a rebosar, cañas en barras de bares y risas con amigos, conocidos que pasan por allí y familiares diversos parecerían querer olvidarse por unos momentos, de forma insensata, de la que se les está cayendo encima. No hace mucho, un conocido escritor y editor italiano, de paso por Madrid, salió a pasear por la noche desde su hotel y atravesó estupefacto el centro de Madrid. No daba crédito a sus ojos: entre semana, las aceras estaban llenas de gente, la algarabía era incesante y los locales de todo tipo pululaban de gente entrando y saliendo de ellos. La respuesta fue unánime: «¿Qué te esperabas? ¡Esto es España! ¡Eso que nos ahorramos en psiquiatras!». Desde luego si lo que esperaba era un país lúgubremente deprimido, abatido y lamiéndose por las esquinas las heridas de los recortes, lo tenía claro. Lo humilde, los detalles insignificantes y cotidianos, los momentos de alegría espontánea y no calculada, como decía Aldous Huxley en su obra Un mundo feliz, son los que verdaderamente conducen al elixir de esa esquiva y huidiza felicidad tan difícil de alcanzar para muchos. Las macrovaloraciones, las generalidades —añadía Huxley— «son tan sólo males intelectualmente necesarios».

Uno de los tópicos más repetidos, que aburren hasta la saciedad, acuñado despectivamente por nuestros queridos vecinos del norte es que España sólo piensa en la fiesta —término que nunca hace falta traducir, en ninguna de las lenguas—, la juerga, el pasárselo bien con una bolsa de pipas —en vez de con caviar y Moët & Chandon— en lugar de dedicarse a la cultura del esfuerzo y del trabajo serio, no tutelado ni sufragado con el sudor de los países ricos. Recientemente, como es sabido, Finlandia habría intentado por todos los medios, sin éxito, saltándose a la torera el acuerdo del Consejo Europeo, bloquear la compra de deuda de los países del euro en apuros. Eso, parecido a un triste chiste si no fuera por la gravedad de la situación, a muchos nos trajo a la memoria algo más refrescante y sin tan mala y poco solidaria animosidad. Nos hizo recordar, a los que lo habíamos leído estos últimos años, el desopilante y corrosivo sentido del humor, socarrón y antisistema del más conocido escritor actual finlandés, Arto Paasilinna. Un autor que no pocas veces ha ironizado de forma sana y jocosa sobre su estricto y no pocas veces apático y presuntuoso estado del bienestar, propio de la Europa fría que le ha visto nacer. En su novela Delicioso suicidio en grupo, proporcionaba nada más empezar unas inquietantes estadísticas nacionales: en la minúscula y falsamente arcádica Finlandia de cinco millones de habitantes, en la que en las últimas elecciones arrasó un partido ultraderechist a, ferozmente antieuropeísta, Auténticos Finlandeses, se cometen cada año mil quinientos suicidios, una de las tasas más altas de suicidios a nivel mundial, por detrás de Rusia, Corea del Sur y varias repúblicas exsoviéticas. Por otro lado, la cantidad de personas que se calcula que planean acabar con sus días en Finlandia —tema de fondo, con final feliz, de su novela— es diez veces superior a la que consigue llevarlo a cabo. En comparación a eso, hay que añadir otra cifra curiosa: los asesinatos y homicidios, propios por lo que se ve de los países de sangre caliente, roja, o como quiera llamarse, apenas llegarían al centenar de muertos.

Venciendo claramente esos recurrentes y malintencionados tópicos, repetidos como un cansino y monótono mantra, han sido puestas de manifiesto y minuciosamente analizadas en los medios internacionales algunas de las claves y potente simbolismo que se ocultan detrás del éxito, no sólo deportivo, sino personal y colectivo de una joven selección española de fútbol. Una selección que no sólo sabría ganar, y ganar batiendo récords nunca vistos, sino ofrecer un ejemplo a seguir para todos, no sólo para los más jóvenes, en un continente salvajemente sacudido por la crisis. Un momento en el que, por otro lado, sería totalmente lícito el desánimo propio de sociedades y países que atraviesan grandísimas dificultades. El famoso «trabajo de equipo» de este compacto conjunto, férreamente unido y coordinado, está guiado por un apacible, nada fatuo y muy sensato entrenador, que viste muchas veces orgullosamente su chándal de trabajo —en lugar del último modelo escuchimizado de Hugo Boss— y que es como alguien de la familia para todo un país. El tío, el padre o el abuelo con el que pasas la tarde del domingo en el salón de tu casa. Alguien que tutela un equipo de genios totalmente ausente de estrellas, divos o patologías a reseñar, que lo primero que hace al ganar es correr a fotografiarse con sus niños al alcanzar, como lo más normal del mundo, un logro inimaginable.

A lo mejor, como dice el francés André Comte-sponville, uno de los autores contemporáneos que mejor y más dignamente han puesto la filosofía al alcance de todos en libros como El placer de vivir o La fe-licidad, desesperadamente, a lo mejor, como mantiene este filósofo humanista, muy apreciado por su claridad expositiva, la sabiduría tan sólo consistiría en vivir de veras, «en lugar de esperar vivir». Es decir, en no esperar a tener un éxito tan histórico y redondo como la Roja, no esperar a batir ni poner de rodillas en dos días unas primas de riesgo intratables y no esperar a que caigan del cielo, como por milagro, unos trabajos que lamentablemente, durante bastante tiempo aún, tendrán que irse rebañando, aquí y allá, donde se pueda, como bien se sabe en este sufrido pueblo de antiguos y sacrificados emigrantes que un día fuimos. Si no, que se lo pregunten a los irlandeses, que sufrieron el mismo camino meteórico, de ida y vuelta, desde el milagro económico a ser tratados como unos patéticos mendicantes. Unos mendicantes que, de todos modos, nunca dejaban de tener puesta la vista, maniáticamente, en el disfrute cada día y en esos invisibles, minúsculos placeres, que proporciona a diario esa escurridiza felicidad asaltada por sorpresa.

Mercedes Monmany, escritora.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *