El genocidio guatemalteco, ante la justicia española

Por Prudencio García, investigador del INACS, ex miembro del equipo de expertos internacionales de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU sobre Guatemala y autor de El genocidio de Guatemala a la luz de la sociología militar, 2005 (EL PAÍS, 11/11/05):

Una vez más, la justicia española -como ya lo hizo en 1998- se sitúa en cabeza en la larga lucha contra los delitos de lesa humanidad en el ámbito mundial, en su persecución de tales delitos por encima de fronteras y regímenes. La sentencia del Tribunal Constitucional del pasado 6 de octubre, que asume la capacidad jurisdiccional de la Justicia española respecto a los crímenes perpetrados en Guatemala por los gobiernos militares de aquel país en pasadas décadas, especialmente entre 1978 y 1986, reviste una extraordinaria importancia nacional e internacional. En primer lugar, porque viene a contradecir y corregir sendas sentencias restrictivas de la Audiencia Nacional (2000) y del Tribunal Supremo (2003), que no reconocían tal jurisdicción y que ahora resultan anuladas. Y, en segundo lugar, pero superior en importancia, porque reafirma un principio básico -el de Justicia Universal-, al establecer su primacía sobre los intereses nacionales (por ejemplo la existencia de víctimas españolas), proclamando, en consecuencia, que los delitos de lesa humanidad como el genocidio pueden y deben ser perseguidos por la justicia española, con independencia de que las víctimas sean españolas o no.

¿Qué significa esta sentencia y cómo se ha llegado a ella, después del notable retroceso producido entre los años 2000 y 2004? Resulta obligado remontarse a aquella fecha histórica, pero muy poco lejana: el día 30 de octubre de 1998. Aquella noche, la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, por unanimidad de sus once magistrados, tomaba la trascendental decisión de asumir la competencia de la justicia española para juzgar las grandes violaciones de derechos humanos cometidas por las dictaduras militares argentina y chilena contra víctimas de muy distintas nacionalidades (autos respectivos de 4 y 5 de noviembre), al amparo de los Convenios Internacionales contra la Tortura y contra el Genocidio, y de nuestra propia Ley Orgánica del Poder Judicial.

Los conocidos casos del dictador chileno Augusto Pinochet (definitivamente acorralado, hundido y humillado dentro y fuera de su país) y de los dos criminales argentinos de la Esma, Adolfo Scilingo (ya condenado a más de seis siglos de prisión por la Audiencia Nacional) y Ricardo Miguel Cavallo (a punto de comparecer ante ella) constituyen otros tantos golpes contra la impunidad imperante por tantos años en el Cono Sur. Resultados innegables, y no precisamente despreciables, directamente derivados de aquel decisivo pronunciamiento judicial.

Sin embargo, aún quedaba lamentablemente intacto el gran tema que ahora nos ocupa. El gran drama, la terrible tragedia que clama al cielo desde décadas atrás: Guatemala. Las atrocidades cometidas por aquel Ejército centroamericano durante varias décadas, con sus máximos horrores especialmente concentrados en un período concreto que la reciente sentencia sitúa entre 1978 y 1986, es decir, en el genocidio perpetrado contra la población maya, superan todo lo conocido en Chile, Argentina, El Salvador y cualquier otra de las dictaduras militares padecidas por América Latina en aquellas décadas de los 70 y 80 del siglo XX.

Pues bien: pese a los horrores exhaustivamente documentados por la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, con su calificación técnica de genocidio propiamente dicho y con su cifra de víctimas mortales por encima de 200.000, pese a estas tremendas evidencias, las denuncias presentadas en Madrid en 1999 por Rigoberta Menchú y diversas instituciones contra altos responsables de algunos de aquellos delitos de lesa humanidad dieron lugar a la sentencia de la Audiencia Nacional de 13-12-2000, que consistió en negar la jurisdicción española para tales crímenes.

¿Qué ha ocurrido desde aquella sentencia? Recurrida ésta ante el Tribunal Supremo, éste, en su pronunciamiento de 25-2-2003, volvió a negar la jurisdicción española para aquellos crímenes, salvo que existieran víctimas españolas que establecieran "un vínculo de conexión". Nuevo jarro de agua fría para las organizaciones de derechos humanos y nuevo factor de tranquilidad para los peores criminales centroamericanos. El concepto de Justicia Universal quedaba nuevamente postergado, sometido a la existencia o no de algún "vínculo" suficiente o de otros requisitos prácticamente imposibles de cumplir. Pero ya el resultado de la votación evidenciaba la debilidad de aquel pronunciamiento del Supremo, que dividió a sus magistrados prácticamente por la mitad: ocho votos contra siete.

Llegamos al momento actual. La sentencia del Constitucional, restableciendo la primacía del principio de Justicia Universal para los delitos de lesa humanidad (sin necesidad de "vínculos de conexión" u otros requisitos restrictivos) nos reintegra a la esperanzadora situación de 1998, pero sumamente fortalecida, al verse respaldada por nuestro más alto tribunal. Recordemos, por añadidura, que el Tribunal Penal Internacional de La Haya no puede ni podrá ocuparse nunca de aquellos crímenes, por carecer de facultades retroactivas y tratarse de hechos muy anteriores a su puesta en vigor el 1 de julio de 2002. Ello acentúa la validez, necesidad e importancia objetiva de este pronunciamiento de nuestro Tribunal Constitucional.

Ante esta sentencia se alzan ahora las mismas voces que ya se alzaron en 1998, y ante las primeras denuncias de 1996. Los sectores conservadores jurídicos y sociales clamaron entonces con argumentos como éstos: "¿Qué sentido tiene que la justicia española asuma la responsabilidad de juzgar crímenes cometidos hace décadas a miles de kilómetros de distancia? ¿Es que esos países no tienen su propio sistema judicial?". Y señalando la supuesta falacia de tal pretensión, la calificaban de "una pose puramente estética, un brindis al sol, un gesto de nula efectividad." (Ahora acaban de añadir otro concepto aún más peyorativo: "megalomanía").

Nada más falso. Logros tan reales y efectivos como los conseguidos en los ya citados casos de Pinochet, Scilingo y Cavallo, ¿acaso pueden ser calificados como una "pose" o un "brindis al sol"? ¿Acaso son fruto de la "megalomanía" de algún juez o de algún tribunal? ¿Había que haber dejado al implacable dictador chileno vivir en el confort de su impunidad absoluta hasta su muerte, y a los dos criminales de la Esma seguir instalados en aquella impunidad que disfrutaron durante tantos años? ¿Había que renunciar a perseguir a los grandes genocidas de Guatemala con el ridículo argumento de que la Audiencia Nacional podría verse inundada de denuncias contra otros genocidas africanos, asiáticos o polinésicos?

"O todos o ninguno", afirman con su falsa ecuanimidad los acérrimos defensores de la impunidad. Como todos sabemos y asumimos, en términos realistas, nunca podrán ser capturados y castigados todos los grandes criminales y genocidas del mundo. Aprovechando esta limitación, muy cierta, los detractores de la Justicia Universal nos dicen que no está bien juzgar a unos sí y a otros no, sino que la solución ecuánime consiste en que, al no poder hacerlo con todos, no capturemos ni juzguemos a ninguno. Con ello, aquel o todos o ninguno desemboca en forzosamente ninguno, convirtiéndose en un poderoso argumento a favor de la más ignominiosa y permanente impunidad.

No picaremos ese anzuelo. Frente al argumento de "dejemos en paz y libertad a los grandes criminales que gozan de impunidad en su propio país, puesto que nunca podremos capturarlos a todos", seguiremos propugnando la posición de las organizaciones defensoras de los derechos humanos, que no es otra que ésta: capturemos y juzguemos, siempre que nos resulte posible, mediante los legítimos mecanismos de la justicia extraterritorial, a aquellos grandes criminales y genocidas que consiguen eludir la tantas veces débil e inoperante justicia territorial. Hagámoslo incluso sabiendo que nunca conseguiremos capturarlos y castigarlos en su totalidad. Apliquemos en la práctica los Convenios Internacionales contra el Genocidio y contra la Tortura, que nos hemos comprometido a cumplir, y que nos obligan -en su espíritu y su letra- a perseguir y castigar esos infames delitos en cualquier lugar del mundo, promoviendo el avance -aunque inevitablemente lento, incompleto e imperfecto- del principio de Justicia Universal.