El Gobierno de los gandules

Solo una holgazanería antológica, una flojedad paralizante, explica que en quince meses no haya elaborado el Gobierno una normativa manejable para este tramo de la pandemia. Iba de suyo que haría falta, ellos mismos se comprometieron a realizar el trabajo. Así se conducen los indolentes con lagunas de entusiasmo. Hoy te anuncian ambiciosos planes, que en el pico de la euforia llegan a dibujar la España de 2050, y mañana vuelven a remolonear, los camastrones.

Tras sus promesas apresuradas, que lanzan con convicción digna de mejor causa, se sumen de manera indefectible en la desidia a la que pertenecen. O a lo mejor es que Iván Redondo, vicepresidente ejecutivo sin cartera, tan aficionado a la televisión como para apropiarse diálogos de series, vio aquel programa de la BBC que invitaba a imitar a los perezosos: «La energía es muy importante para los animales. Si la quieres conservar, cuanto más lentamente te muevas, mejor». Nos referimos, claro, al folívoro, bestezuela neotropical. Puesto que «evolucionaron para ser extremadamente lentos», y eso les permite, de algún modo, evadir a los depredadores, dejaremos entreabierta la puerta a la posibilidad de que se trate de una estrategia.

Cuando la parca, con su guadaña vírica, segaba vidas por decenas de miles, el Gobierno interpretó la escabechina como una oportunidad política. Ya saben: los aplausos en los balcones, válvula de escape de tanto miedo y angustia contenidos, se los atribuía el sanchismo como un reconocimiento a su trabajo. Porque el sanchismo se basa en la premisa de que del pueblo se aprovecha todo, como del cerdo. Pero sobre todo el miedo, que roba el alma, trastoca las conductas, reordena las prioridades. Ya lo dijo Redondo: «Son las emociones, estúpido». No pierde ocasión de parafrasear mal una locución inglesa: ‘estúpido’ es más insultante que ‘stupid’.

En aquel tiempo de emociones, miedo en aplausos, miedo en autocensuras, miedo en conserva, el sanchismo combinó el estado de alarma con un Aló Presidente tan vacuo como el original, aunque menos amenazante en las formas. El negociado de amenazas se lo había dejado a su vicepresidente Iglesias, el de arrullar al pueblo era cosa de Simonilla -hasta que Illa desplegó su conocido efecto de petardo mojado- y el de adecuar la legislación a la nueva realidad, a nadie. De ahí este vacío legal, esta laguna jurídica, laguna Estigia dadas las circunstancias.

En la siguiente etapa, las cosas se pusieron demasiado feas para el maniquí de La Moncloa, que se había puesto estupendo: «Hemos vencido al virus». Hace ahora un año de la proclama y aquí seguimos, embozados. Es el caso que Sánchez y Redondo, Demoliciones S.A., a iniciativa probablemente del segundo, compraron la moto averiada de que ‘crisis’ significa ‘oportunidad’ en chino y vieron llegado el momento de derivar toda la responsabilidad a las comunidades autónomas. Una temeridad que, amén de eludir problemas, les iba a permitir cebarse con Madrid para arrebatarle de una vez la Puerta del Sol a la derecha, las derechas, las derechas extremas, las ultraderechas, o cualquier otra etiqueta del día. Las semanas previas al ridículo efecto Illa nos dejaron en la hemeroteca la historia de un ensañamiento sin precedentes.

Después, el debate electoral madrileño demostró hasta qué punto la izquierda fiaba sus expectativas al señalamiento de Ayuso como culpable de todos los males sanitarios. Para su desgracia, doña Isabel ya estaba siendo tomada como ejemplo a esas alturas en medios internacionales por demostrar que protegerse del virus no estaba necesariamente ligado a arruinarse. Por no mencionar la labor en Ifema, la erección del Zendal y, sobre todo, la presencia de ánimo de la presidenta de Madrid para plantear ella solita una enmienda a la totalidad del sanchismo y una alternativa de gestión palmaria y tangible.

La pérfida decisión sanchista de aprovechar la pandemia y las emociones ligadas a ella con fines políticos, la estúpida (aquí sí) estrategia de ideologizarlo todo en la convicción de que el pueblo creerá más en lo que cuente el régimen que en lo que vea con sus propios ojos, no solo han acabado desprestigiado al Gobierno, no solo han provocado verdadera inquina en el personal, sino que han postergado y postergado la normativa que ahora hace falta para capear las nuevas olas, los rebotes, las réplicas del terremoto.

La perfidia es compatible con la recta gestión de ciertos asuntos. Del mismo modo que las peores tiranías pueden hacer buenas autopistas, esta dictadura constitucional podría haber llevado con diligencia la coordinación sanitaria dotando de las herramientas adecuadas a los poderes autonómicos para que no sea la Justicia la que acabe gobernando la Sanidad. Pero no lo ha hecho por el factor estupidez, que sí es incompatible con el bien común. El estúpido lo es todo el día, recuerden. El estúpido no prevé. Y cuando cree hacerlo, se marca un sueño húmedo de sostenibilidad, digitalización, políticas inclusivas y demás zarandajas sin traducción en la realidad. O con una sola traducción: masiva subida de impuestos.

Es ver las caras del Consejo de Ministros y acordarme del célebre poema Cansera, de Vicente Medina. Sé que el trágico personaje del murciano no guarda relación con los jerarcas sanchistas, pero ciertos versos se adhieren en mi mente a las caras de Darias, de Laya, de Garzón, de Castells: «Pa qué quiés que vaya [...] Anda tú si quieres, que a mí no me quea ni un soplo d’aliento, ni una onza de juerza [...] No te canses que no me remuevo; anda tú, si quieres, y éjame que duerma [...] ¡Tengo una cansera!».

Juan Carlos Girauta

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