Hace unas semanas Manuel Valls fijó mi atención en una entrevista que Gabriel Rufián hizo a Jaume Roures en su programa La Fábrica, remedo de La Tuerka de Pablo Iglesias. Valls presentó, en Twitter, esa conversación como "ejemplo de odio a España y a la democracia". Y, a medida que fui escuchándola, me pareció que se quedaba corto, si bien Rufián, en su reciente deriva hacia la contención verbal, se limitaba a mostrar la patente satisfacción que le producían los delirios de su interlocutor.
Poniendo la venda antes que la herida, advertiré que lo que menos me perturbó fue que el multimillonario que impulsa la violenta revolución catalana me tildara de "destructor del periodismo". Lo único significativo era que ese fuera el adjetivo que su subconsciente le había puesto en la punta de la lengua. Por lo demás, toda la conversación estaba trufada de vituperios contra el "periodismo español" en general y contra colegas de tan diverso significado como Ferreras, Susanna Griso, Nacho Escolar o Inda.
Lo verdaderamente inquietante era el contraste entre la figura hierática de aquel hombre con gafas de concha, barba rala, rostro impenetrable y desaliño indumentario que, sin mover apenas las manos, esbozaba muecas que nunca terminaban de convertirse en sonrisas, para aderezar la sucesión de baladronadas infantiloides que componían su discurso.
Según Roures, en la España constitucional no hay "separación de poderes" sino "división del trabajo" entre la Monarquía, el Gobierno, el Constitucional, el Supremo y la Policía. A esta última le corresponde "rematarlo (sic), en el pleno sentido de la palabra". Por eso, no hay otra respuesta a la demanda de autodeterminación de Cataluña sino la represión; y por eso, "todo estaba decidido" antes de que comenzara el juicio del procés.
¿Y cuáles son las pruebas que avalan tan profunda reflexión? Pues que la jueza Lamela "se dedicaba a jugar con el móvil", mientras tomaba declaración a los líderes separatistas; que entre los miembros del TC que tumbaron el Estatut había uno al que "detuvieron cuando iba en moto, sin casco y borracho"; o que la Sala Segunda habría confundido en su sentencia a una ex consejera de Puigdemont con otra. "¡Qué jeta tenéis!", llega a exclamar, eso sí, sin levantar la voz, refiriéndose a Marchena y sus compañeros del tribunal.
Poco a poco, las burdas falacias de aquel individuo, grotesco en su simplicidad, derivaron en elogios al autodenominado Tsunami Democrático, cuya financiación se le atribuye. ¿A quién me recordaba Roures?
Enseguida, las burlas contra el Estado y las instituciones se trocaron en llamamientos a la "movilización" y la "desobediencia" porque "cuatro diputados", a base de iniciativas parlamentarias, "nunca han cambiado nada". La mueca fue entonces de paternal condescendencia hacia Rufián. Y mi inquietud era ya abierta desazón porque todo encajaba en una imagen que tenía en la retina y yo no lograba identificarla.
La luz se hizo cuando Roures deletreó con regodeo, a modo de resumen, la palabra mágica del separatismo que, teóricamente, debería resultar detestable para quien se sigue reivindicando comunista como él: "So-be-ra-nía". Era el Joker. Roures es el Joker del procés y esa conversación, el correlato de la entrevista televisiva en la que el personaje que tan magistralmente interpreta Joaquín Phoenix, en la película premiada en Venecia, desata la ola de violencia, pillaje y caos que enseguida sacude las calles de Gotham City.
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No es que temiera por la vida de Rufián -el Joker descerraja la tapa de los sesos a su entrevistador-, pero me había dado cuenta de cuál era la pulsión íntima de este individuo que la Guardia Civil definió, en su informe al juez Llarena, como "elemento capital" y miembro del "Comité Ejecutivo" del proceso sedicioso que desencadenó el 1-O en Cataluña.
Comentando la entrevista, uno de los colegas mencionados me definió hace poco a Roures, habiéndolo conocido muy de cerca, como "un millonario antisocial y resentido, sin límites morales, para el que el procés es su manera de hacer la revolución". Todas las palabras son certeras y elocuentes, pero la verdaderamente esclarecedora, en la medida en la que le enlaza sólidamente con el Joker, es la que se refiere al "resentimiento" de Roures.
Él mismo ha hecho referencia en diversas entrevistas a su infancia en el barcelonés barrio del Raval de la postguerra, infestado por la prostitución y las drogas. "No tengo padre, sólo madre", explicó a Vanity Fair. Y añadió, para no entrar en detalles: "No quiero que esto se convierta en una historia lacrimógena".
En torno a esa dicotomía, la ausencia del padre, la relación conflictiva con la madre, transcurre la "historia" de Arthur Fleck, "lacrimógena" a más no poder. Es una historia nihilista de sexo, crueldad, demencia y dolor, en la que el capitalismo es el culpable. Por eso, al convertirse en el Joker, Arthur exclama, deleitándose en el ajuste de cuentas con la sociedad que le oprimió en su entorno más íntimo: "Antes creía que mi vida era una tragedia, pero me he dado cuenta de que es una comedia".
Desde su más temprana adolescencia, Roures ha buscado ese ajuste de cuentas. Primero militando en grupúsculos de extrema izquierda, en los que era conocido como "El Melan" (por melancólico). Luego dando, supuestamente, cobertura al comando de ETA que, tras haber secuestrado al industrial Orbegozo, trataba de reconstruir su estructura en Barcelona. Después, trasladándose a la Nicaragua sandinista en busca de inspiración. A continuación, buscando el poder, a través de los medios de comunicación -de productor de TV3 a fundador de Público y La Sexta- y el dinero, a través de los derechos del fútbol. Y en el último tramo de una vida, dedicada al agit-prop contra el sistema, produciendo documentales, instalando centros de prensa y gestando complicidades en pro, no tanto de la independencia de Cataluña, como de la destrucción de España.
Sus relaciones peligrosas o, al menos embarazosas, con los magnates qataríes y chinos denotan la falta de "límites" que mencionaba mi colega. Para Roures pecunia non olet. Y menos si luego sirve para echar gasolina al fuego purificador que debe destruir el orden establecido que tanto detesta. Que el FBI le investigara por los sobornos del 'Fifagate' y que tuviera que pagar 20 millones en su acuerdo para zanjar el caso con la fiscalía estadounidense no son sino los daños colaterales de tan temerario juego.
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No es difícil imaginar el deleite de Roures ante el proceso de formación de lo que en la práctica lleva camino de ser un gobierno tripartito del PSOE, Podemos y ERC, aunque esta ejerza su poder de veto y control desde fuera. De hecho, él fue el artífice de la famosa cena en su casa del sábado 26 de agosto de 2017, en la que Pablo Iglesias y Oriol Junqueras casaron sus estrategias para utilizar el proceso soberanista catalán como ariete contra el "régimen del 78". Uno de los hombres clave del llamado "Estado Mayor" separatista, el editor Oriol Soler, hizo de capellán, al bendecir el encuentro, a modo de gran cumbre del resentimiento.
Pocas horas antes, el Rey Felipe había tenido que soportar, en la manifestación contra los atentados de Barcelona, los gritos que le vinculaban con la venta de armas a las monarquías del Golfo, patrocinadoras del terrorismo. No cabe mayor sarcasmo, pues uno de los reunidos para tratar de derrocarle mantenía y mantiene estrechos lazos con los ayatolás iraníes y el anfitrión era y es socio privilegiado de los jeques qataríes.
No importa que, como escribía Pedro Insua este viernes en EL ESPAÑOL, "la idea de nación fragmentaria se haya promovido precisamente para neutralizar, desmovilizar y disolver el comunismo". Iglesias y Roures bien podían aparcar esa contradicción, a cambio del servicio impagable que el separatismo catalán está prestando a todos quienes anhelan desestabilizar a España y a la UE. De ahí el papel que el Kremlin viene jugando en el estímulo del procés, mediante la manipulación de las redes sociales, tal y como está empezando a descubrir la Audiencia Nacional.
Sostres definió con precisión quirúrgica a Roures como "un ser dolorido que busca calmarse causando dolor a los demás". La suma entre el "pacto del insomnio" y el reo de Lledoners garantiza ese efecto en grado superlativo. Nada tan lógico como que Sánchez acepte como interlocutor válido de la negociación al que fuera número dos de Junqueras, José María Jové, imputado por organizar la sedición del 1-O. Su blanqueamiento es ya, de por sí, un gran paso hacia la investidura.
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Al principio, Sánchez se creerá su propia fantasía de que va a gestionar un gobierno socialdemócrata, capaz de aplicar recetas keynesianas para reavivar la economía, sin romper la disciplina fiscal. Luego no le saldrán las cuentas. Ni las de Bruselas, ni las de la opinión pública. De hecho ya hay más españoles que, antes de que se configure ese ejecutivo, prefieren unas terceras elecciones.
Entonces emprenderá la huida hacia delante, a base de crecientes concesiones a sus socios formales y encubiertos. Su correligionario García Page lo ha clavado con ese retrato del médico que cree que para curar una enfermedad debe infectarse con ella.
Lo que se avecina es la polarización y el frentismo. La crispación en el Parlamento y la violencia en la calle. El empobrecimiento y la ira. El bloqueo de nuestra fábrica social, en suma. Podemos tensará la cuerda y Vox se frotará las manos. El Joker bailará de satisfacción en medio del caos, canturreando la frase de Tiberio que impulsó al doctor Marañón a presentar su biografía como la "historia de un resentimiento": "¡Después de mí, que el fuego haga desaparecer la Tierra!".
Pedro J. Ramírez, director de El Español.