El Gobierno necesario

Por Trinidad Jiménez, portavoz del PSOE en el Ayuntamiento de Madrid y miembro de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE (EL PAIS, 22/01/04):

"La política es el arte de gobernar el espacio público que compartimos". Esta es una frase que he oído repetir a Felipe González en numerosas ocasiones, tantas que la he aprendido de memoria. Pero, además, me he llegado a convencer de que es una reflexión que podría orientar un proyecto de país y cualquier iniciativa de todo gobierno o, mejor dicho, de todo buen gobierno. No todo el mundo -como es notorio- está en condiciones de gobernar el espacio público.

En primer lugar, hay que ser consciente de la pluralidad y diversidad existente. Hay que saber muy bien armonizar intereses contrapuestos e, incluso, contradictorios. Hay que estar situado en un escenario que trascienda el plano nacional para ser capaz de ofrecer respuestas sólidas y de futuro. Y hay que tener muy claro, por último, para qué y para quién se gobierna. Todas estas cosas, simples pero difíciles de perfilar, configurarían el discurso político fundamental para gobernar una sociedad compleja. De esta forma el presidente de Gobierno sería algo así como un director de orquesta que, con una partitura en la mano, haría sonar a los distintos instrumentos que componen el grupo. Sensibilidad, sentido de la armonía, equilibrio y visión de conjunto serían los requisitos básicos inexcusables para ser elegido por los ciudadanos y dirigir un país. ¡Parece mentira que la realidad desmienta de forma tan rotunda estas afirmaciones!

Sería difícil encontrar un momento de nuestra historia democrática en que un Gobierno haya creado tantas tensiones y crispación en la vida pública, que haya provocado un retroceso tan grave en aspectos tan importantes como la justicia, la política exterior o la política territorial, como lo ha hecho el Partido Popular. Sería difícil imaginar cuando discutíamos la Constitución que, 25 años más tarde, el legítimo derecho a la discrepancia fuera objeto de una descalificación permanente. Que el ejercicio de la libertad estuviera bajo sospecha. Que la vieja aspiración a la igualdad haya quedado reservada para unos pocos. Y que, en definitiva, el marco fundamental para la convivencia en paz de todos los españoles pudiera ser utilizado de forma tan indigna y perjudicial para los intereses colectivos.

Ante una nueva convocatoria electoral algunos podrán mostrar indiferencia e, incluso, llegar a decir que no les importa quién gane las elecciones. Probablemente no irán a votar. Otros se manifestarán firmes partidarios del modelo Aznar y votarán al PP en todo caso. Un sector muy consolidado de nuestra sociedad volverá a ofrecer su apoyo al partido socialista. Y un grupo importante (aún sin determinar) está esperando a que un partido le haga recuperar la ilusión y confianza necesaria para darle su voto. A todos ellos habría que decirles lo mucho que nos jugamos en estas elecciones. Todos, con independencia de lo que hubiéramos votado en el pasado, deberíamos saber que los próximos años serán decisivos para abordar los retos que tenemos como país, tanto en el plano interno como externo.

Para empezar, necesitamos un Gobierno que sea capaz de entender la diversidad y garantice la unidad, que sea capaz de respetar -y no sólo tolerar- las distintas identidades y que tenga la voluntad clara de comprender al que es diferente. Este punto de partida se convierte en la clave para ordenar la convivencia, tanto desde el punto de vista de la relación entre el centro y la periferia, como para la comprensión de nuestro Estado complejo. Pero, además, necesitamos un Gobierno que esté en condiciones de armonizar esa diversidad y que entienda el gobierno como un ejercicio de inclusión de todos en el conjunto. Que sea capaz de entender que todos formamos parte de España, aunque tengamos una idea diferente de sentirnos españoles. Esto le obligaría a algo que resulta imprescindible y urgente en este momento: a recuperar el diálogo institucional perdido. Los principios de colaboración, cooperación y coordinación serían, desde este punto de vista, elementos fundamentales para el normal funcionamiento de todas

las instituciones y administraciones.

Necesitamos un Gobierno que esté preparado para el importante desafío que supone el fenómeno migratorio, un Gobierno que no vea a los emigrantes como un problema, sino como una oportunidad. Que siente las bases para la integración de un colectivo cada vez más numeroso y que requiere políticas públicas concretas. Que evite el choque que supone el encuentro entre culturas diferentes, que no permita que la marginalidad en la que se encuentran tantos emigrantes provoque el rechazo de la sociedad de acogida. Que haga pedagogía para que la nueva sociedad que empieza a emerger sea contemplada desde el enriquecimiento que suponen las aportaciones que nos llegan desde el exterior. Desconocer esta nueva realidad, volver la cabeza hacia otro lado y dejar que la situación se resuelva sola sería una enorme irresponsabilidad.

Necesitamos un Gobierno que sea consciente de la importancia de incorporar a nuestro país a la sociedad de la información, a las nuevas tecnologías, al conocimiento, en suma. Que no permita que el diferencial de desarrollo con el resto de Europa y con Estados Unidos se agrande en este campo, que asuma que para lograr una mayor competitividad de nuestra economía tendría que hacer un enorme esfuerzo en investigación y desarrollo. Ahí estará la clave de nuestro futuro económico.

Pero quizás sea en política exterior donde tenga una mayor preocupación. Cuesta mucho esfuerzo pero también mucho tiempo construir una política exterior sólida, estable y de prestigio. Y, sin embargo, cuesta muy poco acabar con la misma. Para mantener una posición que sea respetada en el conjunto internacional hay que hacer aportaciones constructivas en los momentos delicados y difíciles, hay que ser solidarios en el conjunto y coherentes en la defensa de los intereses que nos son propios. Y para ser respetados debemos exigir siempre un trato "entre iguales", con independencia del PIB con el que nos estemos midiendo. España siempre ha tenido una relación privilegiada con América Latina, relación que viene marcada por nuestra historia y por todo lo que esa historia nos ha traído a lo largo de los años: lengua y cultura común, lazos económicos y académicos, intercambio permanente, mestizaje y un ser que nos identifica. ¿Cómo podemos estar tan ciegos de abandonar esta enorme potencia de presente y futuro? La primera prioridad debería ser restablecer una relación estrecha con América Latina. Y, en el mismo sentido, recuperar nuestros vínculos con los países del Mediterráneo y Oriente Próximo. Hemos jugado un importante papel en muchos momentos de nuestra historia, se requería nuestra presencia y capacidad de arbitraje en los distintos conflictos y, sin embargo, hoy algunos de esos países nos miran con desconfianza. Bastaría con haber utilizado un manual básico de relaciones entre vecinos.

Pero quizás sea en la apuesta europea donde tengamos que poner nuestro mayor empeño en los próximos años, no sólo porque quiera manifestar un fuerte sentimiento europeísta, sino porque será la integración en conjuntos supranacionales el escenario futuro de la política. La globalización nos ha traído muchos cambios y aún nos deberá traer más, sobre todo en el ámbito de la política. Se empiezan a desdibujar las fronteras, cambia el concepto de soberanía, se transfieren competencias nacionales a instancias internacionales y determinados asuntos, como la seguridad, empiezan a ser asuntos globales. En esta situación, la mejor respuesta sería compartir soberanía y así ser más soberanos, más fuertes, en el conjunto. De tal modo que buscáramos un equilibrio internacional fundado en poderes regionales capaces de ofrecer soluciones para sus problemas propios y los desafíos globales. Es evidente que este nuevo paradigma deberá estar estrechamente vinculado a la configuración de un nuevo orden internacional multilateral que se presente como alternativa al unilateralismo ejercido por Estados Unidos. Hablamos, sencillamente, de equilibrio entre poderes.

Pues bien, nada de lo anteriormente expresado parece que haya sido entendido por el Partido Popular y -lo que es más grave- demuestra una escasa voluntad por entenderlo. De ahí que insista en lo mucho que nos jugamos ante las próximas elecciones y la necesidad de transmitir al electorado la importancia de su participación. Hace unos días José Luis Rodríguez Zapatero decía que el partido socialista era el partido que más se parece a España. No era una frase retórica, era la expresión de una convicción, de un compromiso, de la obligación que sentimos de representar aquello que somos y aquello con lo que se nos identifica. Y me atrevo a decirlo (sin ánimo excluyente): el partido que está en mejores condiciones de afrontar la nueva realidad interna e internacional de España es el partido socialista.

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