El Gobierno y su plan de regeneración

El pasado viernes 20 de septiembre se presentaron por el Gobierno nada menos que 40 medidas de regeneración política, (Plan de Regeneración Democrática) producto de un informe elaborado por el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (CEPC) rigurosamente confidencial aunque está elaborado por un organismo público (que depende del Ministerio de la Presidencia) con dinero del contribuyente. A lo mejor están esperando a que se apruebe la Ley de Transparencia para publicarlo.

La primera reflexión es que el Gobierno que aseguraba hasta hace dos minutos que España no tiene un problema de corrupción ha cambiado de opinión. Algo es algo, teniendo en cuenta que su presidente ha afirmado en el Parlamento el uno de agosto pasado que desconocía lo que estaba pasando con la financiación de su partido durante más de dos décadas y que si defendió con tanto ahínco al tesorero Luis Bárcenas es porque él es una buena persona (el presidente, no el tesorero). Reconocerán conmigo que para un Gobierno de este tipo instalado en una realidad paralela este reconocimiento ya es un gran avance.

Aunque el reconocimiento, bien es verdad, es de tipo implícito y se deriva del propio análisis de las medidas en cuestión. Si no hubiera un problema profundo de corrupción ligado a la financiación irregular de los partidos políticos a cambio de favores y dinero del sector público este tipo de medidas carecería de objeto. Efectivamente, su sola lectura pone los pelos de punta.

La segunda reflexión es que el Gobierno carece de credibilidad para luchar en serio contra la corrupción, dado que uno de sus principales epicentros está en la sede del PP. Problema que comparte con la mayoría de los viejos partidos, todos ellos afectados por casos de corrupción endémicos ligados a su financiación irregular. Por esa razón las medidas que se proponen (como ocurrió también en los años 90 en el que el mismo CEPC elaboró otro informe similar) son siempre a futuro, nunca se refieren al presente y nunca tienen la menor conexión con la depuración de las responsabilidades políticas y jurídicas aquí y ahora. Así puede afirmar el Gobierno que estas medidas no tienen nada que ver con el caso Bárcenas. Efectivamente, los casos ERE, Bárcenas, Palau y tantos otros que afectan a los viejos partidos son paradigmáticos en la medida en que en ninguno de ellos se ha depurado ninguna responsabilidad política (la dimisión de Griñán para dar paso a una sucesora elegida a dedo e irse a aforar al Senado no puede considerarse seriamente un caso de asunción de responsabilidades) y queda por ver si será posible depurar alguna responsabilidad jurídica o judicial y cuándo.

En definitiva, como dice César Molinas, en España lo peculiar no es que haya mucha corrupción, sino que no se depuran nunca las responsabilidades derivadas de la corrupción. Ni las políticas, ni las jurídicas ni siquiera las «reputacionales» de manera que el Banco Santander puede contratar como gran fichaje a un ex político imputado (y por el caso Bankia precisamente) sin que tiemblen los mercados y huyan los clientes y accionistas despavoridos. Yo añadiría otra peculiaridad, que nos diferencia (todavía) de otros países tercermundistas: tenemos infinidad de herramientas legales e institucionales formalmente diseñadas para depurar estas responsabilidades, lo que pasa es que no funcionan. Algunas, la mayoría, han sido inutilizadas por los partidos políticos, mediante la captura de instituciones tan relevantes a estos efectos como el Tribunal de Cuentas, que no ha sancionado nunca a un partido político y no será por falta de oportunidades. En otros casos, la inutilización procede tanto de un mal diseño formal de los mecanismos de control (procesos interminables, excesivamente garantistas y formalistas, etc, etc) como del desistimiento o complicidad de los funcionarios al frente. Por último, siempre queda practicar la obstrucción sistemática de los pocos mecanismos que todavía funcionan, especialmente los judiciales.

La tercera reflexión es que las medidas que se proponen siempre son de papel, por esa querencia al BOE que tiene nuestra clase política. La solución para todo mal es siempre un torrente normativo, olvidando aquel adagio latino atribuido a Tácito plurimae leges, corruptissima república, cuantas más leyes tiene un Estado, más corrupto es. He perdido la cuenta de las veces que se ha reformado el Código Penal para «endurecer» las penas contra la corrupción, definir mejor tipos penales «dudosos» (especialmente para los que los han cometido), etc, etc. Tampoco llevo ya la cuenta de los códigos de conducta aprobados en el seno de los partidos, en el sector público, en el privado y en el mediopensionista. Por poner un ejemplo, la Ley de Financiación de Partidos ha sido modificada por última vez en mayo del 2012, aunque es verdad que todavía Bárcenas no había empezado a cantar.

A estas alturas, no parece que ninguna de estas medidas normativas haya sido muy efectiva. La cantinela de siempre «la normativa no lo prevé o es insuficiente» o la más novedosa «es legal aunque sea inmoral» (veáse la reciente sentencia del Tribunal Supremo en el caso de Yolanda Barcina, por ejemplo) es muchas veces una excusa para no depurar las clarísimas responsabilidades presentes. No hay que hacer un código de conducta para el sector público para saber que contratar a parientes o amigos para puestos públicos sin la preparación debida y sin transparencia y concurrencia está mal, lo dice la Constitución, las leyes administrativas, el sentido común y hasta la simple decencia. Tampoco otro para el sector privado explicando que contratar a un político o familiar del Rey que está imputado es incorrecto, de hecho este tipo de códigos ya existen y sencillamente no se cumplen. Lo que sucede es que este tipo de conductas no tienen sanción alguna, ni moral, ni jurídica ni política y en cambio presentan muchas ventajas para quienes las realizan, aunque no precisamente para los ciudadanos.

La cuarta reflexión es que las medidas que se aprueban o más bien se anuncian (todas exigen cambios normativos y modificaciones ulteriores) no atacan las causas últimas del bloqueo de los mecanismos de depuración de responsabilidades a todos los niveles, que yo resumiría en seis:

a) el control partitocrático de las instituciones que deberían cumplir esa finalidad de control y depuración de responsabilidades jurídicas en una democracia sana.

b) la falta de democracia interna de los partidos que impide la competencia en su seno para sustituir o presentar alternativas a líderes corruptos.

c) la cultura de la opacidad que reina en la vida política española, procedente probablemente del inicio de la Transición, donde había que alcanzar pactos importantes para la nueva democracia entre bambalinas. Las reuniones secretas y el cruce de correspondencia entre Rajoy y Mas son un perfecto ejemplo de un modo de hacer política que a estas alturas resulta incomprensible y, lo que es peor, dañino.

d) la extensión y generalización de las redes clientelares propiciadas por el defectuoso funcionamiento de la democracia y la creciente extensión del sector público español, particularmente a nivel regional y local pero de manera creciente también estatal.

e) la complicidad por activa o por pasiva de los altos funcionarios y empleados del sector público que deberían evitar estos comportamientos, muchos de los cuales se han pasado con armas y bagajes al servicio de los que mandan mientras que la mayoría calla por miedo o resignación.

f) y quizá, la más importante de todas, la falta de una opinión pública exigente que diga, como en el caso de la plataforma vasca, «Basta ya».

Me comentaron hace tiempo la anécdota de un ministro de Justicia español que, agobiado por algunos casos de corrupción en la judicatura española, preguntaba a su homólogo alemán qué habían hecho en Alemania para acabar con los jueces corruptos. La respuesta del ministro alemán fue simplemente la siguiente: «Echarlos».

Cuenten ustedes a cuantos políticos corruptos ha echado este Gobierno del Partido Popular, o cualquier otro Gobierno de cualquier otro partido.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, fundadora de Iclaves y editora del blog ¿Hay derecho?

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