El golpe revolucionario de Egipto

El desarrollo de las revoluciones depende de muchos factores, entre ellos, la estructura socioeconómica de un país, sus tradiciones históricas particulares, y algunas veces el papel de potencias extranjeras. Así pues, nunca se esperó que la primavera árabe fuera un proceso lineal, o la versión de Medio Oriente de las revoluciones democráticas no violentas de Europa Central en 1989. Egipto es un ejemplo pertinente.

La estructura de las revoluciones en sociedades no industrializadas ha incluido casi invariablemente una serie de oleadas revolucionarias y contrarrevolucionarias. El derrocamiento del viejo régimen  a causa de un levantamiento popular es a menudo solo el comienzo de una lucha por controlar el curso de la revolución.

El movimiento no organizado de jóvenes egipcios iracundos que ocuparon la Plaza Tahrir en febrero de 2011 estuvo motivado por dos grandes agravios: décadas de humillación bajo el gobierno autocrático, y una impaciencia general debido a las promesas de una “transición democrática” basada en un proceso tortuoso de reformas que nunca transformaron la estructura de poder subyacente.

De igual manera, la reanudación de las revueltas en las principales ciudades de Egipto refleja la indignación popular con el ejército por el secuestro de la revolución, y por la humillante “transición” tutelar, supervisada por el Consejo Militar de Egipto bajo el mando del mariscal, Hussein Tantawi. Las masas en la Plaza Tahrir buscaban una revolución en febrero de 2011, pero ahora parece claro que los oficiales egipcios prepararon un golpe de Estado. Sacrificaron al ex presidente, Hosni Mubarak, para resguardar la vieja estructura de poder –cuyo pilar principal era el ejército.

Los generales que gobiernan Egipto comparten la desconfianza de Mubarak en la capacidad de los egipcios para crear una democracia viable, ya no se diga para preservar sus intereses creados. Por consiguiente, el Consejo Militar hizo que el periodo de transición fuera frustrantemente largo y estableció que en la futura constitución no se prevería ninguna forma de control parlamentario del ejército, cuyo presupuesto seguirá estando fuera del alcance de las instituciones democráticas.

Sin embargo, tal vez lo más significativo, sea el anhelo de los generales para emular el antiguo modelo turco del ejército como la Guardia Pretoriana del orden constitucional secular. La ironía, evidentemente, es que este modelo ahora se está descartando en Turquía.

La insistencia de los generales de que la constitución los dote con los poderes para que sean ellos quienes definan las amenazas de seguridad –incluidas las políticas- es inaceptable para los egipcios liberales, y es un mensaje para la Hermandad Musulmana de que el ejército podría usar de nuevo otro pretexto para definirlos como una amenaza pública. Si logran su cometido, los generales del Cairo van a convertir a Egipto en una democracia tutelar bajo la amenaza constante de un golpe militar.

Cualquier democracia árabe que merezca ese nombre está obligada a respetar las estructuras sociales, y por ende, el papel de la religión en la sociedad. El miedo a los islamistas ya no puede ser el motivo para ignorar las demandas de libertad política, como hizo Occidente con Argelia a comienzos de los años noventa, cuando respaldó un golpe militar sangriento que le negó a los islamistas una clara victoria electoral. El precio que pagó Argelia por interrumpir el proceso democrático fue una brutal guerra civil en la que murieron cientos de miles de argelinos.

La tarea de conciliar una sociedad devota con los valores de una democracia secular es sin duda una labor difícil. Sin embargo, Turquía, y es de esperar, Túnez, son ejemplos que vale la pena seguir.

Además, no es claro que la Hermandad Musulmana esté destinada a convertirse en la fuerza política dominante de Egipto en los años por venir, como muchos temen. El dominio actual de la Hermandad radica en su halo como la única fuerza opositora que sobrevivió la opresión de Mubarak –aunque solo fuera porque las mezquitas eran los únicos “clubes” que el régimen no podía cerrar. En una democracia abierta, la competencia política con una amplia variedad de organizaciones sociales y políticas diluirá el poder de los islamistas.

La decisión de los generales egipcios de ceder a la presión estadounidense en las primeras fases de la revolución y sacrificar a Mubarak demuestra que no operan en un vacío internacional. Cierto, la administración Obama rechazó el papel central que el ex presidente George W. Bush quería al promover la democracia árabe. Obama reaccionó a los acontecimientos, no los definió. No obstante, en la primera parte de las revoluciones egipcia y tunecina, los Estados Unidos mostraron que su participación era indispensable para limitar la libertad de acción de los militares.

La primavera árabe no solo es un alzamiento contra los dictadores árabes; también es un poderoso acto que desafía la complicidad de Occidente con los tiranos de la región. Hasta ahora, el actuar de los Estados Unidos ha sido lamentablemente desigual. En Egipto y en Túnez tuvo un papel importante en la decisiva coyuntura –cuando se tuvo que derrocar a los viejos regímenes. Libia fue rescatada en gran parte por sus vecinos europeos, y en el Golfo y en Siria, los Estados Unidos prácticamente han dejado a su suerte a los manifestantes democráticos.

La brutal represión contra los manifestantes que exigen el final del régimen militar en Egipto debe alentar a los Estados Unidos a comunicar al ejército la urgencia de regresar a un camino de transición conducente a un gobierno civil. Permitir que el ejército, de quien los Estados Unidos son el principal benefactor, reprima las exigencias populares de libertad y dignidad podría condenar todo el proceso revolucionario, y con él, lo poco que quede de la frágil credibilidad de los Estados Unidos entre los pueblos árabes.

Por Shlomo Ben Ami, ex ministro israelí de Asuntos Exteriores, vicepresidente del Toledo International Center for Peace (Centro Internacional Toledo para la Paz), y autor de Scars of War, Wounds of Peace: The Israeli-Arab Tragedy. Traducción de Kena Nequiz.

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