El golpe: segundo acto

El juicio del procés se encamina ya hacia su última escena. Como en toda obra humana, y la aplicación del Derecho lo es, el desenlace dependerá en alguna medida del carácter de su autor. Así de simple, por mucho que medien mazos y puñetas. Naturalmente, la condena la impondrá la Ley, pero su gravedad (rebelión o sedición) la decidirá en parte la personalidad del juez Marchena en cuanto que autor principal.

Dependerá de cuál sea su inclinación mayor: o el compromiso ciego con la Justicia, aunque se hunda el mundo, asumiendo el coste de un fallo no unánime y exponiéndose al riesgo de una revisión allende los Pirineos; o el posibilismo, más calculador, optando por el blindaje de un consenso pleno y la segura complacencia de sus colegas europeos. O sea, o la virtuosa intransigencia del santo mártir (rebelión), o el humano arreglo del creyente poco sufrido (sedición).

En cualquier caso, muchos años de cárcel. Por eso, fraudes de ley carcelarios o indultos aparte (estos últimos, ya improbables, aunque no por un repentino ataque de virtud democrática en Sánchez, sino por serle ahora políticamente innecesarios), el verdadero interrogante que se plantea en este punto es lo que vendrá después de la bajada del telón.

Según la Fiscalía, la obra representada ha sido la de un golpe de Estado de manual, perfectamente orquestado por tres distintos protagonistas principales, con un calculado reparto de papeles: la Generalitat, encargada de su dirección, protección y urdimbre institucional; el Parlament, de su legitimación jurídica; y los sans culottes -versión barretina- de Òmnium Cultural y ANC, de su ejecución callejera y de la teatralización para el mundo de un supuesto apoyo unánime del pueblo catalán.

Pero en realidad, ahora, fracasado el golpe, comprobaremos que la representación aún no ha acabado. Le falta un segundo acto.

Los titulares de los periódicos de estos últimos meses nos adelantan el libreto de ese segundo acto, en realidad ya comenzado: “La Fiscalía recurre alarmada decisiones de jueces catalanes indulgentes con el `procés´” (EL ESPAÑOL, 6 de junio de 2019), “El Constitucional declara inconstitucional la ley catalana de investiduras a distancia” (Confilegal, 4 de abril de 2019), “El Parlament reivindica el referéndum ilegal y la figura de Puigdemont” (El País, 1 de marzo de 2018), “El Govern impulsa una ley para poder aplicar normas recurridas al Constitucional” (EFE, 8 de enero de 2019)…

La lectura es clara: frustrada la vía del golpe de Estado stricto sensu, con su habitual declaración de independencia solemnemente proclamada y la consabida toma de las calles por las bases debidamente aleccionadas, el independentismo ha emprendido un nuevo camino, aparentemente menos brutal y mucho más paciente: la resistencia pasiva. Pero en una versión novedosa, que da un vuelco absolutamente revolucionario a la imprudente doctrina del ingenuo Gandhi: la resistencia pasiva ejercida desde el propio Poder.

Desde la Generalitat, el Parlament e incluso, según parece, desde algunos juzgados catalanes, los ejemplos en esta línea se suceden a diario, según leemos en los periódicos. Y su denominador común es fácil: un acatamiento judicial selectivo en forma de incumplimiento por las autoridades catalanas de aquellas sentencias dictadas por el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional que contradicen su modelo de país, y la deliberada ignorancia de aquellas leyes del Estado que esa misma casta dirigente entiende contaminadas por el mismo pecado. En definitiva, actuar de facto como si Cataluña fuera un Estado independiente, apurando al máximo la natural predisposición apaciguadora del Gobierno español de turno, y sacrificando tan sólo el objetivo último de ser formalmente reconocido como tal. Al menos, de momento.

Así, ya enormemente avanzada la desconexión emocional de Cataluña respecto a España por la implacable doble vía del adoctrinamiento en las escuelas y la colonización de los medios de comunicación, se trataría de reconducir la desconexión política, bruscamente frenada por el Rey y el Tribunal Supremo, a una estrategia más gaseosa y por tanto menos vulnerable al Código penal. Naturalmente, menos vulnerable siempre que el Gobierno esté dispuesto a ampararla, como un mal menor a soportar en aras de conseguir la tan ansiada normalización de Cataluña.

Consenso, normalización, gobernabilidad, estabilidad… A lo largo de cuarenta años de democracia, sus nombres han sido muchos, pero en realidad todos describían lo mismo: el dios supremo de la democracia al que, en último término, todo había que sacrificar por legítimo o justo que pudiera parecer lo sacrificado.

Generalmente, lo inmolado era siempre -y lo sigue siendo- el interés de la mayoría (p. ej., un reparto equilibrado de la inversión pública entre todas las comunidades autónomas, sin privilegiar a ninguna) o las más elementales exigencias del Estado de Derecho (p. ej., el cumplimiento de las sentencias del Tribunal Supremo sobre el uso del español en las escuelas catalanas). Pero se pretextaba que ese consenso, normalización, gobernabilidad o estabilidad bien merecían el sacrificio.

En realidad, la mayoría de las veces lo que se ensalzaba como el supremo dios laico de la España democrática nunca fue más que un disfraz: el que ocultaba el precio pagado a los nacionalistas por su apoyo en Madrid. Así, si la gobernabilidad de Aznar, gracias a CiU, fue la que creó la ciénaga catalana, hoy en súbita exhibición pública de su putrefacción; la normalización vasca de Zapatero fue la que resucitó y blanqueó a ETA, hoy convertida -vía Bildu- en un partido más de la escena política vasca y española.

Por eso, cuando usted oiga a Sánchez reclamar la abstención de Cs o del PP en aras de la estabilidad, no lo dude: échese a tierra. Será el momento de huir a las espesas y umbrías Fragas del Eume y organizar la resistencia desde el inexpugnable monasterio de Caaveiro, con una olla de pulpo en una mano y, en la otra, el inextinguible derecho a seguir prefiriendo el abismo de la libertad.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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