El grafito, ¿arte o incivismo?

Desde lo más antiguo de los tiempos, algo ignoto ha impulsado al ser humano a transcribir su pasión en el muro. La necesidad de extrovertir sus emociones fue el motor fundamental del hombre primitivo, dando origen a lo que con el tiempo llamaríamos cultura y, por lo tanto, arte. Del pintor de Altamira al actual practicante del grafito, pasando por el José ama a Carmencita grabado en la corteza de un árbol, las pintadas políticas reivindicativas –Llibertat, amnistia...– o los dibujos obscenos en los urinarios públicos, poco o nada ha cambiado, al menos en su esencia y voluntad: se trata del deseo de dar a conocer sensaciones íntimas y de una innegable voluntad de comunicación. De niños todos hemos tenido devoción por las paredes, en un impulso instintivo que luego perdemos con la edad y las normas de educación.

El hombre de Altamira arañaba la caverna, pintaba con tierra y sangre para domesticar la realidad adversa y hacerla más llevadera. Representando actividades cinegéticas, la recolección y animales salvajes cumplía con algo parecido a un ritual de exorcismo y, con o sin expresa conciencia, decoraba su hábitat. ¿El humano que pintaba en la cueva era designado por el grupo? ¿Se trataba de un ser dotado para la expresión plástica? ¿Estos cavernícolas trabajaban en equipo? Nunca lo sabremos. ¿Podríamos calificar a nuestros antepasados de preartistas? Quizá.

Lo mismo ocurre con el grafitero actual. No le gusta ni lo que ve ni lo que escucha y, a través de su estrépito visual, intenta convertir la ciudad en una galería de afanes y reivindicación. Tenemos precedentes ilustres de intervención urbana: Dalí pintó en los 60 un suelo efímero en el Parc Güell y Miró, escoba en mano, en el 69 pintó las cristaleras del Col·legi d’Arquitectes que luego él mismo borró. Desde sus inicios, en la marginalidad de los guetos del River Bronx neoyorquino, la práctica del grafito ha ido evolucionando estéticamente y socialmente. Los grupos de jóvenes vinculados al breakdance, a la cultura del hip-hop y a la música de MC5 tenían en las pintadas la expresión plástica de los antisistema y, en Dondi, ya fallecido, su figura. Pintando los vagones de los trenes que iban a la ciudad y los muros de su barrio, reafirmaban su ego y su condición fronteriza, establecían relaciones y complicidades, protestaban y se revalidaban colectivamente o a escala individual. Era una manera, seguramente la única posible, de darse a conocer y de ascender a un nivel social diferente.

Otra cosa, aunque con un origen parecido, es el tag, marco o firma de algunas tribus urbanas que manchan, sin distinción y sistemáticamente, el panorama de la gran ciudad. Escaparates, persianas, mobiliario urbano… nada escapa a estas firmas desagradables. El tag invade tanto la fachada de la multinacional como el frontispicio del modesto tendero, con un insolente incivismo que genera muy pocas simpatías. Estas rúbricas maníacas no tienen, a diferencia de la mayoría de los grafitos, ningún valor estético, ni tan solo testimonial. Es lo fácil del aquí estoy yo. Triste, sin duda.

Antes de la ordenanza barcelonesa que regula la intervención en la vía pública, las instituciones municipales utilizaron las pintadas como proyección e imagen exterior de la modernidad de la ciudad. Libros y convocatorias internacionales se sucedían. Barcelona, junto con Holanda y Berlín, fue a finales de los años 70 el centro del mundo del grafito. Y lo cierto es que en las paredes barcelonesas aparecían sorprendentes creaciones; aquí se daban cita grafiteros de todo el mundo. El propio Banksy, junto con practicantes catalanes, efectuó aquí uno de sus famosos saltos, por cuya intervención se pagaron luego miles de euros.

Pero los grafitos han perdido su veneno para pasar a ser objeto de culto, han entrado en las galerías, se han mercantilizado en marcas de ropa y diseño. Los grafiteros han pasado de subvertir los protocolos del arte contemporáneo, del que abominaban, a formar parte del mercado. Del salvajismo y ciertos grados de vandalismo, a la mansedumbre del consumo y las intervenciones de encargo o tuteladas. Y visto el asunto con una cierta perspectiva, hay que reconocer que no podía ser de otra manera. La sociedad actual tolera muy mal los exabruptos y las rebeldías marginales y crea leyes para controlarlos, y, claro, un grafitero con permiso municipal en la mano es un pájaro sin alas. De alguna manera, el grafitero se ha profesionalizado, e incluso hay tiendas especializadas en proveerle de materiales y de ropa, y el entorno ha homologado su práctica como una manifestación artística más. Y, consecuentemente, el grafito ha incidido en la alta cultura y la plástica actual. Perdido ya su misterio y leyenda iniciales, Banksy se ha convertido en un artista cotizado y está en los museos que él antes asaltaba con sus esprays, trazando en sus paredes dibujos de un gran contenido conceptual y poético, nunca ajeno a la denuncia social. Pero la cultura del grafito nos deja su legado: si los museos y galerías están en manos de mercaderes, es mejor mostrar las emociones en el muro, y sin intermediarios. Aproximadamente, como en Altamira.

Joan-Pere Viladecans, pintor.