El gran chiste

Escribir con la ropa pasada a lacrimógena. Intentar procesar el latido de la calle cuando aún eres parte de ella, cuando los pies siguen ahí, huyendo de los carros lanza agua, avanzando sin certezas, refugiándose en el resto, que son otras y otros como nosotros, un grupo de nosotros que marchamos haciéndole el quite al humo y los carabineros. Es una fiesta, una protesta y un reclamo que se inició con los estudiantes evadiendo el pago del metro luego del alza del pasaje. La intensidad fue subiendo y sin que nadie lo organizara, sin petitorios, líderes o negociaciones, esto explotó en un desmadre callejero. Y hay gritos, y cantos, y cacerolas, y fuego, y golpes. Y frente a La Moneda, cuando salgo del teatro en el que trabajo, un hombre le dice a un carabinero que no comprende por qué protege los privilegios que a él nunca le corresponderán. Desclasado, le dice. Y una mujer le grita que nos estamos matando, nos estamos suicidando, por tanta desigualdad.

Camino desde el centro de Santiago hasta mi casa. Horas de caminata. El metro cerrado, las calles tomadas, imposible encontrar locomoción pública. Somos miles los que avanzamos. Veo jóvenes con la cara pintada como el Joker que gritan que esta revuelta es el mejor de los remates para el gran chiste. Pienso a qué gran chiste se refieren. ¿El alza del pasaje del transporte público? ¿Las posteriores declaraciones del ministro a propósito? ¿Sus consejos por aprovechar la tarifa baja saliendo a las seis de la mañana? ¿La pizza que el presidente Piñera se come en este mismo momento en un restaurante acomodado de la ciudad, ciego al reclamo urbano? ¿Las miserables pensiones de nuestros jubilados? ¿El estado deprimente de nuestra educación pública? ¿De nuestra salud pública? ¿Nuestra agua que no nos pertenece? ¿La militarización de Wallmapu, el territorio Mapuche? ¿Los evidentes montajes organizados por carabineros para inculpar a mapuches en actos delictuales? ¿El trato vergonzoso a nuestros inmigrantes? ¿La inutilización de nuestra tímida ley de aborto en tres causales, gracias a la objeción de conciencia instaurada por el gobierno para los médicos conservadores? ¿La ridícula concentración de los privilegios para un grupo minoritario? ¿La constante evasión de impuestos de ese mismo grupo minoritario? ¿Los escándalos de corrupción y desfalco de las Fuerzas Armadas y Carabineros? ¿El monopolio informativo de los grandes grupos económicos dueños de canales de televisión, diarios y radios? ¿La constitución redactada por la dictadura que nos rige hasta el día de hoy? ¿Nuestros alcaldes, diputados y senadores que trabajaron para Pinochet? ¿Nuestra seudo democracia?

Las posibilidades para definir el chiste son infinitas. Y mientras pienso, veo que se acerca nuevamente un camión lanza aguas, y mi cuerpo, instintivamente, con una sabiduría guardada en él por años, corre, se esconde, se cubre la cara, y logra sortear la situación una vez más. Igual que ayer. Igual que anteayer.

¿Cuántos años llevo escondiéndome del agua sucia de esos camiones?

¿Cuántos seguiré haciéndolo?

Avanzo entre caceroleos, bocinazos, barricadas. No hay lugar por el que transite, en las tres comunas que he cruzado, donde la fiesta, la protesta y el reclamo no estén encendidos. Pero sé lo que pasará en unos momentos. Lo adivino porque mi memoria es tozuda y no sólo me salva del agua sucia, también hace de oráculo en este déja vù autoritario en el que circulamos. Nos culparán. Nos dirán otra vez que la responsabilidad es nuestra. Nos tacharán a todos de delincuentes. Condenarán la violencia como si no fueran ellos con su brutalidad sistematizada los que la incitan. Y nos castigarán. Y nos golpearán en nombre del orden público y la paz ciudadana. Y nos dispararán mañana igual que hoy. Igual que ayer. Igual que siempre. Y serán incapaces de asumir sus culpas, como han sido incapaces de escuchar las demandas ciudadanas expresadas por años y generar las políticas públicas que necesitamos para acabar con tanta, tanta, tanta frustración.

Llego a mi casa luego de tres horas y media de caminata. Desde afuera escucho el ruido insistente, estrepitoso y tenaz de las cacerolas aullando. En las noticias veo que el presidente Sebastián Piñera ha decretado Estado de Emergencia Nacional. Habrá toque de queda y otra vez, como hace años, no podremos salir por la noche de nuestras casas. Otra vez los salvoconductos, los helicópteros, los disparos nocturnos, el miedo y, por supuesto, los provocadores militares en la calle. El tiempo no pasa, avanza hacia atrás, corre al revés. Nunca salimos del gran chiste. Esta sólo es una línea más para su triste argumento. Ojalá el remate no nos duela tanto.

Nona Fernández Silanes es escritora y guionista.

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