El gran circo de Trump

Entre matrioskas rusas, sombras chinescas, un río de tuits, un gabinete de militares y empresarios multimillonarios con visiones del mundo muy diferentes a las suyas, y graves conflictos de interés sin resolver, el viernes Donald Trump toma posesión como el 45 presidente de los EEUU. Sin un plan alternativo, ha conseguido que los republicanos, con mayoría en ambas cámaras, empiecen ya a desmontar la joya más preciada de su predecesor, Barack Obama: una reforma sanitaria que facilitó cobertura a unos 20 millones de estadounidenses. Todo indica que, tras el llamado Obamacare, Demoliciones Trump seguirá adelante con el derribo de todo lo que Obama y su candidata para sucederle, Hillary Clinton, pretendían salvar. En política exterior, que lo consiga dependerá de que cumpla sus promesas.

Si las cumple, será contra la opinión de los principales miembros de su Gabinete, quienes, al ser interrogados en el Senado la semana pasada, rechazaron la construcción de un muro en la frontera con México por inútil (John Kelly, Interior), describieron a Rusia como una amenaza, defendieron a la OTAN y el pacto con Japón (Rex Tillerson, Estado, y James Mattis, Defensa), y respaldaron el acuerdo nuclear con Irán (Mattis), el trabajo de las agencias de espionaje (Mike Pompeo, CIA), la prohibición de las torturas (Jeff Sessions, Justicia) y el acuerdo de París sobre el cambio climático (Scott Pruitt, Agencia de Protección Medioambiental).

Los optimistas confían en que la responsabilidad del poder y el sistema de contrapesos internos y externos moderen desde ahora su comportamiento y su lenguaje. Los pesimistas lo ven como un caso perdido y han empezado a movilizarse en la calle en defensa de los derechos y las libertades. Con Trump –más próximo a Farage, Le Pen y Putin que a los aliados tradicionales– EEUU cierra filas con ellos en el mapa de democracias iliberales o semidictaduras.

Trump ha dejado abierta la posibilidad de levantar las sanciones a Rusia si el Kremlin colabora en la lucha contra el terrorismo y ha prometido revisar la política de «una China, dos estados» mantenida con Beijing desde la normalización de relaciones en los años 70. Rusia se lo ha agradecido invitando a su equipo a la conferencia sobre Siria fijada para el día 23 en Kazajistán y, de confirmarse una exclusiva del Guardian, acordando un primer encuentro de Putin con Trump en Reikiavik en las próximas semanas.

El primer choque de trenes, salvo sorpresas, será con China. Su nominado para secretario de Estado, Tillerson, amenazó el miércoles con el uso de la fuerza militar si Beijing no interrumpe sus obras en las islas disputadas en el Mar del Sur de China. «Estas amenazas son de locos, salvo que Washington prepare una guerra a gran escala con China», respondió uno de los voceros del Gobierno chino, The Global Times.

La campaña terminó hace más de dos meses y está a punto de empezar el partido de verdad, pero estas declaraciones indican que Trump podría cambiar unilateralmente –en algunos casos saltándose la legalidad internacional– las reglas de juego vigentes en la sociedad internacional desde la Segunda Guerra Mundial. Es un salto en el vacío con grandes riesgos. Si el gran cambio se logra mediante diálogo y diplomacia respetando los intereses de todos, facilitaría la construcción de un nuevo orden diseñado en circunstancias completamente distintas y necesitado de profundos reajustes desde la caída del muro de Berlín.

El anuncio de recortes fiscales, desregulación e inversiones masivas en infraestructuras ha disparado los índices bursátiles y la confianza de empresarios y consumidores a niveles desconocidos en muchos años, pero las promesas de recuperar un crecimiento del 3,5% y de crear «millones y millones» de empleos parecen inalcanzables.

Como explicaba el sábado en el New York Times Ruchir Sharma, jefe de estrategia global de Morgan Stanley, las dos variables de las que depende el crecimiento –demografía y productividad– impiden hoy repetir el milagro de Reagan. Con un crecimiento de la productividad del 0,75%, siendo generosos, el producto interior bruto tiene un techo de crecimiento de alrededor del 1,5% y echar carbón a la máquina, como quiere Trump, dispararía la inflación, los déficits y la deuda, que ya ronda los 20 billones (con b) de dólares.

El regalo estratégico a China abandonando el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) es un error sólo comparable al de George Bush a Irán desmontando el régimen suní de Irak tras la invasión de 2003 y dejando el campo libre para los chiíes. Lo mismo cabe decir del cuestionamiento del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (el NAFTA, por sus siglas en inglés).

Si el deseo de acercamiento a Rusia fracasa –el despliegue de fuerzas de la OTAN en Polonia y los informes secretos publicados en los últimos días lo harán más difícil–, volveremos a un mundo de potencias enfrentadas más parecido al de finales del siglo XIX que al mundo globalizado construido en los últimos decenios, con riesgo creciente de guerras a gran escala. Las de espías, cibernéticas y comerciales nunca se interrumpieron.

En su viñeta del viernes para el New York Times, Patrick Chappatte colocaba en la explanada del Capitolio un «Circo de Moscú» en tienda similar a las de Gadafi cuando visitaba Europa. No ha empezado el mayor espectáculo de Trump y ya suenan voces pidiendo su impeachment o destitución. Méritos le sobran. Muchos comparten las palabras del congresista georgiano y dirigente de los derechos civiles John Lewis, quien ha negado legitimidad a la victoria de Trump. Se pueda probar o no la existencia de información comprometida sobre él en poder del gobierno ruso, como publicó sin pruebas BuzzFeed el 11 de enero, la admiración de Trump hacia Putin admite muchas interpretaciones. Estratégicamente, se sigue exagerando la amenaza de un país con un presupuesto de defensa 10 veces inferior al de los EEUU y una economía 20 veces más reducida. Distanciarse de la OTAN y tensar la cuerda con China sin buscar mejores relaciones con Rusia echaría al Kremlin en brazos de Beijing, el verdadero rival estratégico de EEUU en el siglo XXI.

La ley no obliga a Trump a desprenderse de sus empresas, pero dejarlas en manos de sus hijos, que a su vez ejercen como asesores y dependen por completo de él, en vez de colocarlas en un trust gestionado con total trasparencia será una fuente de escándalos desde su primer día de mandato. Trump ha tratado de tapar su irregular y nada ético comportamiento diciendo que renuncia al sueldo de 400.000 dólares anuales de los presidentes y hasta ahora le ha salido bien.

Desde 1841 más de una tercera parte de los 44 presidentes estadounidenses ha fallecido, dimitido o sufrido discapacitación, pero ninguno ha sido destituido y sólo cuatro –Andrew Johnson, John Tyler, Richard Nixon y Bill Clinton– se han sentado en el banquillo de los acusados. Nixon se fue, cierto, antes de que lo echaran. Trump se ha ganado a pulso que se le aplique la sección 4 del artículo 2 de la Constitución estadounidense, que justifica el impeachment por «traición, sobornos, delitos o faltas graves», pero con un Congreso de mayoría republicana en la Cámara de Representantes y en el Senado, al menos hasta las legislativas de noviembre de 2018, tiene poco que temer.

Felipe Sahagún es profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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