El gran desafío del siglo XXI

Por André Glucksmann, filósofo francés. Traducción de Martí Sampons (EL PAÍS, 27/09/06):

El atentado del World Trade Center no se ha digerido. El horror del 11-S sigue atormentando los corazones y los espíritus. Aumenta el número de norteamericanos (un 79%, respecto al 72% de hace un año) y de europeos (un 66%, respecto al 58% en 2005) que ven en el terrorismo internacional una "amenaza muy importante" (sondeo del German Marshall Fund y la Compagnia di San Paolo). El mundo cambió radicalmente en 2001: hasta esa fecha, y desde el fin de la guerra fría, la humanidad creía vivir en el horizonte de una paz global cada vez más consolidada. Hoy el idilio ingenuo de un "fin de la historia" sin amenazas ya ha caducado.

Una mutación tan radical de la opinión deja a los políticos desamparados. En la misma encuesta los europeos desconfían cada vez más de Estados Unidos. Sin embargo, la ideología pacifista no es unánime en el viejo continente: respecto a Irán, el 54% de los norteamericanos, pero sobre todo el 53% de los franceses, apoyan una intervención armada, en caso de que la diplomacia fracase.De la vida cotidiana se desprende una ambigüedad parecida. La inquietud es general aunque, después de un ligero estancamiento, la economía se haya reactivado como si no hubiera pasado nada. Incluso sectores vulnerables, como el transporte aéreo o el turismo, presentan crecimientos espectaculares. Miedo en el estómago sí, pánico no. Cada uno en su vida privada y familiar reconoce que el peligro es cada vez mayor, pero espera salir de la situación.

El malestar es universal. La conmemoración mediática del quinto aniversario del ataque a Nueva York y Washington se convirtió por momentos en una sesión de exorcismo, en la que el presidente americano era el perfecto chivo expiatorio. Es culpa suya si cada vez hay más atentados y amenazas. Vean su triste balance: los terroristas reclutan aquí como en las antípodas a matones sin escrúpulos. Si en Irak se prepara una guerra de religión, si los musulmanes masacran a otros musulmanes en Marruecos, Argelia, Afganistán o Indonesia, si Irán se abastece de armamento nuclear, no busquen a otros responsables, es Bush, sólo Bush. Es el comanditario de la guerra en el Líbano, el promotor del conflicto palestino-israelí, y cuando Putin prende fuego al Cáucaso o chantajea con el gas a los ucranianos y a los georgianos, el Kremlin no hace más que responder a las "provocaciones" de Washington. Las 3.000 víctimas del 11-S fueron inmoladas por la "arrogancia" norteamericana, cinco años más tarde la víctima se ha convertido en verdugo.

Antaño se clavaban agujas a un muñeco para conjurar la mala suerte y matar a los espíritus malignos. En nuestros días se apostrofa al supuesto Dueño del Mundo reprochándole un uso abusivo de su "hiperpotencia". Es el causante de todos nuestros males. Su desaparición restablecería la concordia universal. El dedo índice señala la causa del caos mundial y la sonrisa angelical asegura que una vez paralizada la potencia maligna, todo funcionará; la paloma, la serpiente, el león y el cordero coexistirán en la armonía. Hace cinco años, la opinión pública se preguntaba quién era el cerebro del mayor atentado terrorista de la historia y, en cambio, el 11 de septiembre del 2006 sólo se fija en el abominable Bush, el desequilibrado EE UU y relega al olvido a los sangrientos instigadores de la masacre. Hasta el punto de que estos apenados señores intentaron desesperadamente volver a llamar la atención anunciando con un vídeo que todavía estaban allí. Reivindican in extremis los derechos de autor que les han robado. Ya recuperados de la pena, los biempensantes concluyen que Washington, con sus oscuras intenciones, les mantiene con respiración artificial.

Seamos serios. Cualesquiera que sean sus tanteos y sus errores, Bush no se ha inventado el alcance planetario de un terrorismo que ya existía antes que él y que durará sea quien sea su sucesor. La guerra fría llegó a su fin con el desmoronamiento del imperio soviético, pero los guerreros siguen estando presentes. Se emanciparon y fundaron en los cuatro costados del planeta el imperio de la navaja, del machete y del Kaláshnikov. Y esto no era patrimonio exclusivo de los islamistas. Cuando en Argelia el GIA apuntaba a los intelectuales y a las mujeres, y después masacraba en masa a los campesinos, en Europa el terrorismo de la pureza étnica (Milosevic) se oponía a la vía democrática (Vaclav Havel). Los amputadores de brazos y cabezas de Liberia y de Sierra Leona se regocijaban, cuando el genocidio de un millón de tutsis fue sustituido por una peste negra en el Congo, donde murieron aún más civiles. Las guerras y las masacres de Sadam, la jovialidad sangrienta del jomeinismo, las matanzas en Timor, las atrocidades de los tigres tamiles, las ruinas de Grozny y las hecatombes en Darfur demuestran a porfía que el fin del mundo bipolar dio rienda suelta a los demócratas, pero también a las pulsiones homicidas y genocidas. Con la bendición de diversas ideologías religiosas, nacionalistas y racistas.

Soldados regulares o irregulares, de civil o de uniforme, en camiseta, con chilaba o en traje de tres piezas, los guerreros fanáticos de la posguerra fría aspiran a hacerse un hueco, conquistando con el hierro y el fuego viviendas, prebendas, mujeres, galones o poder absoluto. Poco importa su bandera desde el momento en que les da legitimidad para asesinar sin trabas. Hay meses en que el número de víctimas musulmanas del terrorismo iraquí supera el número total de soldados norteamericanos caídos desde la ofensiva de Bagdad. No es un nuevo Vietnam, sino un nuevo "Chicago", la versión etnoteológica de una guerra de bandas que conquistan territorios mediante la purificación étnica.

La caída del comunismo le permitió a Milosevic perpetrar sus crímenes contra la humanidad y a Putin aplastar Chechenia, pero esto no es un motivo para lamentar el hundimiento de los regímenes europeos totalitarios que asesinaron a millones de personas. La caída de Sadam, el responsable de la muerte de millones de civiles, ha propiciado la formación de milicias religiosas sanguinarias, y ello debería ser un motivo para ayudar a la coalición norteamericana en apuros, de la que nadie biempensante desea precipitar su salida.

Una vez desaparecido el fantasma de un EE UU todopoderoso y de un Bush satánico, ¿qué podemos pensar? Hay que volver al principio de realidad, mirar cómo está el mundo, frágil, caótico, poblado de individuos y de pueblos atrapados en un espacio intermedio dramático. Ya no pueden acudir a las normas milenarias que sus antepasados respetaban con los ojos cerrados; la violencia de los siglos modernos ha acabado enterrando los referentes tradicionales. Tampoco pueden integrarse como nosotros en Estados de derecho que en sus países no existen (todavía no, dicen los optimistas). En este espacio intermedio, los terroristas de todos los colores proclaman "ganaremos porque amáis la vida, nosotros no tememos a la muerte". El derrumbe de las Torres Gemelas ilustra su desafío. ¿Quién ganará? ¿Los múltiples combatientes nihilistas que practican el homicidio y el suicidio o una mayoría de gente honesta que cree vivir civilizadamente, tanto en los barrios de chabolas como en los lujosos? Me temo que aceptar o no la ley de las bombas humanas será para el hijo del siglo la cuestión clave, la de la libertad y la supervivencia.