El gran festín del Consejo del Poder Judicial

Estas ocho palabras que llevo al título del presente artículo con el que termino el año y me despido de los lectores hasta el próximo, muy bien pudieran haber sido otras. Por ejemplo, Este Consejo no es para ingenuos. También pensé en Lo que el Consejo esconde e incluso en Manos pringosas sobre el CGPJ, que quizá fueran los más ciertos y precisos. Poner El Consejo ha muerto me hubiera parecido excesivo y es posible que tampoco apropiado del todo, ya que a pesar de los males que le acechan y los virus que le invaden, la institución sigue viva, aunque sea cojeando, que a la vista de ciertas imágenes protocolarias, no es mala forma de señalar.

Apenas comenzar, debo advertir de que no se trata aquí de cuestionar la honradez profesional de nadie, sino de sumarme a quienes han sacado a la luz crítica las incoherencias, una vez más, de un modelo de CGPJ no querido por el legislador constituyente, tampoco por la Constitución donde se plasma la voluntad de aquel poder legislativo, ni por los ciudadanos demócratas que asisten atónitos al espectáculo de cómo los partidos políticos se han repartido las veinte vocalías de la institución, más el presidente que, al propio tiempo, lo es del Tribunal Supremo. No sería justo, por tanto, satanizar a nadie ni de convertir al vocal elegido por el dedo del político en la encarnación de la perversión del sistema. Limpieza y suciedad se distribuyen, como las virtudes y los vicios, con criterios bastantes más complejos.

Ahora bien, sin claudicar de la sinceridad y con la dosis justa de autocrítica por haber pertenecido al CGPJ en el periodo 1990-1996, creo que ningún empacho debe producir decir que el método de diez para mí, siete para ti y tres para aquéllos, no es la mejor manera de sacar a un órgano constitucional del atolladero del desprestigio en el que hace años el CGPJ lleva metido por el empeño de los políticos de que sus miembros sean los fulanos, menganos o zutanos de turno en la seguridad de que responderán a la confianza depositada en ellos.

Ante el pacto sin escrúpulos para adjudicarse el CGPJ y de este modo controlar el Poder Judicial, hay que dar la razón a Rosa Díez cuando en el Congreso de los Diputados calificaba el proceso de elección de «paripé, farsa, escándalo y atraco», lo cual se parece mucho a lo que el gran León Felipe, el poeta maldito, payaso de múltiples bofetadas y fervoroso defensor de la justicia, decía con su garganta rota y en estribillo de matraca de que la justicia mezclada con política era «una pantomima, un truco de pista, un número de circo». Y es que si con la justicia se buscan rentabilidades políticas, entonces sobran los tribunales y basta la intriga.

Sin llegar a tan rotundas censuras, para mí lo que ha pasado en esta séptima edición del órgano de gobierno de los jueces y magistrados españoles es la secuela irreversible de la expresión «Estado de partidos» -sobre todo si se la compara con el concepto de «Estado de Derecho»-, que Manuel García Pelayo, presidente del Tribunal Constitucional, acuñó a raíz de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, al hablar del grave peligro de que la designación parlamentaria de todos sus vocales, incluso los doce que, según el artículo 122.3 de la Constitución, han de ser «Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales», fuesen designados en razón del peso de los grupos parlamentarios, lo que respondería a la «lógica del Estado de partidos», pero no a la configuración deseada para el CGPJ como garante de la independencia judicial.

En su obra El Poder, la Administración y los Jueces, el catedrático de Derecho Administrativo José Eugenio Soriano García afirma que el CGPJ «es cualquier cosa menos muestra alguna del Poder Judicial, sino, más bien, del puro Poder Político» y su situación la de «completo descrédito, sea cual sea el baremo, criterio, herramienta o técnica que se utilice para medir dicho estigma». La descripción no sólo es obra de expertos externos como el profesor Soriano, sino que son los propios jueces quienes confirman el oprobio del modo que lo hacían en un artículo publicado a finales del año 2008 y que se titulaba ¿Por qué protestamos los jueces?, al quejarse del «sesgo descaradamente partidista de los nombramientos de los vocales del CGPJ, de las injerencias públicas y notorias de los partidos políticos» en los nombramientos del presidente y vicepresidente de ese órgano y lamentaban el desencanto de una judicatura que se sentía poco valorada y, lo que es mucho peor, «atosigada por un poder ejecutivo» que, según los firmantes del documento, «mete la mano sin complejos en el poder judicial».

Confieso que, al igual que muchos, me gustaría decir en voz alta que bienvenido sea este nuevo CGPJ constituido definitivamente ayer con la elección de su presidente. También que bienvenidos sean los nuevos proyectos y bienvenidas sean las nuevas ilusiones. Pero no me atrevo. Son demasiadas las ediciones del CGPJ presididas por el cambalache. Hacer política con la justicia es menester de traficantes de la Justicia que alteran su pureza, envenenándola. Que la Justicia funcione a golpe de batuta política es difícil de admitir y nadie puede extrañarse de que los jueces duden de que el CGPJ les represente y, lo que es más dramático, que defienda la independencia judicial. Una institución cuyos miembros, al igual que en las ediciones anteriores, son nombrados como lo han sido, poco puede dar de sí, pues un órgano constitucional reverente y dócil no pasa de una burocratizada jefatura de servicios controlada por unos y otros. Esto que afirmo no es un juicio temerario. Desde su constitución en 1980 hasta nuestros días, los políticos, no todos, pero sí en su conjunto, han pretendido que los vocales fueran marionetas movidas por los mandamases de turno que les propusieron. Con todo, lo preocupante es que las personas seleccionadas se dejen mangonear y no puedan demostrar a la sociedad que son capaces de sobreponerse a los recelos provocados por sus nombramientos.

Que hoy la Justicia tiene mala prensa, es un hecho cierto. No la tienen mejor, sino peor, los partidos, el Gobierno y los políticos en general. Y es que, cuando el viento huracanado del descrédito sopla, arrambla con todos y con todo, en un revoltijo de confundidos, donde pagan justos por pecadores, inocentes por culpables, con el resultado final, por algunos previsto y querido, del derrumbe tragicómico de las instituciones ante la mirada de los ciudadanos que ríen, o sufren, pero en todo caso con espanto.

Quien escribe estos párrafos cree en la Justicia y en el Poder Judicial y no se avergüenza de hacer pública no su fe, pues no se trata de convicciones asumidas más allá de la razón, sino su creencia, en el sentido de Ortega y Gasset. No soy muy partidario de entender la Justicia como forma de poder. Por eso patrocino un CGPJ independiente, compuesto de gente independiente en el sentido gramatical del término, o sea que no dependa de otros. Dicho lo cual, pregunto si puede una persona independiente políticamente hasta entonces formar parte de la candidatura al CGPJ presentada por un partido político. La respuesta es sí, a cambio de dejar de serlo, salvo, claro está, previamente haya advertido a quien le propone que no piense que aceptar el ofrecimiento a una candidatura implicará compromiso con el partido o sus líderes. Sin embargo, lo cierto es que por parte de cada vocal así designado, incluidos los independientes en origen, se producen vínculos con el partido. El individualismo del independiente, antes respetado y respetable, resulta así coartado por la fuerza, conocida de antemano, de unas instituciones políticas que ya sabemos lo que son y como son. En estas circunstancias comportarse de forma independiente es muy difícil, aunque no imposible y ejemplos no faltan. No obstante, lo peor de la pérdida de la independencia, es lo mucho que cuesta recuperarla. Sobre todo recobrarla dignamente.

Hace quince -el 13 de julio de 1998, para ser exacto-, Pedro J. Ramírez, el director de este periódico, en su habitual carta dominical, advertía de la necesidad de despolitizar la Justicia y decía que «mientras el PP no tenga la coherencia, el coraje y los votos para restituir el equilibrio constitucional en la elección del Poder Judicial, el órgano de gobierno de los jueces seguirá siendo el gran foco cancerígeno del que surgen todas las metástasis que corroerá nuestra desacreditada Justicia». Años después, el 28 de noviembre de 2011, más modestamente y pido disculpas por citarme, escribí en estas mismas páginas una carta dirigida al presidente del Gobierno que rotulé A Mariano Rajoy, el hijo del juez, donde le preguntaba si con él, flamante ganador de las elecciones generales, íbamos a tener esa justicia que preludia y exige la Constitución. Entre otras cosas le recordaba aquello que había dicho en febrero de 2008, cuando en plena campaña electoral, con tanta convicción como energía, soltó: «Yo quiero una justicia eficaz, rápida e independiente; no quiero bermejos ni condespumpidos». Fueron palabras que interpreté como el sentimiento de un hombre de ley, hijo de un extraordinario juez, capaz de pensar que sin jueces y fiscales realmente independientes, un país se va al garete sin remisión y daba por supuesto que nuestro presidente del Gobierno sabía que los ciudadanos no podrían soñar con la Justicia, ni con jueces de verdad, mientras los políticos siguieran manipulando el CGPJ como si fuera una sucursal de los partidos políticos ocupada por sus representantes o delegados. No ha sido así y el señor Rajoy ha renunciado a la defensa de un Poder Judicial liberado de ataduras partidistas. De ahí que confiese mi decepción que atribuyo a que a veces la esperanza y la ilusión vuelan anestesiadas. Lo cual no resta validez a lo que decía al principio. Me consta que en la lista de vocales del nuevo CGPJ los hay que merecen la consideración de juristas de reconocida competencia. Es más. Conozco de primera mano y me refiero fundamentalmente a su obra judicial, a algunos de los magistrados y no magistrados que forman parte de él, empezando por su presidente Carlos Lesmes, persona en quien concurren las virtudes del buen juez que describe Azorín, entre las que destaca la prudencia. Por eso, recordarlos me trae a la memoria la anécdota de aquel banderillero de Juan Belmonte que llegó a gobernador civil y que cuando le preguntaba cómo había podido ser, se limitaba a contestar:

--Pues ya ve usted, degenerando.

Dicho sea con los debidos respetos.

Javier Gómez de Liaño es abogado y juez en excedencia.

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