El Gran Gigoló

Cuando en febrero de 2005 el entonces fiscal jefe de la Audiencia Nacional Eduardo Fungairiño presentó una denuncia contra él por un posible delito de revelación de secretos, Garzón hizo exactamente lo mismo que acaba de hacer tras el auto del Tribunal Supremo que indica al CGPJ que ha podido cometer dos faltas disciplinarias muy graves: amagar y no dar.

«No me voy a callar», dijo entonces de forma enigmática durante la presentación del libro Un mundo sin miedo, en el que había incluido una referencia a un informe policial sobre ETA que formaba parte de un sumario aún bajo secreto. «Cuando vuelva a España hablaré y a lo mejor hasta me dicen que tenga que callarme», advirtió esta vez desde Guatemala. Sin embargo, ni en aquel caso -que concluyó con el archivo de la denuncia-, ni por ahora en éste se han materializado esas amenazas. Tal vez porque su mero esbozo ha movido altas voluntades a favor de un hombre que parece tener bula para incurrir en abusos que a cualquier otro ya le habrían costado hace tiempo la carrera.

Estamos tan habituados a las baladronadas de los pequeños y grandes truhanes que a lo largo de estos años han anunciado que iban a tirar de la manta para luego no mostrar sino mercancía averiada, que la inclinación general ha sido hacia el archivo a beneficio de inventario de estos calentones del juez estrella. Una excepción a esa regla fue, sin embargo, el notable artículo publicado en este diario hace cuatro años -Retrato de un figura, 6-II-2005- por alguien con tanto conocimiento del mundo judicial como Victoria Prego, quien literalmente afirmaba:

«Al margen de lo útil que ha resultado siempre tanto como ariete contra ETA como contra el partido de la competencia, ningún dirigente político ignora que el juez Garzón sabe muchas cosas. Puesto que ha sido utilizado, ha recibido también información muy sensible.Y ahora esa información está archivada en la cabeza de un hombre que se ha convertido en un espectáculo en sí mismo, además de un negocio de la industria editorial y del circuito de conferencias.En la mente del juez reposan ahora mismo datos de altísimo interés de Estado y nadie se atreverá nunca a ponerle la proa ni a incomodarle en exceso. Porque, ¿qué pasaría si, por ejemplo, Baltasar Garzón conociera los nombres de los agentes de los servicios de información que están ahora mismo infiltrados en ETA y un buen día decidiera protestar contra esa política, denunciándola en libros, artículos o conferencias?».

Victoria no puso ese ejemplo a humo de pajas. En el periódico tuvimos constancia en aquel momento de que en altas esferas se contemplaba esa hipótesis con tanto horror como el que anteriormente había inspirado la posibilidad de que el juez divulgara gastos de la Casa Real pagados con cargo a los fondos reservados o el que ahora mismo suscita en medios gubernamentales el riesgo de que cuente todo lo que ha averiguado sobre el chivatazo a ETA en el bar Faisán.

Pero, siendo todo esto cierto, el pánico a Garzón no emana tanto de lo que se sabe que sabe, como de lo que no se sabe que sabe o sobre todo de lo que no se sabe si sabe o no sabe. Veinte años autorizando escuchas telefónicas dan mucho de sí y cuando tantos policías coinciden en que éste es un juez con el que da gusto trabajar, es evidente que eso equivale a que tienen manga ancha para investigar lo que quieran porque siempre contarán con la red de seguridad de la judicialización -a priori o quien sabe si a posteriori- de sus pesquisas y procedimientos.

En todo caso, este hombre tiene dos caras muy diferentes aunque sean complementarias. Una profesional del derecho que mantuvo estrecho trato con él en la Audiencia me decía el otro día que se había acordado mucho de Garzón al leer el reportaje de La Otra Crónica sobre la historia de Helg Sgarbi, el gigoló suizo que sedujo a Lady BMW. Es obvio que se refería a su disposición a chantajear a las distinguidas damas con las que primero había mantenido relaciones, pero repasando el relato me di cuenta de que también aludía al pasaje en el que la señora Klatten describía a su amante: «Era encantador, atento y al mismo tiempo parecía muy triste, lo que provocó en mí un sentimiento de solidaridad».

Todos cuantos hemos desempeñado algún papel en la vida española de las últimas dos décadas sabemos lo que es su capacidad de seducción. La película GAL que hoy entregamos a los lectores -el destino ha querido que sirva de broche a nuestra colección sobre cine y periodismo en la misma semana en la que el Supremo ha dictado su última sentencia firme sobre el caso- muestra hacia el minuto 50 el momento en que Garzón entró en las vidas de los jóvenes periodistas que investigábamos la guerra sucia del felipismo.Fue el día en que mandó a la cárcel a Amedo y Domínguez en base a las pruebas que Melchor Miralles había encontrado enterradas en un zulo del sur de Francia.

Aunque el actor Pedro Mari Sánchez le proporciona por anticipado el aire orondo, senatorial y pagado de sí mismo que en esa época todavía no había adquirido, en lo que clava al personaje es al fundir su apariencia de fragilidad con sus ademanes de firmeza.De igual manera que Sgarbi estimulaba los instintos maternales de Lady BMW y sus amigas, el Garzón de esa etapa parecía un raro espécimen -el juez valiente, capaz de hacer frente a la apisonadora del poder-, necesitado de protección ante los espasmos vengativos que desencadenaba su audacia. En su porte y su mirada siempre parecía cruzarse esa veta de fatalismo que impregna la melancolía del héroe.

Ni siquiera cuando aceptó integrarse en la lista electoral de aquel a quien luego bautizaría como mister X, terminé yo de caerme del guindo. Me limité a mandarle un tarjetón -«No me puedo creer lo que me cuentan»- ofreciéndole ayuda psicológica para salir de la trampa que pensaba que le estaban tendiendo. Y, sin embargo, ya entonces su conducta puso en evidencia que no era un idealista sino un mercenario, que su toga y su conciencia eran de alquiler y estaban en subasta, que su proyecto no era la hegemonía del derecho sino el culto a su personalidad, la conquista del poder y el enriquecimiento por la vía rápida.

Todo esto quedó, sin embargo, camuflado en la trastienda cuando, tras declarar que se había sentido utilizado como un «muñeco» -frustrado en realidad por no haber sido nombrado ministro-, volvió al juzgado y retomó con brío decisivo la investigación del caso Marey. En Amarga Victoria queda constancia del «nudo que se me hizo en la garganta» cuando una noche me trasladó la más dramática de las confidencias: «Tengo razones para temer por mi vida. Son capaces de matar si hace falta».

Como se refería a la trama organizadora de los GAL, yo le di la misma verosimilitud que debió otorgar la crédula señora Klatten a Sgarbi el día en que le dijo que necesitaba dinero porque había atropellado a la hija de un mafioso y la banda había puesto precio a su cabeza. En nuestro caso no pedía ayuda en metálico sino respaldo editorial y se lo dimos a manos llenas. «Que sepas que te vamos a apoyar a tope porque lo que está en juego es que en España la Justicia sea igual para todos», le dije aquella noche.Con la perspectiva actual y, teniendo en cuenta que el episodio concreto que le había puesto en el disparadero de la indignación era la acusación -difundida por el entorno de Vera- de que se había ido de vacaciones a la República Dominicana con cargo al erario público, debo admitir que, visto lo visto, ya ni siquiera estoy seguro de que aquello no fuera cierto.

El final de la inocencia llegó para nosotros con el caso Liaño.El desvelo maternal de Lady BMW hacia Sgarbi ha sido una broma comparado con el afán de proteger a Garzón que en los momentos difíciles exhibió su colega tanto desde el CGPJ como desde la propia Audiencia. De ahí la dimensión de la vileza con que él le correspondió -configurando las «pruebas» que darían pie a su infame condena por prevaricación- cuando vio que la más rica de las viejas damas estaba en apuros por el sumario sobre las trampas contables de Sogecable y dispuesta a arrojarse en sus brazos si él le daba el cariño procesal que necesitaba. La frialdad con la que Garzón mandó sin parpadear a su amigo inocente a la hoguera de Bacigalupo y Ancos para pasar a darse la gran vida como amante del grupo Prisa siempre constituirá uno de los momentos culminantes del despliegue de la maldad humana.

Por eso resulta inevitable ver un elemento de justicia poética en el hecho de que el mismo broker de aquella traición, el hoy representante de Prisa en Estados Unidos y México Antonio Navalón, haya podido ser el diseñador y artífice de la chapucera peripecia neoyorquina que para el superjuez puede terminar significando el final de la escapada.

Cualquiera que les conozca sabe que Navalón ha sido el Correa de Garzón, el corruptor de mayores que ha ido desplegando ante él todo el abanico de las tentaciones del poder, la fama y el dinero. De la misma manera que, tras levantarles la pasta a Ruiz Mateos, las eléctricas o Mario Conde, España se había quedado pequeña para él, también había llegado el momento de que su pupilo el juez campeador diera el salto al gran teatro del mundo.

Lo de hacerles unos buenos servicios ora a Mayor Oreja y Aznar, ora a Rubalcaba y Zapatero había estado bien como aprendizaje, pero él no podía conformarse con eso. Le esperaban el Nobel de la Paz, las Naciones Unidas, el altar de la Justicia Universal Sólo quedaba por cumplir un pequeño requisito. Tenía que aprender inglés de modo que un día se pudiera decir de él lo mismo que del personaje de Richard Gere en American Gigoló: «Domina varios idiomas además de la lengua internacional».

A Garzón siempre se le había dado bien la «lengua internacional» -la impostura jurídica no tiene fronteras-, pero fatal los idiomas, y si lo del inglés podía resolverse matando tres pájaros de un tiro, pues miel sobre dos capas de hojuelas. ¿Quién puede aportar la vitola académica? La Universidad de Nueva York. ¿A quiénes debemos agasajar en la Gran Manzana? A los capitostes de Prisa y aledaños, Felipe González incluido. ¿Quién paga la fiesta? Pues alguien que nos pueda necesitar; por ejemplo, el Santander.

Todo habría salido a las mil maravillas si no fuera porque un magistrado del Supremo genuinamente progresista como Luciano Varela, respaldado por cuatro colegas de peso -incluido el presidente de la Sala Segunda-, ha descubierto y denunciado al Consejo la avaricia del cobrar dos sueldos a escondidas y el descaro de no abstenerse en el trámite de la posterior querella contra Botín.Ambas indecencias quedan exponencialmente agravadas por el hecho, aireado por la propia universidad, de que fue el mismo Garzón quien «obtuvo» el dinero de su última protectora.

Ahora se ha creado una situación insuperable. Pues por la misma razón que se nos dice que Garzón no se iba a corromper porque le pagaran unas clases, también podría alegarse que un alcalde de un municipio como Pozuelo no se compra con dos coches o no digamos un presidente de comunidad autónoma con tres trajes.Y de la misma forma que, no sin fundamento, se argumenta que la querella contra Botín se habría archivado en cualquier caso, también podría aducirse que en la mayor parte de los concursos Correa y los suyos presentaban ofertas competitivas que no hubieran precisado de sobornos.

¡Qué lástima que al perder la competencia sobre el caso Gürtel, el gigoló vaya a dejar de estar muy pronto enfrente de un espejo tan preciso! Pero por eso no se preocupen: seguro que a Narciso no le faltarán estanques.

Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.