La revuelta siria ha entrado en un callejón sin salida. Cuando está a punto de cumplirse el primer aniversario del levantamiento popular, el régimen ha decidido jugarse el todo por el todo y emplear su artillería pesada para tratar de aplastar las protestas que tienen su epicentro en la ciudad de Homs. Su propósito no es otro que someter la revuelta de manera definitiva y dar una lección que quede grabada a sangre y fuego en la población, tal y como hiciera hace 30 años en Hama.
Sin embargo, el presidente Bachar el Asad yerra tanto en el diagnóstico como en el tratamiento de la crisis siria, ya que si algo ha quedado meridianamente claro en este último año es que a más represión más movilización de la calle. Ante el dilema de abandonar el poder motu proprio o morir matando, parece haber optado por la peor de las opciones. En este sentido está siguiendo, a pies juntillas, el guión escrito en Libia por Muamar el Gadafi a pesar de su fatal desenlace.
Una vez fracasado su intento de poner fin a las manifestaciones pacíficas mediante el uso de francotiradores, las tropas sirias han optado por el bombardeo de áreas densamente pobladas con artillería pesada. Esta decisión ha incrementado de manera notable el número de víctimas civiles en las últimas semanas. Eso sí: el régimen se ha guardado de emplear la aviación para evitar dar argumentos a la comunidad internacional para que imponga zonas de exclusión aérea. Estos actos constituyen crímenes de lesa humanidad que deberían ser inmediatamente investigados y perseguidos.
De lo anteriormente dicho cabe deducir que las estrategias de supervivencia adoptadas por Bachar el Asad hasta el momento han resultado fallidas, ya que ni han conseguido desmovilizar a la población ni tampoco han fortalecido al régimen, que cada día que pasa es más débil. Sus promesas en torno a una eventual liberalización política mediante la enmienda de la Constitución o una nueva ley de partidos resultan obscenas, ya que tienen como telón de fondo un escenario prebélico. El régimen parece ignorar que la coerción sólo funciona si es empleada con cuentagotas en circunstancias excepcionales, pero no puede convertirse en un recurso cotidiano para perpetuarse en el poder.
Esta peligrosa escalada de la violencia ha tenido al menos un efecto positivo, ya que ha despertado a la comunidad internacional del profundo letargo en el que se hallaba sumida. Durante los primeros meses de la revuelta popular, EE UU y la UE dieron un voto de confianza a Bachar el Asad, a quien veían como un reformista maniatado por los halcones del régimen. Esta lectura, a todas luces errónea, dio un balón de oxígeno a las autoridades sirias, que consideraron que disponían de un tiempo extra y, en consecuencia, apostaron por la vía coercitiva para aplacar las movilizaciones. La sangrienta represión, que ya ha provocado más de 6.000 muertes, ha convencido finalmente a los países occidentales de que no pueden permanecer de brazos cruzados mientras Siria se despeña hacia la guerra civil.
Ante la inmovilidad de la comunidad internacional ha sido la Liga Árabe la que ha asumido el protagonismo estableciendo una hoja de ruta para la era post-Asad. Una vez constatado el fracaso de su misión de observadores, el organismo regional adoptó un plan que preveía el establecimiento de un gobierno de coalición nacional con la presencia de los grupos de oposición y la celebración de elecciones parlamentarias y presidenciales para elegir un Parlamento plenamente representativo. Este plan gozó de un amplio consenso interárabe, no sólo por parte de los países más beligerantes hacia el régimen sirio (con Catar y Arabia Saudí a la cabeza), sino también de los gobiernos post-revolucionarios (Túnez, Libia y Egipto). Todos ellos han retirado sus embajadores en Damasco y han congelado las relaciones bilaterales.
Sólo tras el planteamiento de dicho plan, la comunidad internacional ha movido ficha, debatiendo un proyecto de resolución destinado a condenar a las autoridades sirias por sus reiteradas violaciones de los derechos humanos y exigirle un completo cese de los ataques contra la población civil. Además, la propuesta de resolución conminaba al Consejo de Seguridad a revaluar la situación cada 15 días y adoptar medidas más contundentes si no se apreciaba cambios sobre el terreno. Esta amenaza nada velada fue interpretada por Rusia y China como un primer paso para establecer una coalición de voluntades que, tal y como ocurrió previamente en Libia, podría intervenir militarmente bajo la doctrina de la Responsabilidad de Proteger. El consiguiente veto ruso-chino no puede entenderse plenamente sin aludir a los intereses estratégicos y comerciales que ambos países tienen en Siria. Además, a ninguno le conviene sentar precedentes que podrían ser empleados en el futuro inmediato contra otros países (léase Irán) ni allanar el camino para que EE UU refuerce su posición en la región.
Pero quizás lo más determinante en el gran juego que unos y otros están librando en torno al futuro de Siria sea el pulso de las potencias regionales para ganar peso en el Nuevo Oriente Próximo post-revolucionario. No es ningún secreto que Arabia Saudí pretende exportar su modelo ultraortodoxo wahhabí al resto del mundo árabe y que ha puesto sus petrodólares al servicio de esta causa. Lo verdaderamente novedoso es que los saudíes están aprovechando la actual coyuntura, teóricamente adversa para sus intereses, para recuperar el terreno perdido en las dos últimas décadas y para tratar de condicionar la labor de los gobiernos islamistas recién electos. Su propósito no sería otro que frenar las reformas democratizadoras y obligarles a adoptar un programa maximalista. Pese a su empeño, es poco factible que Riad consiga salirse con la suya, puesto que su rancio proyecto político representa un ataque contra la línea de flotación de la Primavera Árabe.
De otra parte nos encontramos con Irán, que intenta preservar a toda costa el arco chií que va desde Irán hasta Líbano pasando por Irak y Siria e, incluso, extenderlo a otros países del golfo Pérsico con población chií como Bahréin. De ahí su empeño por desarrollar un programa nuclear que podría consolidar su hegemonía regional y ser empleado como arma disuasoria contra sus enemigos tradicionales: EE UU, Israel y Arabia Saudí. Por último, nos encontramos con Turquía, que parece haber sacrificado su política de cero problemas con los vecinos para adaptarse al nuevo escenario regional tratando de convertir su modelo islamodemócrata en un referente para el conjunto de movimientos islamistas árabes.
En el caso de que la comunidad internacional no dé con la fórmula mágica para resolver la situación, estos tres actores jugarán un papel central en el futuro de Siria. Lo que no está nada claro es qué precio están dispuesto a pagar cada uno de ellos para mantener o extender su influencia. Si bien Irán ha apostado todas sus cartas para apuntalar a su aliado estratégico porque considera su supervivencia prácticamente un asunto de seguridad nacional, no parece que Arabia Saudí o Turquía estén dispuestas a librar en territorio sirio una guerra contra Irán a través de actores interpuestos. Además, es altamente improbable que la oposición siria se preste a entrar en dicho juego o que las diferentes comunidades étnicas y confesionales que componen su heterogéneo mosaico social se dejen manipular por las intrigas regionales.
Así las cosas, cabe preguntarse cuánto tiempo será capaz de sobrevivir el régimen sirio en unas condiciones cada día más adversas. Abandonado por el mundo árabe, asfixiado por las sanciones internacionales y estrangulado por una profunda crisis económica todo parece indicar que el apoyo iraní y ruso será insuficiente para garantizar su supervivencia. El gran perdedor de esta angustiosa espera será, una vez más, la población civil, que deberá derramar aún más sangre antes de que el régimen se desmorone de manera definitiva.
Por Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante y autor de Siria Contemporánea.