El gran salto chino hacia dentro de la epidemia

Antes de que el mundo tome conocimiento del surgimiento del nuevo coronavirus, que hoy en día provoca pánico mundial, Li Wenliang, un oftalmólogo con residencia en Wuhan, notó algo extraño en algunos pacientes, notó que aparentemente dichos pacientes habían contraído un virus desconocido, que se asemejaba al síndrome respiratorio agudo severo (SRAS), el cual coartó a China tiempo atrás, hace casi una generación. Unos días más tarde, después de que Li enviara un mensaje de advertencia a varios médicos en un chat grupal, este médico de 34 años fue convocado por la policía, institución que le obligó a firmar una carta confesando que “había realizado comentarios falsos” que habían “perturbado el orden social”. El ahora ya ha fallecido Li cayó víctima del propio virus – hoy denominado como COVID-19 – acerca del cual él mismo fue quien dio la voz de alarma.

La muerte del Dr. Li – junto con nuevas revelaciones sobre los esfuerzos de China para silenciar a los denunciantes del COVID-19 – encendió la indignación mundial, y con razón. Si el gobierno chino hubiese estado más preocupado por proteger la salud pública que por suprimir información poco halagüeña, pudiese haber tenido la capacidad para evitar la propagación del virus. Hasta ahora, el COVID-19 ha infectado a más de 74.000 personas sólo en China, y se lamentan más de 2,000 muertes por esta causa.

Y, no obstante, esta no es la primera vez que la negación de la libertad de expresión se ha vinculado a una mortal emergencia de salud pública en China. Cuando comenzó la epidemia de SARS en el año 2002, las autoridades chinas inicialmente también intentaron encubrirla.

Afortunadamente, Hu Shuli – el fundador y editor-gerente de Caijing, un semanario de negocios – sacó a luz las maquinaciones de los funcionarios públicos con relativa rapidez. Después de enterarse de que los pacientes en Pekín tenían fiebres misteriosas, envió periodistas a hospitales para entrevistar a médicos. Los reportajes de Caijing ayudaron a obligar a que los líderes de China reconozcan públicamente la existencia del SARS – el primer paso para controlar el virus. Aun así, para cuando se contuvo el SRAS, el virus ya se había extendido a más de 8.000 personas en todo el mundo y había matado a casi 800.

Pero la represión de la libertad de expresión en China tiene un historial respecto a la salud pública aún más inquietante. Esta represión también desempeñó un papel importante al permitir la devastación causada por la política del Gran Salto Adelante de Mao Zedong – la mayor calamidad que China ha enfrentado desde que el Partido Comunista asumió el poder el 1949.

En el año 1958, Mao decidió que, para lograr una rápida industrialización, los aldeanos debían ser conducidos por la fuerza a comunas, donde realizarían tareas industriales que en otros lugares habrían dependido de máquinas y fábricas. Por ejemplo, a millones de personas se les asignó la tarea de producir acero en pequeños hornos de traspatio, a menudo ellos tenían que fundir herramientas agrícolas para cumplir con su cometido.

Al desviar la mano de obra hacia una industria a pequeña escala altamente ineficiente, el Gran Salto Adelante destruyó la producción agrícola, lo que dio lugar a una grave escasez de alimentos, que persistió incluso después de que la iniciativa finalizara en el año 1960. De acuerdo al periodista chino Yang Jisheng – cuyo relato fidedigno basado en dos décadas de investigación acerca de la hambruna resultante se publicó en Hong Kong en el año 2008 – una cantidad no menor a los 36 millones de chinos murió de hambre entre los años 1958 y 1962.

Al igual que con el COVID-19, la información vital sobre las calamitosas consecuencias del Gran Salto Adelante se suprimió desde sus propios inicios. En un principio, las autoridades del gobierno central  desconocían en gran medida el desastre que se estaba desarrollando en el campo, esto debido a la reticencia de los funcionarios locales en cuanto a transmitir información que podría haberse considerado como una crítica a Mao.

Pero, incluso cuando los principales líderes de China se enteraron de la hambruna, ellos mantuvieron el asunto en silencio, en lugar de pedir ayuda externa. Proteger la reputación de Mao era la máxima prioridad y, dado el extremo aislamiento internacional de China en ese momento, el mundo exterior no se enteraría de dicha hambruna a menos que los chinos se lo contaran.

La supresión de la verdad sobre el Gran Salto Adelante persiste hasta el día de hoy, y los funcionarios del partido prefieren restarle importancia a la tragedia retratándola como el resultado de las malas condiciones climáticas. El libro de Yang aún no puede ser publicado en la China continental.

El vínculo entre el hambre y la libertad de expresión no se limita a China. Tal como señalo hace unas décadas el filósofo y economista de la India y ganador del Premio Nobel, Amartya Sen: “nunca se ha producido una hambruna en la historia del mundo en una democracia que funcione”. Los líderes que dependen del apoyo de votantes que tienen la libertad de criticar las políticas públicas, no sostienen, generalmente, políticas que causan que dichos votantes se  mueran de hambre.

Este no ha sido el caso, por ejemplo, en Zimbabue, donde aproximadamente la mitad de la población – unos 7,7 millones de personas – se enfrenta hoy en día a una situación de inseguridad alimentaria, según el Programa Mundial de Alimentos. Niveles de desnutrición sin precedentes acosan a ocho de los 59 distritos de Zimbabue.

Durante mucho tiempo se ha conocido a Zimbabue como “el granero de África”, esto gracias a su clima relativamente templado. Pero, el cambio climático está pasando la factura. Para empeorar las cosas, décadas de mala gestión económica por parte de Robert Mugabe – quien prescindió de la rendición de cuentas democrática durante su gobierno de 37 años, mismo que terminó cuando los militares lo obligaron a renunciar en el año 2017 – han producido inflación galopante, alto desempleo, escasez de combustible y prolongados cortes de energía. Todo esto ha empeorado significativamente la difícil situación de los zimbabuenses.

La libertad de expresión es mucho más que disidencia política directa o tolerancia de ideas, actos o imágenes que consideramos que son ofensivas. Tal como Sen escribió en el año 1990: “puede verse cómo un conjunto de libertades – libertad de criticar, publicar, votar – que está conectado por un vínculo causal a otros tipos de libertades”, como por ejemplo se conecta con “la libertad de escapar del hambre y la mortalidad por hambruna”. A esa lista deberíamos agregar “la libertad de evitar la muerte causada por el COVID-19”.

Aryeh Neier, President Emeritus of the Open Society Foundations and a founder of Human Rights Watch, is author of The International Human Rights Movement: A History. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos.

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