El gran teatro de la Defensa: entre la tragedia y el sainete

Un soldado de la infantería española, Pedro Calderón de la Barca, en su genial auto sacramental, «El gran teatro del mundo», describe la actividad humana como un teatro donde cada individuo juega un papel. Esa concepción calderoniana de lo humano, llevada al gran teatro español de la Defensa, suscita gran pasmo en el espectador, quien presencia dos representaciones simultáneas bien distintas. En un lado observa un crudo y austero escenario exterior con tres tablados principales: Afganistán, el Índico y el Líbano, donde operan contingentes militares españoles. En el otro contempla un benigno y abigarrado escenario interior donde actúan las grandes figuras de Defensa. Trufando todo, un órgano de promoción, comunicación y propaganda potencia esa dualidad con un incensario muy descompensado, consecuencia, quizá, del desconocimiento de lo obvio: las tropas y sus operaciones son la razón de ser de los órganos centrales (Estado Mayor de la Defensa incluido), y no al contrario.

En Afganistán nuestros soldados desarrollan disciplinadamente unos papeles que no se entienden bien. Porque España no está en guerra, pero los españoles allí desplegados sí lo están. Se lo recuerdan los ataques de un enemigo que para el escenario madrileño no existe, pero que en el tablado afgano es tan omnipresente que no solo condiciona la función, sino que frecuentemente la convierte en tragedia. Es difícil entender qué razón operativa impide que los combatientes puedan emplear todos los medios y formas que podrían legítimamente utilizarse en una guerra. Ni qué razón ideológica mantiene el embozo con el que la comunicación oficial disimula una guerra vergonzante y clandestina (por la difusión oficial). En el Índico, nuestros marineros e infantes de marina patrullan tratando de disuadir y proteger nuestros barcos y legítimos intereses pesqueros frente a la piratería. El caso Alakrana de finales del pasado año, cuyos ecos permanecen en el éter y en los juzgados, ha sido un paradigma de incoherencia entre el show peninsular y el drama en la mar. Por ello, a pesar del duro trabajo y de la brillante actuación de nuestros militares, los resultados de una operación -conducida desde Madrid- llegaron a afectar negativa e injustamente al prestigio de la Armada. Algún ingenuo se pregunta todavía por qué, si finalmente la cosa habría de solucionarse pagando, no se empezó por ahí, ahorrando: sufrimientos a los pescadores, angustia a sus familiares, dinero y hastío a todos por obligarnos a asistir a un sainete tan impropio. En el tablado libanés un general español tomó posesión, a finales del pasado enero, como jefe de misión y comandante de la Fuerza Provisional de las Naciones Unidas (FINUL). Al acto formal del relevo asistió la máxima autoridad de Defensa acompañada de un abultado séquito político-mediático-tramoyista. La presencia de tantos actores del escenario central parecía presagiar, por fin, una escena unitaria. Pero el espectador esperaba que el nuevo jefe de FINUL entrara apoyado por un equipo nacional similar al de sus predecesores. Nueva frustración: frente a los 280 italianos del anterior comandante, España solo ponía 22 españoles. Ahora hay que pasar el platillo para ver qué otra nación da graciablemente lo que a España correspondería poner. Se reproducía así la dualidad escénica, que la comunicación oficial disfrazaba con un manto de fotos y alharacas para consumo interno.

La obra que se representa en el teatro de la Defensa es particularmente importante para el conjunto de la nación. No solo porque los errores o las incompetencias de unos podrían traducirse en costes de vidas de otros, sino también porque las Fuerzas Armadas -no se olvide- son uno de los pilares maestros de la defensa nacional. Estos monumentales argumentos exigen que las estrellas del reparto sean capaces tanto de meterse en las entrañas del respectivo rol como de entender el entorno en el que aquel se juega. Si esto falla puede haber comedia, pero no el arte que demanda la compleja representación de la Defensa. Igualmente, si las estrellas abusan del derroche de capacidades interpretativas (que alguna de ellas posee en grado superlativo), entonces incluso la obra teatral más sublime deviene en esperpento «valle-inclanesco».

Poner seriamente en valor el qué y el para qué de las Fuerzas Armadas y la institución militar es hoy el reto del teatro de la Defensa. Sin querer pontificar, unos simples apuntes sobre la profesión y el oficio militares lo primero que resaltarían es que los valores morales, aunque no son privativos de los militares, constituyen en estos un foco de especial atención. Los militares somos, antes que otra cosa, servidores del Estado y de nuestro pueblo. Y en aras de ese servicio, y por ser además depositarios -que no dueños- de la gran fuerza legal de la nación, renunciamos voluntariamente al pleno ejercicio de algunos derechos que son de común disfrute por el resto de nuestros conciudadanos.

Los militares, por el hecho de serlo, no somos ni héroes ni villanos. Somos instrumento, no fin. Somos, en definitiva, ciudadanos normales, cada uno con su bagaje personal y profesional, con luces y sombras; como todo el mundo. Pero, en general, a los militares no nos gusta que el servicio que prestamos a España se capitalice en beneficio político de unos pocos. Por eso, no apreciamos la promoción y el fomento de entrevistas y reportajes sobre militares que, de tan empalagosos, resultan increíbles. No buscamos reconocimientos; pero como seres humanos agradecemos que se nos otorguen. Y, por ejemplo, si la concesión de una condecoración es un motivo de enorme satisfacción tanto para quien la recibe como para sus compañeros, resulta perversa si por su instrumentación política provoca generalizado disgusto. Tampoco disfrutamos cuando concedido un premio a las Fuerzas Armadas, especialmente si es por sus operaciones en el exterior, alguien que no pertenece a ellas se autodesigna para recibirlo públicamente, sea cual sea la comunidad autónoma donde el acto tenga lugar. Somos asimismo especialmente sensibles a las visitas a nuestros enfermos o heridos hospitalizados (la «visita de hospital» siempre fue uno de los más serios servicios diarios en una unidad). Pero con la misma fuerza rechazamos que tales encuentros se orienten hacia objetivos de promoción mediática.

Frente a potenciales casos como los enunciados, uno sugeriría respetuosamente cuidar los modos y los mensajes. Recomendaría asimismo que los comediantes principales se estudiaran bien el respectivo papel. Solo poniendo cada cosa en su sitio, con el respeto y la intensidad que la razón y la lógica demandan, el teatro de la Defensa podría ofrecer un espectáculo unitario y coherente. Casi nadie se beneficia de una obra escénica que parece un incomprensible baturrillo de tragedia, comedia y sainete. En la pirámide militar se supone que el vértice superior representa al resto y los vacíos no son buenos para una institución que funciona a velocidad de régimen cuando se presenta disciplinada, jerarquizada y unida. Los vacíos siempre los ocupa alguien. Aunque, bien mirado, y secundando la lógica de Bertolt Brecht, se podría decir que si el atónito espectador quisiera ver solo las cosas que puede entender, entonces no tendría que ir al teatro: tendría que ir al baño.

Pedro Pitarch, Teniente General.