Por M. Gorbachev, ex presidente de la Unión Soviética; preside la Fundación Gorbachev para el Análisis Socioeconómico y Político (LA VANGUARDIA, 03/04/03):
Desde hace dos semanas hay guerra en las tierras de Iraq. Una guerra auténtica, que no tiene nada que ver con una “rápida intervención quirúrgica” ni con una victoria con un poco de sangre derramada en territorio extranjero, al contrario de lo que nos anunciaron los defensores de la acción militar.
En lugar de las previstas escenas de entusiasmo popular y de la distribución de alimentos, vemos en las pantallas de la tele panoramas de destrucciones colosales; y los boletines nos informan diariamente de las matanzas y del dolor de los civiles. No existe una “guerra limpia”; y una guerra que ha sido emprendida ilegalmente, contra el parecer de la comunidad internacional, es trágica por partida doble.
Esta guerra no sólo lleva luto y ruina al pueblo de Iraq; no sólo trastorna la vida cotidiana de una región crucial, y del mundo en su conjunto; pone en peligro todas las instituciones y estructuras que hasta ahora han permitido la existencia de la comunidad internacional.
Se trata de las Naciones Unidas y de su Consejo de Seguridad. Se trata de las relaciones de colaboración y cooperación de Estados Unidos con otros países y –lo más importante de todo– del derecho internacional como fundamento del orden mundial. Si se le menoscaba, si se priva de significado a sus principios y prohibiciones porque la única superpotencia los considera insustanciales, se registra en consecuencia un desencadenamiento de la fuerza, el arbitrio y una ausencia general de normas. Y acabaremos por precipitarnos en un tal abismo del que ni siquiera Estados Unidos podrá salvarse, e imagínense entonces cómo podrían hacerlo aquellos pocos que están dispuestos a apoyarlos en cada una de sus decisiones.
La acción militar de Estados Unidos y la doctrina norteamericana del ataque preventivo han desencadenado ya la carrera armamentista y han exasperado la situación en diversas regiones del planeta. Es algo que no puede sorprendernos, porque si todo se resuelve con el bastón, con la pujanza militar, no les queda en consecuencia otra opción a los estados que dotarse de armas hasta lo inverosímil, incluso armas de destrucción masiva. Y no hay nadie que pueda prever cuántos de esos estados querrán seguir el ejemplo norteamericano, ajustando preventivamente sus cuentas con sus vecinos y con sus enemigos. Un mundo de este tipo será mortalmente peligroso para la humanidad.
Los inspiradores y ejecutores de esta acción militar han infligido un golpe al corazón mismo de la democracia, pues han rechazado confrontarse con la opinión de la gran mayoría de los ciudadanos y de la gran mayoría de los países. Y cuando los principios y los procedimientos democráticos se reducen a formalidades vacías, resulta inevitable que millones de personas sientan una reacción de rabia, de frustración derivadas de la falta de salidas. Es entonces cuando se hace posible para muchos la idea y la tentación de dar “respuestas asimétricas”, y se multiplican las filas de los extremistas y de los terroristas. ¿Es eso realmente lo que quieren los dirigentes de un país con el cual se solidarizó literalmente el mundo entero cuando el 11 de septiembre fue golpeado por una bárbara acción terrorista?
En esta situación no podemos permitirnos caer en el pánico, ni rendirnos, aceptando sin reaccionar todo lo que está sucediendo. Sí, es cierto que las Naciones Unidas han sufrido un golpe durísimo, aunque –eso hay que decirlo– en caso de que hubiesen aprobado una acción militar absolutamente injustificada habría sido aún peor. Pero ahora, la única alternativa justa es la de volver a encauzar la situación en el seno de las Naciones Unidas. Es preciso un debate abierto en torno a la cuestión principal del día: cómo poner fin a las acciones militares.
Cada día que pasa representa para millones de ciudadanos iraquíes más privaciones, más hambre, más heridas y enfermedades; y la perspectiva de combates prolongados en las ciudades significa la muerte de miles y miles de personas. ¿Realmente creen que se pueda ayudar al pueblo iraquí mientras por todas partes estallan bombas de varias toneladas, mientras Bagdad y otras ciudades de Iraq están sometidas a bombardeos diarios? ¿Creen realmente que en estas condiciones se pueden reanudar las negociaciones sobre petróleo a cambio de alimentos? Es mejor que no nos hagamos ilusiones: la guerra y las acciones de caridad han sido siempre inconciliables y todavía lo siguen siendo.
Por eso vuelvo a decir que la solución es sólo una: detener la acción militar con una decisión del Consejo de Seguridad de la ONU. Pero, junto al examen de los problemas más urgentes, en primer lugar la salvaguardia de las vidas, es preciso empezar de inmediato una reflexión común sobre cómo salvar esas instituciones que –aunque sea con dificultad– han mantenido unido el mundo en las últimas décadas. Es cierto que algunas de ellas han envejecido y que apenas soportan las tensiones provocadas por problemas viejos y nuevos. Pero esto no debe servir de pretexto para justificar una “leadership destructiva”, que se proponga demoler sin construir en su lugar algo nuevo y más sólido. Se equivocan quienes creen que el mundo pueda guiarse por un solo centro. Al destruir las bases del orden mundial desencadenarán un terremoto global que acabará por arrastrarlos a ellos mismos.
Estados Unidos ha cometido un gran y terrible error. Un error que puede ser irreparable si se insiste en él. Es el momento de plantearse las cosas de nuevo, de volver a una vía razonable, de posar la vista en la comunidad de naciones, y de decidir todos juntos lo que hay que hacer para que el mundo no se precipite en el caos, para que las estructuras que han permitido aunque sea un mínimo gobierno de las cosas se salvaguarden y adapten a los desafíos del siglo XXI.