El Griego de Toledo

«Cuatrocientos años después de su muerte, podemos seguir disfrutando de sus modernísimos lienzos. A Picasso le atrajo su radical modernidad. Si bien, antes hubimos de leer los juicios más disparatados: que si sufría, dada la distorsión de sus figuras, de astigmatismo. ¿Nos habríamos atrevido a descalificar hoy las adelgazadas figuras andantes de Giacometti, las manzanas de Cézanne o los bodegones de Morandi por no ser reales?

Minos, primer soberano de Cnosos, transcurridos según parece algunos miles de años, pues los mitos se resisten al cómputo temporal de los humanos, se había cansado de su labor como juez de los muertos. El que fuera rey de Creta –hijo de Zeus y Europa– aburrido de impartir justicia sentado en su trono con un cetro de oro en la mano, estaba decidido a hacerse perdonar por el iracundo Poseidón. Se negaba a permanecer más en los Infiernos de Dante. Ya no podía sacrificar, como le exigía su quebrantada promesa, el gran toro blanco surgido de los mares en honor del dios de los océanos, ni reemprender la vida con su infiel Pasífae, ni conceder la vida al Minotauro, pues Asterión había muerto en el Laberinto a manos de Teseo. Pero sí promocionar a uno de sus súbditos: Doménikos Theotokópoulos.

Ante la estatua de Poseidón, y con la ayuda de Pasífae, contrastada hechicera, transformaba la sombra del Minotauro en un águila decidida a sobrevolar los cielos meridionales de Europa. La idea, según una versión apócrifa de la Odisea de Homero, se la había dado el astutísimo Ulises. La rapaz voló primero a Italia, a Venecia, la tierra de Tiziano y Tintoretto, y después a Roma, a estudiar a Miguel Ángel, para recalar en nuestras costas, ya en forma de pintor, en el año del Señor de 1577. El cretense había hallado su Ítaca, donde viviría treinta y siete años, principalmente en Toledo, cuyo escudo acoge, ¡ya que hablamos de águilas!, el águila bicéfala imperial.

A partir de entonces, aunque no sin sinsabores, tanto a causa del clero –que nunca entendió su increíble El Expolio–, como de Felipe II –a quien no gustaron El martirio de San Mauricio y la Alegoría de la Liga Santa–, conseguía erigirse como uno de los más sobresalientes pintores del siglo XVI. Y no sólo eso, sino en referente, junto a Velázquez y Goya, de la pintura española. Picasso, pese a retratarse como un Minotauro, y ser ensalzado con orgullo nacional, aún no ha logrado adentrarse en nuestro inconsciente colectivo estético y hasta épico. Aunque el griego nunca renunció a sus orígenes. Creta, y sus años en Italia, más mundana que España, habían dejado su imperecedera huella. Esto explica su voluntad de no renunciar a la lengua de Homero y su gusto por las compañías venidas de fuera. Nadie pues como el innovador manierista para reconstruir la historia de Laocoonte, sacerdote troyano de Apolo, y de sus hijos, atacados por dos serpientes.

Cuatrocientos años después de su muerte, podemos seguir disfrutando de sus modernísimos lienzos. A Picasso le atrajo, como a Manet o Chagall –decía Santiago Amón ( Picasso)–, su radical modernidad, como atestigua, por ejemplo, su desasosegante VistadeToledo. Si bien, antes hubimos de leer los juicios más disparatados: que si sufría, dada la distorsión de sus figuras, de astigmatismo. ¿Nos habríamos atrevido a descalificar hoy las adelgazadas figuras andantes de Giacometti, las manzanas de Cézanne o los bodegones de Morandi por no ser reales? Y más cuando el artista, sin contar con que sus obras de gran tamaño estaban pensadas para verse desde abajo, lo había explicado: «Nos gustan mucho más las figuras alargadas; y las mujeres de Toledo se ponen unos chapines para parecer más altas, más estilizadas, más elegantes»; que si no era sólo un católico ferviente, un soldado de la Contrarreforma, sino un místico, que entraba en trance al momento de pintar; que si sus modelos se escogían premeditadamente entre los internados en los manicomios de la ciudad.

Doménikos nunca perdió sus raíces helenas. Tenía criterio propio, no exento de tozudez. Se veía a sí mismo como un hombre refinado y atraído, ¡ay, su paso por Venecia!, por los placeres de la vida, gracias a los ingresos de un prolífico y no exigente taller; incluso, como un filósofo, en la estela de sus compatriotas Sócrates, Platón y Aristóteles. Y como tal hubiere preferido los animados salones de palacio, y las estridentes tertulias, a las lúgubres estancias de las iglesias. Pero, quién manda paga; eso sí, con límites. La Iglesia era su principal cliente. Su estilo es inconfundible: visión panteísta, atención al movimiento y búsqueda de la luz y del color. No extrañan sus disputas con la jerarquía eclesiástica y con los asesores reales a causa del nuevo aire de sus figuras y sus abocetamientos.

El Greco era, en todo caso, un experto retratista. Destaca su Autorretrato, ya adentrado en años, embutido en un traje negro con gorguera y garnacha blancas revestidas de piel, en el que nos increpa con mirada socarrona. El Retrato de Vicenzo Anastagi, de cuerpo entero y ejecutado en Roma, con un dominio de la técnica sólo al alcance de los más dotados. Tiene razón Fernando Marías (El Greco, historia de un pintor extravagante) cuando destaca su «naturalismo visual –colores, texturas y brillos– de armadura, calzones y medias; y por la elegancia del yelmo abandonado». O el icónico El caballero de la mano en el pecho. Velázquez aprendería la manera de construir de su La dama de la floren el pelo; a su cuñado Francisco Pacheco no le agradaban, en cambio, su ausencia de reglas. Aunque quizás pocos tan logrados como La dama del armiño. Pero también era un avezadísimo pintor de motivos religiosos: sus tremendistas Crucifixiones, sus Apóstoles tan humanos; la Adoración de los pastores, con sus cambios de perspectiva y su luz sobrenatural, pintado para ser colocado junto a su tumba; el bicromático Retrato de Fray Hortensio Félix de Paravicino, San Luis rey deFrancia…

El mismo Griego de Toledo nos dejó su testamento: «Un cuadro no es la reproducción inmediata de la realidad, sino un elemento para transformarla». Si bien, lo mejor es detenerse en El entierro del Conde Orgaz, de cuya modernidad dan fe las esquematizadas series del pintor Manuel Ángeles Ortiz. Lo humano y lo divino se dan la mano sin solución de continuidad. Qué mejor lugar –pensó inmodestamente– para retratarse. Y así lo hizo. Búsquenlo entre sus veintiún personajes. Merece la pena.

Pedro González-Trevijano, magistrado del Tribunal Supremo.

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