El 'Guernica’ y el doble rasero del odio

Hay que imaginar el temblor mínimo en la voz del comandante Juan López Durán la mañana del 10 de septiembre de 1981, hace exactamente 40 años, cuando al aterrizar en el aeropuerto de Barajas su Boeing 747 EC-DLD Lope de Vega, toma el micrófono y se dirige al pasaje: "Señoras y señores, bienvenidos a Madrid. Tengo que decirles que han venido acompañando al Guernica de Picasso en su regreso a España". No regresa sólo un cuadro que es mucho más que un cuadro, esa bestialidad de fiereza que impacta con su representación del horror, sino también el último exiliado. Así se llama literariamente al Guernica cuando se conoce que está ya en Madrid: el último exiliado, aunque no lo sea del todo, aunque queden los hijos de los que una vez salieron y ya no volverán, porque España quiere vivir en otra cosa. Pero la penúltima escena de la Transición es un lienzo enrollado de casi 8 metros de largo y 3 metros y medio de alto, volando en secreto desde el aeropuerto John F. Kennedy de Nueva York. Todo empezó a gestarse mucho antes, con el interés del Gobierno del ya ex presidente Adolfo Suárez en recuperar el cuadro, Íñigo Cavero, su ministro de Cultura, y el historiador Javier Tusell, director general de Bellas Artes, que ha encabezado las conversaciones con la familia Picasso y el MOMA, donde el Guernica ha estado expuesto los últimos 44 años. Es el 10 de septiembre de 1981 y aún creemos vivamente en los símbolos de reconciliación, como el cuadro Amnistía, de Juan Genovés, también llamado El abrazo porque representa eso, el abrazo imprescindible para seguir viviendo. El Guernica es más, porque es viento del pueblo convertido en ese latigazo de dolor con terrible memoria. Ambos cuadros han cubierto las paredes de miles de habitaciones que no han renunciado a la utopía de una vida común. Porque encarnan la narración del duelo, pero también el futuro. Hace 40 años, una mañana de sol, los dos cuadros se reúnen en un mismo territorio y eso tiene un sentido, un significado que no necesitamos explicarnos. Porque en 1981, España es un país que todavía cree en sí mismo.

El 'Guernica’ y el doble rasero del odioEs una suerte que el Guernica regresara hace 40 años y no ahora, porque también hemos retrocedido en la asimilación de los símbolos. Si el Guernica llegara hoy a la T4 no sería un emblema de la reconciliación, sino un motivo más para poner al día y hasta reivindicar ese odio ancestral que, para algunos, va implícito en el hecho de ser español. Ahora, lo que vivimos, es odio identitario con múltiples vertientes. Da igual la causa: ese odio existe, se oxigena, se motiva y se premia. Odia, que algo queda. Eso sí: hay odios repudiados casi masivamente, perseguidos y aireados con determinación pública, y odios más invisibles, que se condenan poco o levemente. Hay odios distintos, con más carga o reproche, y por tanto la categorización de la agresión también es diferente. Pienso por ejemplo en el muchacho que ha denunciado el ataque de ocho encapuchados en un portal de Malasaña: con independencia del desenlace, mereció un rechazo unánime justificado. Era un delito de odio homofóbico y por tanto, como no existe la presunción de inocencia y no hace falta investigar nada, tanto Grande-Marlaska como Irene Montero se lanzaron a condenar no sólo la agresión en sí, sino los discursos de odio alentados por la oposición. Y un ariete intelectual del PSOE, Jorge Javier Vázquez, hizo un alegato en televisión relacionando el ataque, directamente y con sentimiento seguramente cierto, con nuestra tolerancia «con los discursos de odio». Tanto esos discursos, como esa presunta «tolerancia», imagino que el presentador los asocia con los partidos conservadores, aunque habían condenado claramente la agresión. Eso también es España: enloda, que algo queda. ¿Qué fue de las balas a Marlaska? Pero los que odian siempre son los otros.

Es cierto que los delitos de odio homofóbicos están subiendo. Pero es que el odio ahora es nuestra religión. El odio a la diferencia sexual, el odio la inmigración y el odio ideológico. Cada identidad es un motivo de odio activo o pasivo. En ese sentido, el odio ideológico tiene un amplio alcance, con esa sección especial del independentismo violento verbalmente: quien quiera conocerlo, que busque vídeos de Pilar Rahola o las afirmaciones racistas de Quim Torra sobre los españoles. Su estrategia segregadora de odio, con el apoyo de los imprescindibles intereses parlamentarios, tiene resultados: una mesa bilateral entre el Gobierno de España y la Generalidad, aupada por Pedro Sánchez a un rango estatal que llega adulterado desde su primera gestación. Como ha ocurrido en toda esta campaña publicitaria de odio -porque España nos roba hasta cuando reventamos la ampliación del aeropuerto de El Prat-, la delegación autonómica en estas nuevas conversaciones vietnamitas de paz ha seguido hablando contra la voluntad de la mitad de su ciudadanía, sin representación en ningún extremo de la mesa. Los independentistas se han arrogado esa legitimidad, ignorando directamente, como suelen, a media población de Cataluña. Eso sin contar con que el trato discriminatorio hacia las demás regiones aumentará el hartazgo y la tensión, porque el Gobierno premia las algaradas y a quienes sólo saben pedir más, mientras se relega a los que cumplen con la solidaridad territorial.

Ahora me pregunto si exaltar o celebrar la salida de prisión de un terrorista que ha matado a gente no es también un acto de odio. Si organizar un homenaje a Henri Parot, por mucho que se intente disfrazar de "marcha solidaria" por el cumplimiento de su pena, no es también desplegar un paisaje de odio y de psicopatía hacia sus víctimas, teniendo en cuenta que Parot es responsable, entre otros muchos, del atentado de la casa-cuartel de Zaragoza en 1987, en el que murieron cinco niñas de entre un total de 11 víctimas mortales. Me pregunto si intentar legitimarlo, como padecemos desde un interesado blanqueamiento del horror, no es un delito de odio. O si preparar la entrevista a una tarada que pide el asesinato para los miembros de Vox o pide matar a alguien, sea del partido que sea, como la difundida por Rufián, no es una incitación al odio. ¿Qué habría pasado si fuera un perturbado de extrema derecha el que hubiera dicho que hay que matar a los independentistas? Por supuesto, condena total. Dirán que no es lo mismo, y aquí es donde el fanatismo se convierte en corrupción moral. Porque por supuesto que es lo mismo.

En el ataque fingido por el chico de Malasaña, con ese ensañamiento grabado en el culo que no fue una agresión, sino la coartada para su infidelidad, el asunto no es que nos hayamos lanzado en tropel a condenarlo, porque era totalmente condenable. El problema es que había demasiada gente deseando creer que era verdad, porque las agresiones falsas no existen. Pero resulta que sí existen. Por eso hay que investigar. Por eso no podemos padecer a unos ministros que repetidamente niegan la presunción de inocencia, mientras el odio descarnado aumenta de potencia, pero no solamente en una dirección. ¿No era odio el ataque con piedras a Vox en Vallecas? Habían ido a provocar, argumentaron entonces Iglesias y Echenique. O sea, ¿un gay tiene derecho a ir por donde quiera -que lo tiene-, y si perteneces a Vox, no, mientras se organizan exaltaciones del terrorismo etarra que sí son admitidas con total empatía? O estamos contra el odio, contra todos los odios, contra todas las violencias, o todo esto acaba siendo una broma terrible.

Los discursos de polarización son odio. Convertir el pasado cercano o remoto en un relato simple y maniqueo para enfrentarnos hoy es hurtarnos la posibilidad de encontrarnos mediante un diálogo sin trampas. La llegada a España del Guernica, hace 40 años, fue un cierre simbólico a la Transición no sólo política y civil, sino cultural. Hoy en cambio hablamos de guerra cultural, porque hasta en la cultura resulta difícil entenderse sin que te pongan una etiqueta en la frente. El Guernica y su historia nos sigue emocionando, pero somos peores.

Joaquín Pérez Azaústre es escritor.

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