El guirigay de las derechas

La izquierda española ha mostrado a lo largo de su historia gran proclividad a transmitir una imagen monolítica de la derecha, unida a ingredientes de intolerancia, dureza e incapacidad para adaptarse a los cambios asociados a la modernidad. De la mano de Joaquín Costa y del republicanismo se fijó a finales del siglo XIX el estereotipo de una oligarquía supuesta culpable de todos los males que impedían el progreso de España. Los historiadores de los años 60 y 70 construyeron en torno al mismo un discurso denso bajo la fórmula un tanto más sofisticada -de resonancias marxistas- de la dominación ejercida sobre el pueblo español por parte de un bloque de poder o bloque histórico constituido por elites absolutamente despreocupadas de su destino.

En dicho contexto, la izquierda que participó en la Transición a la democracia acuñó expresiones y eslóganes en la misma dirección, que han mantenido una clara vigencia hasta hoy: primero fueron «los 500 años» durante los cuales la derecha habría ejercido el poder (Felipe González dixit); luego, cuando su retorno al Gobierno se hizo inevitable, se recurrió al símbolo del doberman para amedrentar in extremis la conciencia de los honrados ciudadanos; y últimamente, al calor de los enfrentamientos explayados en la pasada legislatura con el Ejecutivo de Zapatero, se reiteró el eufemismo de la «derecha extrema» para definir la deriva hacia la intransigencia en la que se habrían embarcado los dirigentes y las huestes del Partido Popular. Deriva que contrastaba con el talante pretendidamente moderado de sus antagonistas.

La finalidad de este discurso nunca ha variado: los retratos simplistas y maniqueos por definición facilitan de forma altamente rentable la descalificación del adversario, máxime si se le dibuja como un espectro sociológico incapaz de desprenderse de sus connivencias con la dictadura franquista y, en consecuencia, esencialmente imposibilitado para aceptar en toda su plenitud el juego democrático.

Sin embargo, la historia casa mal con estas imágenes un tanto pueriles y esperpénticas, que sirven para condenar al Averno al rival político y de paso lo invalidan para ejercer el poder, pero que no se corresponden con una realidad empírica siempre mucho más compleja. El mundo conservador ha sido históricamente, y es en la actualidad, tan abigarrado y heterogéneo como lo que podríamos llamar -de forma un tanto abusiva- mundo progresista. Entre otros, ya lo señaló hace bastante tiempo el gran historiador francés René Remond al indagar en el pasado del país vecino, distinguiendo tres grandes corrientes en las derechas francesas, que además nunca presentaron un perfil estático: la reaccionaria o tradicionalista, la moderada o liberal-conservadora y la radical o bonapartista. Esta visión, que con matices podría aplicarse a otros países, funciona bien para entender la trayectoria conservadora hasta mediados del siglo XX, pero no después. Las tipologías analíticas se han complicado a la hora de describir los últimos 50 años, tras la irrupción de la democracia cristina, el desarrollo de la corriente tecnocrática, la aparición de populismos de variado signo, la revitalización del liberalismo y, más cerca del presente, el fenómeno de los neocons, particularmente evidente en EEUU.

Salvando las distancias, Pedro C. González Cuevas ha desarrollado un esquema parecido al estudiar el conservadurismo español de los últimos 200 años, y su conclusión difícilmente admite réplicas: en ningún momento del pasado se advierte una derecha monolítica y homogénea. La realidad siempre ha sido plural, nunca ha habido «una» derecha, sino varias, al margen de los grandes principios y valores que pudieran compartir las distintas opciones en presencia (el pesimismo antropológico, la prevención -dispar- contra el cambio, la defensa de la propiedad privada, la familia, la religión, etcétera).

Esa pluralidad de tendencias se manifestó desde los mismos orígenes de la contemporaneidad (cuando se acuñaron como opuestos los términos derecha e izquierda), recorrió todo el siglo XIX y se plasmó también, incluso con más fuerza que nunca, en el crucial periodo de la II República, a pesar de los grandes desafíos levantados contra el universo conservador por parte de la coalición de fuerzas de izquierda (republicanos y socialistas) asentada en el poder en los inicios de aquel régimen.

En este sentido, fueron antológicos los desacuerdos -con frecuencia feroces- que surgieron entre los minoritarios sectores monárquicos de extrema derecha (alfonsinos y carlistas), la corriente mayoritaria católica -mucho más posibilista y legalista- encabezada por Gil Robles, los liberales agrarios de José Martínez de Velasco, o los republicanos conservadores de Miguel Maura. Por no hablar de la Lliga Catalana de Cambó, el muy reaccionario PNV o, en fin, el insignificante fascismo español, auténtico pariente pobre al que nadie hacía caso antes de 1936, llamado a tener después una fuerte proyección simbólico-estética a cubierto tan sólo de las extremas circunstancias generadas por la Guerra Civil.

Con la pluralidad y heterogeneidad derechista ni siquiera pudo acabar el general Franco, por más que su caudillaje incontestado alcanzara una enorme legitimidad en ese mundo tras la victoria en el conflicto bélico. Las discrepancias entre falangistas, monárquicos, carlistas y católicos -contenidas con éxito variable a lo largo del tiempo- recorrieron toda la interminable trayectoria de la dictadura desde sus mismos orígenes. En los años 50 se vino a sumar incluso otra corriente de nuevo cuño, pequeña pero muy influyente a partir del Plan de Estabilización de 1959: los tecnócratas situados en los aledaños del Opus Dei, auténticos artífices del impresionante salto económico experimentado por España en la década siguiente.

Lo que vino luego, tras el cierre del periodo dictatorial, es de sobra conocido, desde el ascenso y caída de la UCD, la reducción a la irrelevancia de la extrema derecha propiamente dicha (Falange, Fuerza Nueva...), el largo peregrinaje y refundación de Alianza Popular, y su llegada al Gobierno en 1996 -ya como Partido Popular- bajo el liderazgo de José María Aznar.

Desde esta perspectiva, las trifulcas y tensiones que se han apoderado del centroderecha español en las últimas semanas, dibujando un futuro incierto, no debieran sorprender ni extrañar a nadie. Resulta un desenlace perfectamente lógico tras su desplazamiento del poder y la sucesión de dos derrotas electorales en apenas cuatro años, que han vuelto a dar pábulo al fantasma de la inatacable entronización de los socialistas en el gobierno, como ya ocurriera en tiempos de Felipe González.

Al día de hoy, en ausencia de un debate democrático abierto a la luz y los taquígrafos, desde fuera da la impresión de que se han dibujado dos sectores antagónicos en el PP, que los medios de opinión progubernamentales -de forma para nada inocente- interpretan en términos de un choque entre duros y moderados, entre centristas dispuestos a romper con la radical estrategia de raíz aznarista previa y los derechistas irreductibles fieles a ella.

Con todo, si se deja de lado esa dicotomía simplona y se tira de otros ejes analíticos se observará que la delimitación antedicha no resulta tan clara. Situar, pongamos por caso, a liberales sin tacha como Esperanza Aguirre o Alejo Vidal Quadras en la extrema derecha es a todas luces un ejercicio abusivo, incluso si por momentos aparecen alineados con Angel Acebes o Ana Botella -reconocidos militantes católicos- o aun aceptando que se vean jaleados por los medios de la derecha más confesional.

La delimitación de familias mirando a la cuestión nacional ayuda a aclarar el mapa de las banderías presentes y lo que está ocurriendo en los subterráneos del Partido Popular, que no puede interpretarse sin más como una lucha por el poder ajena a toda racionalidad ideológica. En este sentido, resulta esclarecedor que en torno a Mariano Rajoy se hayan colocado todos aquellos grupos y barones regionales que abogan por el diálogo con los nacionalistas supuestamente moderados (PNV, CiU, Coalición Canaria), sectores que no se han ruborizado al reconocer a Andalucía como «nación» (como mañana podrían hacerlo con la Comunidad Valenciana, Baleares, Galicia o, si se tercia, La Rioja, Aragón o Murcia), o que aspiran a equiparar los niveles competenciales de los territorios que gobiernan, o que han gobernado, con los que abre el nuevo Estatut para Cataluña.

Ahí parece detectarse uno de los núcleos fuertes de la disputa interna que está atravesando el Partido Popular: entre aquellos que defienden una nación y una democracia de ciudadanos iguales ante la ley sin cuestionar las bases del modelo autonómico, y aquellos que no ven otra forma de recuperar el poder que rendirse a las mieles de la España plural (¿o habría que escribir España tribal?), claros emuladores de la estrategia que tantos réditos está aportando a Zapatero.

Una estrategia ésta que en el fondo y en la forma de nuevo concede la clave de bóveda de la gobernabilidad a los minoritarios partidos nacionalistas periféricos, los mismos que aspiran a demoler la democracia española más pronto que tarde, y que hacen de su diaria deslealtad a las instituciones y de su insoportable presión sobre el resto de los españoles su inquebrantable razón de ser.

Desde un prisma no sectario, la democracia española requiere para sobrevivir una fuerza de recambio con ideas, valores, principios y liderazgos claros, que alimente una alternativa de conjunto frente al partido que hoy gobierna, no que postule su mera imitación. La alternancia es la clave de todo sistema democrático que se precie de tal. Por ello, simplemente desde una perspectiva de Estado, alguien debería decirles a los responsables del PP que los principios más sólidos para la construcción de una alternativa conservadora creíble, moderna y democrática se encuentran en la tradición liberal y constitucional que nació en 1808, que fue yugulada en 1923, que se ignoró y combatió a partir de 1931 y que no se volvió a recuperar (y sólo en parte) hasta más de cuatro décadas después.

Mal le irá a la derecha española si se aferra, sin más a postulados tecnocráticos, al confesionalismo rancio de las sotanas y las procesiones, o al pragmatismo estomacal ajeno a las grandes ideas del progreso, la democracia, la igualdad ante la ley, la libertad y los derechos individuales. Una estrategia de gobierno no se construye mirando sólo a complacer el bolsillo de los ciudadanos, perforando túneles, levantando hospitales o bajando impuestos. Los ciudadanos quieren algo más, bastante más.

Sin grandes principios, sin ideas, sin valores y sin imaginación, la Historia demuestra que más tarde o más temprano toda opción política está condenada a desaparecer. Los actuales dirigentes del Partido Popular no tienen por qué ir muy lejos a buscar sus fuentes de inspiración. En vez de copiar la estrategia del adversario y condenar al resto de los españoles a rendir pleitesía eterna a los nacionalistas periféricos, que miren a Rosa Díez y a su pequeño partido Unión, Progreso y Democracia: el suyo sí que es un discurso fuerte, claro, y coherentemente liberal, igualitario y democrático.

Si llegara a fracturarse el Partido Popular, futurible inmediato que no cabe descartar, la de Díez sería sin duda una magnífica salida para muchos de sus votantes.

Fernando del Rey, historiador. Recientemente ha coordinado el monográfico Las derechas: tecnócratas, liberales y neocons, en Historia y Política , nº 18, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.