El gusto en el arte

El gusto, esa aptitud humana para apreciar de manera inminente lo bello y lo que no es bello, fue definido por el sociólogo francés Pierre Bourdie como «la facultad de juzgar los valores estéticos de manera inmediata e intuitiva». Este concepto implica altas dosis de entendimiento y de sensibilidad. El gusto de una persona expresa de alguna manera su posición social, pues es un reflejo de sus preferencias, que inevitablemente quedan marcadas por sus experiencias y vivencias personales. La apreciación artística es consecuencia de estos factores que serán decisivos a la hora de apreciar y valorar una obra de arte.

La base cultural adquirida a la largo de la vida es fundamental para desarrollar los preceptos necesarios para establecer relaciones entre las distintas parcelas del saber. Ese proceso, que debe ser inmediato, tiene como fondo una base cultural que da coherencia y consistencia al juicio emitido: «me gusta» o «no me gusta». Así de sencillo. De esta manera, las preferencias que las personas tienen entre los distintos estilos artísticos dependen de su propia formación: sensibilidad, comprensión, conocimiento, tolerancia para con lo inusual y novedoso, etc. Estas propiedades se unen para formar el gusto. Así es como el de una persona cuya renta ha aumentado rápidamente en un plazo corto de tiempo suele diferir de aquel que hace varias generaciones que está acomodado y percibe de manera habitual cultura en su entorno, ya sea a través del fácil acceso a bibliotecas o a pequeñas pinacotecas en su ámbito más íntimo.

El gusto en el arte

Está claro que el gusto por el arte se adquiere y que uno de los modos de adquisición es a través de la educación. No me refiero a haber recibido cursos de iniciación artística, pero sí a tener una formación suficientemente amplia y profunda cómo para ser posible que se valore y juzgue con criterios mínimamente justificados basados en un conocimiento algo más que elemental. Decir «Picasso me gusta» o «Picasso no me gusta» es una simpleza que denota un desconocimiento absoluto de todo lo acontecido en la historia de la creación artística contemporánea universal. La importancia de este artista está por encima de los gustos. Él rompió con las formas de expresión establecidas hasta el momento, abriendo las puertas a todos los movimientos de vanguardia que tuvieron lugar en Europa en los primeros años del siglo XX. No hay que posicionarse en el lado fácil –esto es la mera apreciación estética, aunque sea el objeto de este artículo–; es necesario profundizar un poco más. En este punto es en el que el conocimiento juega el papel principal pues, con la educación adecuada, el juicio emitido ante un cuadro de Picasso siempre se elevará ante la elemental apreciación de líneas, planos y colores.

En el caso del Vasodeaguamediolleno del artista cubano Wilfredo Prieto expuesto en la pasada edición de la Feria ARCOmadrid, la cuestión es, de nuevo, mucho más profunda que un juicio de gustos simplón. Hay que remitirse a Marcel Duchamp y esa «Fuente» de 1917, que elevó un urinario a una peana y lo convirtió automáticamente en obra de arte. De ahí parte todo el desastre posterior. Lo de ahora no dejan de ser plagios, algunos más conseguidos que otros, de aquella transgresión del concepto de obra de arte. Octavio Paz lo vio con claridad: «Para Duchamp el buen gusto no es menos nocivo que el malo. Todos sabemos que no hay diferencia esencial entre uno y otro –el mal gusto de ayer es el buen gusto de hoy–, pero ¿qué es el gusto?».

De todas formas, el goce estético o el instinto para apreciar lo que es bello es igual de válido para cualquiera si lo vive con intensidad y le produce satisfacción emocional. Y siempre están las excepciones que confirman la regla: personas, muy pocas, con el don especial congénito para distinguir lo más elevado de las bellas artes; personas que identifican lo bello inmediatamente, disfrutando del viento suave y apacible que acompaña al buen gusto. Y todo lo contrario, personas debidamente preparadas para haber podido desarrollar esa excelsa facultad y carecer por completo de ella. Como dijo el profesor norteamericano Guy Davenport, «la diferencia entre el Partenón y el World Trade Center, entre una copa de vino francés y una jarra de cerveza alemana, entre Sófocles y Shakespeare, entre una bicicleta y un caballo, aunque pueda explicarse debido al momento histórico, la necesidad y el destino es, ante todo, una diferencia de imaginación».

Clara Zamora Meca, profesora de la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

1 comentario


  1. Felicito efusivamente a la autora del artículo, Clara Zamora Meca, por la sutileza y sensibilidad del texto, y al periódico ABC por acercarnos este tipo de reflexiones a los lectores.

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