El Hamlet de mi tiempo

Los aniversarios sirven para leer y releer, para descubrir y redescubrir. Lo más interesante es el redescubrimiento, la relectura: Cervantes y Shakespeare, pero también las constelaciones, las afinidades y las contradicciones: Shakespeare y Christopher Marlowe, Cervantes y sus contemporáneos. Incluso las constelaciones que podríamos llamar externas: Erasmo, Montaigne, Cervantes. Victor Hugo sostiene que Shakespeare y Cervantes, pero también una larga lista que comienza con Homero, con Job, con Esquilo, son escritores océanicos, escritores sin orillas, llenos de sectores de una profundidad insondable: monstruos marinos, nubarrones y tempestades inalcanzables, laberintos y cavernas. El Shakespeare de mi generación fue, en los comienzos, el de las grandes películas inglesas. Sobre todo, el del Hamlet de Laurence Olivier, que llegamos a conocer de memoria en el Santiago de Chile de fines de los cuarenta y comienzos de los cincuenta. Era una impresión del drama, de la gran tragedia, y quizá, por encima de todo, de la poesía. El verso de Shakespeare recitado por Olivier alcanzaba una belleza acerada, relampagueante.

Ahora recuerdo un atardecer en una casa del barrio de La Reina, en los faldeos de la cordillera de los Andes, un salón rústico y una chimenea de piedra, y la entrada repentina de Laurence Olivier y Vivien Leigh, silenciosos, algo hieráticos, quizá no acostumbrados al exceso de realidad sudamericana. Habían sido invitados hasta el lejano Santiago por el Instituto Británico de Cultura y ahí estaban, frente a los grandes troncos que ardían y crepitaban, sometidos a nuestras miradas y a nuestras preguntas provincianas, ingenuas.

Ahora, con mi memoria difusa, con un inglés necesariamente insuficiente, releo Hamlet con sumo cuidado, con el máximo de atención, y me llevo algunas sorpresas. El fantasma entra de inmediato en escena, mucho más rápido de lo que recordaba, y plantea de inmediato, a través de sus revelaciones de ultratumba, una situación extrema: asesinato de su hermano el rey, usurpación del poder, incesto. «Sábanas incestuosas», dice el texto, y la cara del fantasma, que alcanzamos a divisar, que en alguna forma adivinamos, está martirizada, deformada, marcada por un halo de sangre.

En el Quijote también hay fantasmas, sobre todo en el interior de la cueva de Montesinos, y hay cuerpos, huesos, pelos, barrigas, espaldas y piernas lastimadas. Los dramas de Shakespeare, en cambio, son dinásticos, homicidas, abismales. El fuego de Esquilo es la sangre de Shakespeare. En su orientación general, en cambio, la escritura cervantina es más amable, más risueña, socarrona y un tanto burlona. A menudo es crepuscular, pero no se complace en el negro absoluto, en los sentimientos vengativos, en la condena sin atenuantes. De aquí que los finales cervantinos sean más bien abiertos, y los de Shakespeare cerrados, clausurados, agobiadores. No sabemos a qué se debe esta diferencia. No tenemos una explicación suficiente. Observo, en cualquier caso, que la acción transcurre en el extremo norte: en Dinamarca, en Noruega, en espacios nebulosos, glaciales, no del todo conocidos. Y «algo está podrido en el Reino de Dinamarca», desde luego. Es decir, el espacio teatral es un norte espectral, sin tiempo, o cuyo tiempo se ha visto erosionado, carcomido.

Debo reconocer que tampoco había comprendido en forma cabal, en todo su detalle acerado, en su severidad y su crueldad, la función de la obra de teatro adentro del teatro, que comienza con un breve espectáculo de pantomima, que ya lo dice todo, puesto que una mano criminal destila veneno adentro de los oídos reales, y sigue con palabras en verso que parecen latigazos, pedradas. La indecisión del joven príncipe se explica: está colocado frente a un dilema terrible, de vida o muerte, y no es extraño que «la conciencia lo haga cobarde», y nos haga cobardes a todos.

En mi experiencia de años he seguido con el Rey Lear en la versión de Peter Brook, con una maravillosa Cordelia; con los horrores de Macbeth, hamletianos a su manera; con La Tempestad y con Romeo y Julieta. Mi conclusión personal es que sería conveniente leer a Cervantes para tomar un poco de distancia y un poco de serenidad burlona, soportando de ese modo algo mejor los puñales sanguinolentos del inglés y de algunos de sus contemporáneos, Christopher Marlowe y John Ford, entre ellos. La versión shakespeareana del poder y de sus entresijos, sus intrigas, sus traiciones, es sombría, incesante, sin mayores paliativos. Necesitaría asimilar ingredientes, elementos, chispazos de la Ínsula Barataria para resultar un poco más tolerable. Pero la isla inglesa es conocida por su humor, por su sonrisa, y nosotros, los hispánicos, por nuestra furia, por la sangre en los atardeceres taurinos. ¿Es un equívoco, una simplificación, una caricatura? Son, más bien, cuestiones de punto de vista. No falta el humor en el teatro de Shakespeare, pero es un humor casi siempre basto, turbio, delator de crímenes ocultos. Shakespeare, claro está, sabía introducir momentos menos ásperos. Porque era un poeta superior y era, además, actor en sus propias obras, de manera que sabía modificarlas y adaptarlas en función de los gustos de su público.

Al final de su vida preparó con cuidado su retiro de las tablas y se dedicó a cultivar las flores de su jardín. Cervantes, en cambio, no tuvo respiro. Su despedida de la vida, en la dedicatoria y en el prólogo del Persiles, es de lo más conmovedor que se ha escrito en cualquier literatura. Creo que Shakespeare, en cambio, no se despidió nunca de nadie en forma expresa. Se apartó en silencio, con astucia y premeditación, y ese apartamiento fue más elocuente que miles de palabras. No comparo con ánimo de competencia. Lo hago con sentido de la literatura, con admiración muda, compartida, insuficientemente manifestada. Escritores oceánicos, decía el prolífico y abundante Victor Hugo, admitiendo sus límites personales, mencionando a Esquilo junto a Homero, a Lucrecio, a Dante Alighieri, y razones no le faltaban. Yo salgo, entretanto, en busca del Inca Garcilaso, para que no me acusen de antiamericano, y para completar mis nociones, ya que para eso sirven, también, los aniversarios.

Jorge Edwards, escritor.

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