El Hermitage, un museo universal

Sin Pedro «el Grande» no existirían ni San Petersburgo ni las primeras colecciones artísticas que propiciaron la colosal reunión de un repertorio cultural de vastísima amplitud cronológica y sorprendente variedad temática, el del Hermitage, ámbito configurado por la formidable continuadora del zar fundador, Catalina «la Grande», y acrecentado por muchos de los monarcas que les fueron sustituyendo en el trono, hasta el cataclismo de 1917. En ese año, Nicolás II abdicó, la asoladora Revolución Rusa comenzó a desnaturalizar las estructuras sociales y gubernativas del viejo estado zarista, aniquiló a la tricentenaria dinastía Romanov —en 1918, el soberano y una parte considerable de la Familia Imperial, próxima y remota , fueron asesinados de manera inmisericorde— y construyó, encima de las ruinas de la anterior formación política, una nueva dictadura, la supuesta del proletariado, sobre un territorio de cerca de veintidós millones de kilómetros cuadrados que acabaría llamándose Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), regidas por el comunismo durante decenios.

La capital se trasladó a la venerable Moscú, la inigualable fundación de Pedro I —estimada como demasiado extranjerizante para los nuevos dirigentes— perdió su preeminencia, las propiedades imperiales fueron nacionalizadas y las imponentes colecciones de los nobles, así como las de muchas otras personalidades de diferentes rangos sociales superiores, fueron confiscadas y añadidas a las ya espectaculares que los zares habían acumulado. En consecuencia, de todo ello resultó un magno, multiforme e inabarcable museo que se estableció dentro de los muros del Palacio de Invierno y las demás dependencias unidas a este, una de las cuales, el Hermitage, que albergaba el núcleo primigenio del coleccionismo imperial, acabó por dar su nombre al vasto complejo arquitectónico.

Curiosamente , el primer Hermitage, ordenado levantar junto al Palacio por Catalina «la Grande», y ampliado con posterioridad durante su largo reinado, y en los siguientes, era un lugar, por su denominación, de aparente retiro en medio del suntuoso marco de la corte, donde la despótica soberana gustaba de recluirse, acompañada por sus íntimos y rodeada de las escogidas y cuantiosas obras que iba adquiriendo para su placer estético y con objeto de prestigiarse ante los ojos de la Europa ilustrada del siglo XVIII, a fin de adquirir una rutilante imagen de emperatriz cultivada. Sus actividades de todo tipo poseían innumerables facetas que iban desde el impulso a las campañas bélicas en aras de la expansión del Imperio al disfrute de los favores de amantes y a la protección de intelectuales, sin parar mientes en el intercambio del uso de las habilidades de unos y otros, según creyese conveniente, de acuerdo con sus apasionados deseos o sus intereses científicos.
Actualmente, el grandioso Palacio de Invierno, el «Pequeño Hermitage», el «Viejo Hermitage», el «Nuevo Hermitage» y el Teatro del Hermitage forman una unidad, el Museo del Hermitage, que se extiende en su fachada norte a la orilla del Neva —el río que une el lago Ladoga al golfo de Finlandia— a lo largo del Muelle de los Palacios, y sobre cuyas riberas se alza, orgullosa y deslumbradora, la mítica San Petersburgo, aglomeración urbana que se ha llamado después, según las circunstancias, Petrogrado o Leningrado, para recuperar no hace mucho su nomenclatura inicial.

La historia de tan espléndido conjunto de edificaciones, así como su contenido, se confunde con la de la propia Rusia de los Zares en sus períodos de apogeo; no en vano, desde todas las regiones afluían a la fastuosa metrópoli incontables tesoros, producidos o descubiertos en las tierras del dilatado imperio, que abarcaba desde las fronteras de la sojuzgada Polonia por el Oeste hasta los límites de Asia y el norte de América por el Este. A la vez, los agentes de los monarcas y de la nobleza proponían obras artísticas que se vendían en los países europeos, año tras año, como resultado de quiebras económicas, crisis financieras, botines de guerra o ruinas familiares. Así, todo lo que poseía calidad, antigüedad, riqueza, brillantez o singularidad convergía en la fascinante ciudad de las Noches Blancas y sus alrededores, exornando las residencias de monarcas, príncipes, aristócratas o potentados.

Como consecuencia de tan fabulosa historia de acumulación de tesoros, hoy el Hermitage ofrece un extraordinario panorama de pinturas de los grandes maestros clásicos y del siglo XX : Leonardo, Rafael, Tiziano, Caravaggio, Rubens, Van der Weyden, los Brueghel, Veronés, Correggio, Ribera, Simone Martini, Fra Angelico, Botticelli, Watteau, Rembrandt, Tiépolo, Velázquez, Murillo, Tintoretto, Zurbarán, Guardi, El Greco, Poussin, Chardin, Matisse, Picasso, Ingres, Delacroix, Cranach, Friedrich, Kandinsky, Gauguin, Fragonard, Boucher, David, Renoir, Monet, Degas, Cézanne, Malevich, etc... Tan rica asamblea pictórica puede que sea lo más llamativo del museo, pero cerca de veintiocho kilómetros lineales de salas no se llenan solamente con cuadros...

Hay que recorrer la infinidad de estancias del Palacio de Invierno y disfrutar de sus grandiosos salones, anchas galerías y soberbias escalinatas, de su mobiliario, tapices y alhajas del mundo de las artes decorativas, de la porcelana a los bronces; admirar las series de esculturas de todas las épocas, así como los dibujos de los maestros, la magnífica colección de arqueología, desde los vasos griegos a las joyas de oro de los escitas, los frescos budistas y los iconos bizantinos, las creaciones de Fabergé y las grandiosas lámparas, la plata inglesa y la orfebrería germánica, las cerámicas y las piezas de malaquita, los mosaicos, los trineos, la indumentaria, los esmaltes y los marfiles... Constituye un universo inacabable de gloriosas maravillas, del que no es menor ornato la sucesión de retratos y los refinados utensilios de generaciones de rusos y rusas, o las refinadas pertenencias de gentes de China, Turquía, Persia y distintos países más.

El Hermitage, heredero en una gran medida de los fastos imperiales en todas sus sugestivas facetas, ofrece un inmenso conjunto de testimonios valiosísimos de la cultura de Rusia y del mundo. Refleja muchos de los aspectos de las vicisitudes del país donde se acopió, puesto que también en sus espléndidos espacios interiores tuvieron lugar acontecimientos de crucial importancia, como la vida de los zares en general, la muerte, de resultas de un atentado, de Alejandro II, la inauguración de la primera Duma, la fatídica proclamación en 1914 del estado de guerra por Nicolás II desde uno de los balcones palaciegos, la toma del poder en 1917 por la Revolución al arrestar al Gobierno provisional, presidido por Kerensky...

Todavía se podrían referir innumerables hechos de índole muy diversa, no en vano el Palacio de Invierno fue el centro del vastísimo imperio; sin embargo, su carácter de museo enciclopédico es hoy, con su sensacional repertorio de todas las artes, que opaca lo demás, el acervo que hace revivir a los visitantes los grandes avances estéticos del pasado y les lleva a valorar las realidades del presente, merced a su consideración de institución cultural de primerísimo orden.

Por Juan J. Luna, conservador del Museo del Prado.

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