El héroe y el pueblo

Águila Roja es esa serie televisiva de notable éxito. Al público le van los héroes que, como el bandolero Luis Candelas, se meten con los ricos para ayudar a los pobres. El público español, además, siente predilección por los personajes un tanto chulescos o fanfarrones que sacan pecho y engolan la voz, quizá para liberarse de hábitos ancestrales de sometimiento al que manda. Compensa con fantasías las represiones de la vida real.

Águila Roja es un justiciero que responde al estereotipo del héroe popular, pero con una diferencia, a saber, que el pueblo no es un figurante al servicio del héroe, sino al revés, el héroe es una emanación del pueblo. Aguila Roja no es el Zorro. En este segundo caso los focos están centrados en las hazañas del enmascarado, quedando muy en la penumbra el sórdido mundo del pueblo, mientras que en la serie española la atención se concentra en cómo vive este.

El pueblo vive mal, sometido a un comisario, a la vez juez y policía, que mata o tortura a placer, sin más ley que su voluntad; una condesa que castiga con pena de muerte el robo de un conejo en su coto de caza; un señorito que convierte en ley sus caprichos. Luego están las perversiones de los poderosos, reyes y prelados, pero lo nuevo es la inmersión en la vida del pueblo. Vida de miseria y opresión, pero vivida con dignidad y solidariamente.
El televidente empatiza con un mundo que, aunque ya no es el suyo, le resulta conocido por haberlo vivido en su niñez o por haberlo oído contar a los abuelos. A ese mundo pertenecen, por ejemplo, los santos inocentes que Miguel Delibes sitúa en la Extremadura de los años 60. Personajes como el Azarías bonachón y primario, Paco el Bajo que compite con los perros en husmear los rastros de las perdices o la sufrida Régula del «aquí estamos para lo que guste mandar, don Pedro», son primos hermanos del Satur de la serie. Siguiendo la novela de Delibes, oí contar a alguien en un pueblo de la Castilla profunda que también él, de niño, sirvió de ojeador al señor de la vecina dehesa en una cacería. Tras una jornada agotadora regresaron, él y los demás chicos, a la finca esperando por recompensa participar en el sobrante de la merienda de los señores. El encargado de turno, igual que el don Pedro de la novela, los mantuvo a distancia, mandándoles volver a pie con su hambre hasta casa.
Hay un hilo conductor entre el presente y ese pasado que el televidente no traduce en indignación o venganza, como hará Azarías al final de la novela, ahorcando al señorito que por un desahogo ha disparado sobre su querida milana, sino en regocijo al ver cómo su héroe trae en jaque a todos los poderosos.
Estas historias de sobremesa o de prime time que cuentan a su manera lo que el pueblo ha vivido y sufrido, se han movido entre el fatalismo servil o la protesta discreta. Si el pueblo ha celebrado a los personajes chulescos es porque asumía su condición de siervo y así aceptaba que le trataran chulescamente. Esta forma de ser, por muy acusada que sea entre españoles, no es exclusiva nuestra. Ahí está el francés De la Boétie preguntándose, en un genial escrito de 1571, por La servidumbre voluntaria. Este lúcido humanista quería comprender por qué tantos hombres y tantas naciones se sometían voluntariamente a la tiranía de alguien que no tenía más poder que el que ellos le daban. «Hecho extraordinario y, sin embargo, tan común es ver a un millón de millones servir miserablemente, teniendo el cuello bajo el yugo, no constreñido por una fuerza muy grande, sino por la que ellos le reconocen». Esto de que los obreros votan al partido de los patronos viene de lejos.

Pero va ganando la protesta aunque sea bajo la forma discreta de saber lo que pasó y no creerse ya la historia que han contado los libros de texto. Esa lucidez se expresa en el convencimiento de que no ha habido una gran obra de cultura que no lo haya sido también de barbarie. El patrimonio cultural o material de un pueblo no lo han creado solo los grandes hombres. Cuando se construyeron las Pirámides en Egipto o las catedrales en Europa el pueblo siempre estaba allí y no solo arrimando el hombro, sino poniendo las espaldas. Bertolt Brecht da fe de ello en el poema Cuestiones de un obrero que lee. Dice: «¿Quién construyó la Tebas de las siete puertas? En los libros se encuentran los nombres de los reyes, los reyes, ¿arrastraron los bloques de piedra? Y Babilonia tantas veces destruida, ¿quién la reedificó otras tantas? La gran Roma llena de arcos de triunfo, ¿quién los levantó?, ¿sobre quién triunfaron los Césares? El joven Alejandro conquistó la India, ¿lo hizo él solo? Cada 10 años un gran hombre, ¿quién corrió con sus gastos? Tantos relatos, tantas preguntas».
Es difícil explicarse la causa del éxito de las obras literarias y, tratándose de una serie, cabe esperarse lo peor, como si el éxito estuviera uncido al jaleo de las más bajas pasiones. En este caso, hay que relacionar el éxito con una creciente conciencia crítica del papel del pueblo en la construcción de la historia. Se daba por supuesto que su perra vida era el pago inevitable de la marcha de la historia. Cada vez ese pago es menos evidente.

Reyes Mate, filósofo e investigador del CSIC.