El hijo mezquino

De los tres personajes que aparecen en la parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32), el que menos atención ha suscitado, tal vez por ser un personaje aparentemente secundario en un texto cuyo eje es la grandeza del arrepentimiento, del amor y del perdón que encarnan el hijo pródigo y su padre, es el del hijo mayor. El hijo mayor -recordémoslo- es el que permanece junto al padre cuando su hermano parte con su herencia para disiparla, y el que, cuando su hermano regresa desahuciado y su padre lo acoge desde su amor incondicional, se enfada y se lo reprocha. «Hace ya muchos años -le dice- que te sirvo sin desobedecer jamás tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para celebrar una fiesta con mis amigos. Pero llega este hijo tuyo, que se ha gastado su patrimonio con prostitutas, y le matas el ternero cebado». Reproche al que el padre replica con una de las frases más bellas de todo el Evangelio: «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero tenemos que alegrarnos y hacer la fiesta, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado».

He titulado este artículo ‘El hijo mezquino’ porque en el relato evangélico tal es básicamente la actitud del hijo mayor: la de alguien falto de generosidad y nobleza de espíritu, pagado de sí y de su modo de actuar, incapaz de entender la generosidad del padre que sale corriendo al encuentro del hijo que vuelve, lo abraza sin echar cuentas y manda celebrar su llegada.

En la iconografía artística de esta fascinante parábola, no resulta habitual la presencia del hijo mayor, porque lo que suele representarse es el «regreso del hijo pródigo», es decir, el momento del reencuentro de padre e hijo, momento en el que, a tenor del texto bíblico, el hijo mayor se hallaba ausente. Muestras de lo que digo son, por ejemplo, ‘La vuelta del hijo pródigo’ de Francesco y Jacopo Bassano que posee el Prado o el maravilloso Murillo de la National Gallery de Washington.

Rembrandt: El retorno del hijo pródigo
Rembrandt: El retorno del hijo pródigo

Deslumbrante excepción a esta regla es el ‘El retorno del hijo pródigo’ de Rembrandt que cuelga en el Ermitage, cuadro de una fuerza expresiva tal que no creo que nadie que haya tenido la fortuna de verlo pueda llegar a olvidar. Interpretando libremente el relato de Lucas, Rembrandt hace al hermano mayor coprotagonista del encuentro y logra una escena de una extraordinaria condensación dramática. Mientras el padre abraza con las manos abiertas al hijo que vuelve y se arrodilla a sus pies, el hermano mayor observa a cierta distancia con rostro adusto, incapaz de participar de la alegría del reencuentro.

En las mismas fechas en las que Rembrandt firmaba su versión de la parábola evangélica -su cuadro es de 1662, aprox.-, Bartolomé Esteban Murillo pintaba en Sevilla la serie de seis cuadros sobre el mismo tema que, procedente de la National Gallery de Dublín, exhibe en la actualidad el Museo del Prado. Y curiosamente también en los cuadros de Murillo, que narran la escena evangélica, la presencia del hijo mayor resulta ostensible. Hasta en tres de los seis cuadros aparece su figura con actitudes distintas: en el primer cuadro, que representa el momento en el que su hermano pide y recoge su parte de la herencia, aparece cariacontecido respaldando a su padre; en el segundo, el de la despedida, muestra un gesto indiferente, quizás, como se ha apuntado, desmentido por el pañuelo que agarra con la mano derecha; por fin, en el último, el del retorno del hijo pródigo, aparece también distanciado del abrazo de su padre y su hermano, observando la escena serio y cabizbajo. La inteligencia narrativa de Murillo ha recreado con estos tres visajes la última secuencia de la parábola, que estaría incompleta de no haber sido reflejada la actitud del hermano mayor. Por cierto, resulta sorprendente que en el catálogo de la exposición del Prado, Aoife Brady, conservadora de Arte Español del Museo de Dublín, diga hasta por dos veces en su ensayo que Murillo no alude a este episodio final de la narración: una cosa es que no haya una representación explícita de la discusión entre el padre y el hijo mayor y otra muy distinta que tal desencuentro no aparezca aludido.

Aunque los intérpretes de esta parábola evangélica normalmente se han centrado al glosarla en las figuras del hijo pródigo y del padre, en particular en esta última cuyo amor desmedido es claramente imagen del de Dios Padre, no han faltado las reflexiones sobre la actitud del hijo mayor, al que a menudo se enjuicia en términos gruesos. Así hay quien ha hablado de su «resentimiento torturado», de su «ira callada, retenida, autocensurada» que se transforma en rencor, de su cobardía… A mi juicio, el texto evangélico en su sobriedad resulta mucho más sutil que estas lecturas y creo que tanto Rembrandt como Murillo han sido en sus representaciones fieles a esta sutileza. El texto evangélico se limita a decir que, cuando el hijo mayor se entera de la vuelta de su hermano y de la celebración organizada por el padre, se enfada y se niega a entrar a la fiesta. Es entonces cuando se produce el diálogo entre uno y otro que he reproducido al principio y que concluye la parábola. En este sentido, tanto Rembrandt como Murillo se limitan a mostrar el enfado del hermano, que ha actuado -y aquí radica buena parte de la agudeza psicológica del relato- como un hombre común.

A diferencia del padre, que ha respondido al regreso del hijo pródigo con su amor sin límites, el hermano mayor ha hecho lo que en circunstancias similares todo hombre hace, es decir: compararse, juzgar al otro, sentir celos y envidia, enfadarse... El relato evangélico describe a la perfección, creo, todos y cada uno de los elementos de una reacción típica que está en la base de muchos de los conflictos interpersonales que jalonan nuestro día a día, singularmente en el seno de la familia. La reacción del hermano mayor es, en efecto, mezquina, no más que eso en principio pero tampoco menos que eso. Una reacción mezquina que seguramente -y es uno de los problemas que tendría que afrontar- ni siquiera es capaz de percibir como tal, pues cree estar en lo justo. La vulgaridad de su modo de actuar encuentra cumplida respuesta en el bellísimo parlamento del padre que deja el final del relato evangélico abierto. Este final abierto es uno de los grandes hallazgos de la parábola porque convierte las palabras del padre en una interpelación general dirigida a todo aquel que las lee o escucha.

Francisco Pérez de los Cobos fue presidente del Tribunal Constitucional.

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