El himno a la alegría

El cuarto movimiento de la Novena sinfonía de Ludwig van Beethoven constituye uno de los hitos más espectaculares y grandiosos de la música sinfónica de todos los tiempos. El genio de Bonn va construyendo, paso a paso, los prolegómenos de un estallido coral que no tiene parangón en la búsqueda de la armonía entre los instrumentos musicales y las voces.

El texto se inspira en la Oda a la alegría, de Friedrich von Schiller. La letra original no convenció a Beethoven, que la corrigió, no sé si para adaptarla a su inspiración musical o simplemente porque, con todos los respetos al insigne escritor alemán, le resultaba demasiado blanda, sentimental o, si se quiere, cursi.

De todos los millones de oyentes que a lo largo de su historia la hemos escuchado, ¿a quién, en esos momentos, le interesaba tener la traducción a mano? ¿Hay a alguno que le haya motivado más la letra que la música? Sería un sacrilegio musical convertir la masa coral de la Novena en un recitativo desgranado por una voz que nos leyese las estrofas del poema.
La Marsellesa no fue una creación de los ideólogos de la Revolución Francesa. Nace en 1792 y fue un encargo del alcalde de Estrasburgo en la guerra contra Austria. Concebida como Canto de guerra para el Ejército del Rin, se convirtió en símbolo de la revolución cuando los federados de Marsella la cantaron al entrar en París. Más tarde se declaró himno nacional y siempre se han cuestionado algunos pasajes de la letra.

Los himnos pocas veces son la expresión del sentimiento puro de un pueblo. Cuando uno visita países en plena y aguda crisis estructural, como Estado y como sociedad, se encuentra como elemento solidificador de las diferentes y antagónicas tendencias ideológicas, la letra de un himno que cose las costuras desgarradas de la patria con el hilo de la emoción anticolonial.

Nuestro país, por una serie de avatares que no podrían condensarse en las apretadas líneas de este artículo, no supo aglutinar los sentimientos comunes de todos sus habitantes. No es el momento de lamentarnos, sino de admitirlo, madura y serenamente. Las discrepancias son muy hondas y pasará tiempo antes de que las generaciones futuras puedan construir un punto de encuentro emocional que, sin necesidad de ponerle letra al himno, las una a todas en un sentimiento colectivo.

La bandera es un signo externo y visible que identifica a los diferentes países. Nuestra Constitución, en el artículo cuatro, describe su formato añadiendo que se compone de tres franjas horizontales, roja, amarilla y roja, siendo la amarilla de doble anchura que cada una de las rojas. Hago este inciso para recordar a los patriotas de ocasión que no está prevista la inclusión del toro de Osborne o cualquier ocurrencia más o menos chistosa.

Los himnos sirven también para que algunos jefes de Estado se lleven la mano al corazón exteriorizando, se supone, las intensas emociones que les despierta su música. En definitiva, una demostración de patrioterismo de charanga y pandereta que solo demuestra la banalidad de los himnos frente al verdadero patriotismo del día a día.

Hasta tal punto los himnos son conflictivos y confrontadores que cuando se interpretan en encuentros entre jefes de Estado no se canta la letra y solo se instrumentaliza la música para evitar tensiones innecesarias, como sucedería en las visitas del rey de España a Latinoamérica con letras alusivas al tirano dominador español.

El himno es el reflejo musical de un sentimiento triunfador sobre alguien del pasado. En las competiciones deportivas cumple su verdadero papel simbólico. Solo el que queda en primer lugar siente la emoción de ver izar su bandera y escucha la música de su país.

Al final, lo auténtico es lo que se conecta con las raíces de las gentes que forman parte de una nación. Muchos conocemos el Haka, canto guerrero y desafiante de los maorís que interpretan los jugadores del equipo de rugby de Nueva Zelanda antes de los partidos. Se escenifica con gestos intimidatorios hacia el contrincante que contempla, entre asombrado y divertido, la expresión folclórica de su verdadero significado. Estamos ante un espectáculo deportivo que busca un vencedor y un vencido. El himno nacional neozelandés, por lo menos para mí, es un perfecto desconocido.

Cuando oigamos la música de nuestro himno pensemos, sin necesidad de cantar, lo que verdaderamente sentimos y lo que podemos hacer para que seamos un país más tolerante, más solidario y más integrado en el mundo que nos rodea.

El Comité Olímpico español está empeñado en buscar una letra para uso exclusivo de los deportistas. Han desistido a la vista de la reacción mayoritaria, pero no abandonan la idea de que el himno tenga letra. Resulta chocante que este organismo, que rige el mundo de un deporte cada vez más profesionalizado y mercantilizado, cuyas figuras más relevantes demuestran su patriotismo llevando sus ganancias a paraísos fiscales, sea al que le ha entrado este ataque de ardor patriótico.

Lo que sí pido, como melómano, es que su tempo sea un poco más lento y solemne. En algún sitio debe haber una grabación del himno nacional interpretado por la Filarmónica de Viena, dirigida por Leonard Bernstein. Los asistentes de pie, en silencio, escucharon en el Teatro Real de Madrid, profundamente emocionados, una versión musical irrepetible.

José Antonio Martín Pallín, magistrado emérito del Tribunal Supremo.