El histórico fracaso de Benedicto XVI en Auschwitz

Por Daniel Jonah Goldhagen, autor de Los verdugos voluntarios de Hitler: los alemanes corrientes y el Holocausto (Taurus) y de La Iglesia católica y el Holocausto: una deuda pendiente (Taurus). Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 08/06/06):

Algunos momentos concretos ofrecen a los políticos y los líderes religiosos las condiciones para dejar grabados gestos o pronunciamientos simbólicos en la conciencia histórica. En 1970, en una ceremonia de conmemoración, el canciller alemán, Willy Brandt, se postró espontáneamente de rodillas, claramente invadido por la emoción y el arrepentimiento (a pesar de que él había sido enemigo del nazismo), ante el monumento a la revuelta del gueto de Varsovia. Juan Pablo II, el primer Papa que visitó la sinagoga de Roma, en 1986, se dirigió a los judíos allí congregados en términos humildes e inolvidables, como "nuestros hermanos mayores".

El papa Benedicto XVI dispuso de un momento así el domingo 28 de mayo en Auschwitz. En estos tiempos en los que el presidente de Irán y otros están volviendo a negar la existencia del Holocausto, la visita de Benedicto, contemplada por todo el mundo, tuvo importancia histórica y política. Este Papa alemán confirmaba con su presencia y sus palabras la falsedad y la mentira que representa negar el Holocausto. Llegaba, dijo, para cumplir "un deber con la verdad y la justicia debida a todos los que aquí sufrieron". Sin embargo, lo que tuvo de bueno su vista a Auschwitz quedó anulado por el discurso que pronunció, que no mostró nada parecido ni a la sincera emoción de Brandt ni a la humildad de Juan Pablo, y que se apartó escandalosamente de lo que el propio Benedicto XVI ha llamado su obligación de decir la verdad. Por el contrario, el Papa emborronó la interpretación histórica, eludió la responsabilidad moral y rehuyó el deber político.

Benedicto exoneró injustamente a los alemanes de su responsabilidad en el Holocausto y atribuyó la culpa exclusivamente a "una banda de criminales" que "usaron y abusaron" del pueblo alemán, engañado y presionado, como "instrumento" de destrucción. Lo cierto es que los alemanes, en general, apoyaron la persecución de los judíos, y muchos de los cientos de miles que la llevaron a cabo eran ciudadanos corrientes que actuaban de buen grado. No se puede atribuir la culpa del Holocausto, por completo o incluso principalmente, a una "banda criminal". Ningún especialista alemán, ningún político alemán, se atrevería hoy a proponer el relato mitológico que hace Benedicto XVI del pasado.

El Papa sí dijo que "los gobernantes del Tercer Reich querían aplastar a todo el pueblo judío". Pero luego convirtió el Holocausto en un ataque fundamentalmente dirigido no contra los judíos sino contra el cristianismo, al afirmar, sin razón, que el motivo por el que los nazis deseaban matar a los judíos era, en definitiva, "arrancar la raíz esencial de la fe cristiana", es decir, que lo que les movió a matar judíos fue que el judaísmo era la religión de la que procedía el cristianismo. Como sabe cualquier historiador e incluso cualquiera que se moleste en estudiar un poco -y como los historiadores de la Iglesia suelen esforzarse en subrayar-, los criminales alemanes consideraban que los judíos eran una "raza" malévola y poderosa, una "raza", no un grupo religioso. Su deseo de aniquilar a los judíos no tenía nada que ver con el anticristianismo.

El hecho de que Benedicto XVI no dijera que los alemanes asesinaban judíos porque los odiaban encaja en su incapacidad general de afrontar la importancia histórica del Holocausto en el asesinato de masas alemán. Esta omisión rige su discurso de forma sutil y no tan sutil, como en su intención de no llamar al crimen ni Holocausto ni Shoah (Shoah lo incluyó en el último momento, cuando ya había repartido el texto), y en el dato de que la mención explícita de la matanza de judíos ocupase menos de 200 palabras en un discurso de casi 2.300, muchas de ellas dedicadas a la mencionada cristianización del Holocausto. Por supuesto, está muy bien reconocer y recordar que los alemanes asesinaron a otros pueblos, pero de los 1,1 millones de víctimas de Auschwitz, un millón fueron judíos. Y fue una fábrica de muerte diseñada específicamente para los judíos. Por el discurso de Benedicto XVI, nadie podría saber ese dato tan fundamental. Además, la manipulación histórica de Benedicto XVI para cristianizar el Holocausto es un escándalo moral porque oculta la realidad más inquietante sobre el papel de la Iglesia católica en este asunto: en toda Europa, las iglesias respaldaron de forma tácita y activa la persecución de los judíos. El papa Pío XII, los obispos alemanes, los obispos franceses, los jefes de la Iglesia polaca y otros: muchos líderes eclesiásticos, movidos por el antisemitismo, apoyaron o reclamaron la persecución de los judíos (aunque no su matanza). Algunos, como los dirigentes eslovacos y los sacerdotes croatas, llegaron a participar personalmente en los propios asesinatos de masas. Benedicto XVI eliminó y ocultó toda relación entre la Iglesia católica, el cristianismo y el Holocausto, un retroceso importante respecto a la postura que habían adoptado anteriormente Juan Pablo II y muchas iglesias católicas europeas. Por asombroso que parezca, Benedicto XVI entró en Auschwitz, cementerio de un millón de judíos, y no mencionó ni una sola vez el motor fundamental del Holocausto: el antisemitismo. Ni mucho menos el antisemitismo histórico del cristianismo, que durante siglos fue omnipresente en Europa y que culminó en el nazismo y el Holocausto. Independientemente de las diferencias entre el antisemitismo nazi y el caldo de cultivo antisemita del cristianismo, es el vínculo histórico y moral ineludible entre la Iglesia, los nazis y Auschwitz. Desde el Vaticano II, en 1965, la Iglesia ha condenado enérgicamente el antisemitismo y lo ha calificado de pecado. Y, sin embargo, Benedicto XVI, símbolo político y moral para un mundo expectante, permaneció despreocupadamente callado en Auschwitz en un momento en el que el peligro del antisemitismo está resurgiendo, sin pronunciar una sola palabra en su contra y sin recordar a la humanidad lo que ese mal había engendrado allí: una fábrica de muerte. Al final, Benedicto XVI se preguntó dónde estaba Dios. Una pregunta de clérigo. Pero la pregunta que brilló por su ausencia fue dónde estaba la Iglesia. Al apelar a los misterios de Dios, el Papa ocultó incluso uno de los aspectos de la conducta de la Iglesia y Pío XII de los que más se ha hablado siempre: por qué no dijeron nada. Por qué no hicieron algo más para ayudar a los judíos. Semejante evasiva no es la mejor forma de que un dirigente moral asuma su responsabilidad, ni mucho menos de cumplir con la obligación moral de la Iglesia del arrepentimiento y la reparación. En su breve papado, Benedicto XVI ha dado grandes muestras de buena voluntad para mejorar la actitud de la Iglesia respecto a los judíos de hoy. Pero al disimular el pasado -al exculpar a los criminales alemanes y a la Iglesia, al universalizar el Holocausto y al quitar importancia a su motivación puramente antijudía- ofrece al mundo una imagen que contrasta desfavorablemente con la de Juan Pablo II, que, en ocasiones similares, habló con franqueza y humildad y en el espíritu de una Iglesia dedicada a hacer reparaciones, y que se esforzó especialmente en advertir al mundo sobre los males del antisemitismo. Benedicto XVI ha dado un paso atrás en lo que la Iglesia católica había asumido en los años anteriores a su pasado: la necesidad de reconocer su papel en la propagación del antisemitismo y la persecución de los judíos; que muchos católicos, empujados por ese antisemitismo de la Iglesia, intervinieron en la persecución y matanza de los judíos; que la Iglesia debería haber hecho mucho más para ayudar al pueblo agredido. Y, sobre todo, que la Iglesia, como decía la declaración de los obispos franceses en 1997, debe confesar su 'pecado' y pronunciar 'palabras de arrepentimiento'. Sólo entonces tendrá derecho Benedicto XVI a pedir la reconciliación a las víctimas.