Por Rosa Sopeña, comunicadora (EL PAÍS, 03/05/06):
Cuando este artículo se publique, hará semanas que habrán desvanecido los comentarios y ecos residuales de opiniones difundidas, publicadas, radiadas y televisadas, en la cita anual del 8 de marzo, Día de la Mujer. Lo que no ha cesado, sin embargo, es el registro siniestro de muertes. Se habrán volatilizado los recordatorios, las denuncias, las palabras cargadas de buenas intenciones y propósitos, pero muchas de ellas enfermas de anemia galopante, debilitadas por contradicciones que alertan de deficiencias medulares que auguran desfallecimientos y colapsos. Pese a la solvencia de algunas voces, la polifonía acaba siendo plana, rayada, aburrida. Quizás lo justifique la necesidad de un mensaje que no termina de llegar con eficacia a los receptores necesarios, seguramente por defecto de la propia emisión y del método elegido para llevarla a cabo. A veces se tiene la percepción que ni las propias mujeres creen hasta sus últimas consecuencias la reivindicación de sus derechos.
La sedimentación cultural de años de dependencia se ha evidenciado tan eficaz y sutil que en ocasiones se hace imposible a la mujer deslindar autonomía y familia, familia y derechos personales; derechos personales y vida familiar y laboral; vida familiar y vida íntima. Todo se le ha adjudicado y vendido en un kit adornado con el engañoso lazo rojo del amor y de la entrega. Por él, se renuncia a la autonomía y se entierran aspiraciones personales.
Año tras año, el mismo ritual e igual o parecido balance: avanzamos, sí, pero tan lento (a pesar de nuestra masiva irrupción en la vida laboral, universitaria, social y política) que cada vez se hacen más abrumadoramente evidentes las diferencias discriminatorias para con las mujeres. Nuestros salarios son notablemente inferiores en los tramos de menor nivel, moderándose en las zonas de escala superior. Sin embargo, en esos niveles ejecutivos es donde de forma implacable se paraliza a las mujeres, desactivando su capacidad, su experiencia y creatividad, sembrando en ellas un germen de frustración y desánimo, cuando no una autoinmolación personal en aras de logros profesionales que le serán escasamente reconocidos y que, excepcionalmente, le permitan romper el escalafón de una legislación no escrita.
Ha llegado el tiempo de dejar de engañarnos, de enfrentarnos a la autocrítica individual sin concesiones, de abandonar la coartada cultural y social. Pese a reconocer su influencia, ésta debe ser superada por el deseo comprometido con el cambio. La liberación no es la asunción de una doble jornada laboral: privada y profesional, y mucho menos lo es la aceptación de salarios vejatorios y contratos que deprecian la capacidad reproductora femenina como un lastre personal. Tampoco lo es la sumisión emocional que sistemáticamente relega los argumentos razonados, las decisiones meditadas, los deseos conscientemente expresados de las mujeres a la voluntad última del hombre, en la esfera íntima y privada. La liberación no es, con lo que de gran avance supone, la liberalización de la vida sexual femenina, mientras emocionalmente se entregue sin condiciones a la tutela sentimental del hombre. La liberación no es, solamente, el derecho constitucional de igualdad como sujetos sociales. Si deseamos no seguir engañándonos, no podemos, no debemos, quedar a la espera sine die, de logros jurídicos, laborales y sociales que emanen, únicamente, de la determinación voluntariosa del Estado. Éstos, siendo necesarios y estimulantes, son insuficientes para el asentamiento de una reconocida y auténtica igualdad de oportunidades para todos: hombres y mujeres,
Se hace imprescindible que reconozcamos cuál es el terreno donde ha de librarse la gran contienda, que no es otro que el propio hogar, donde con mayor facilidad las mujeres hacen renuncia de sí mismas. El lugar donde han de derribar las propias y ajenas barreras y donde se apuntala la aceptación de la superioridad masculina. Una superioridad, curiosamente, no ganada por derecho, sino por el azar de las gónadas.
El reto es desalentador, desasosegante a veces, peligroso en otras muchas. Las fatídicas y sangrientas estadísticas lo denuncian. Las grandes diferencias no se producen en la reivindicación de derechos laborales frente a extraños -el empresario, el jefe inmediato, el supervisor de planta-, la madre de todas las grandes diferencias se da en la propia casa, con el compañero y hasta con los hijos, aunque sea difícil aceptarlo.
Grave dilema el de las mujeres. La defensa de los derechos individuales frente a la penalización emocional, cuando no física, es el alto e injusto precio que muchas de ellas han de pagar por semejante atrevimiento. ¿Cómo no entender lo que a veces puede parecer ambigüedad? ¿Existe algún otro grupo social al que se coloque en tan radical situación?
La igualdad auténtica no es un problema de género, sino un problema social que afecta a todos. Habrá que apelar de manera explícita a la justicia masculina para la restitución de los derechos conculcados y a la fortaleza moral de las mujeres para solicitarlos allá donde le sean negados. Incluso, y sobre todo, en el propio hogar.