El Holocausto y la «desaparición» de Israel

Por Víctor Harel. Embajador de Israel en España (ABC, 27/01/06):

MIENTRAS el presidente de Irán, Ahmadineyad, continúa a diario martilleando sus vociferantes llamadas «a borrar a Israel del mapa», ante una comunidad internacional que lo tolera (¿1933?), la España oficial marca hoy (27 de enero), por segundo año consecutivo, el Día de la Memoria del Holocausto. Solemnemente, en el Congreso y en el Paraninfo de la Complutense, a 61 años de la liberación de Auschwitz, funesto campo de exterminio y símbolo de la sistemática aniquilación de un tercio del pueblo judío, España se une a un buen número de países europeos, en una jornada de recuerdo y reflexión sobre la Shoá, la página más monstruosa de la historia moderna.

Seis millones de víctimas inocentes cuyo único crimen era el de haber nacido judíos y por cuyas venas corría «sangre contaminada», y que, por lo tanto, era imprescindible que fuera borrada de la faz de la tierra. La biología determina el destino de la persona y hasta la tercera generación; bastaba con tener algún abuelo judío para ser bestialmente acarreado en abarrotados trenes -de ida solamente- a las estaciones «finales» Treblinka, Mauthausen, Dachau y tantas otras.

Sin posibilidad de elección, ni de escabullimiento.

Michel Epstein, en sus desesperados esfuerzos por salvar a su mujer, Irene Nemirovsky, la renombrada escritora (Suite Francesa) nacida judía y luego convertida y bautizada, escribe el 27 de julio de 1942 al embajador de Alemania: «En ninguno de sus libros encontrará usted una sola palabra contra Alemania, y si bien mi mujer es judía, habla de ellos, de los judíos, sin el menor afecto».

En vano: Irene y Michel fueron ambos gaseados en Auschwitz.

Aquel 27 de enero de 1945, al abrirse las puertas de Auschwitz, salían miles de sobrevivientes, sombras humanas, almas vacías, humillados y traicionados (por todos). Muchos de ellos se encaminaban a lo que tres años después sería el nuevo Estado de Israel. Allí encontrarían patria, hogar y dignidad, tratarían a duras penas de rehacer sus vidas. Habría quienes lo lograrían, habría quienes, abrumados por sentimientos de «culpabilidad» por haber sobrevivido, pondrían fin a sus días por manos propias.

Pesadillas y fantasmas del pasado acosarían a los sobrevivientes que regresaban del infierno e incluso afectarían a sus hijos, como si el número incrustado en el brazo pasara de generación en generación cual antorcha inextinguible.

Yo mismo, judío de origen húngaro, habiendo perdido a familiares cercanos en Auschwitz, reflexioné incesantemente sobre lo que los verdugos infligieron a mi pueblo, pero sólo al leer la notable obra de Adolfo García Ortega El comprador de aniversarios advertí otro terrible aspecto de la Shoá: lo que los nazis obligaban a los judíos a infligir a los suyos, a sus seres más queridos, padres, hermanos, hijos. Así, nos relata el sensibilísimo autor:

«Berek Goldstein tuvo que desvestir a su hijo de cinco años, dejarlo entre gritos en la cámara de gas, llevarlo después al horno y extraer sus cenizas con una pala de madera. Tuvo que hacerlo sin llorar ni enloquecer. Sabemos que cuando fue liberado Berek Goldstein se ahorcó en un árbol en la carretera de Katowice en abril de 1945... con la imagen de su hijo muerto, desnudo en sus brazos, antes de que él mismo lo arrojara a las llamas».

Israel llegó demasiado tarde para Berek Goldstein, y para seis millones de judíos, entre ellos más de un millón de niños.

Pero Israel no llegó demasiado tarde para convertirse ayer en refugio de los sobrevivientes y hoy en garante -único- del pueblo judío, asegurando con su mera existencia que la vergonzosa historia no se repita. ¡Nunca más!

Israel y el Holocausto se encuentran intrínsecamente entrelazados, lo llevamos dentro de nuestro sistema, corre por nuestra sangre «impura». Para comprender mejor la insistencia israelí en el «derecho a vivir», esa obsesión por la seguridad, sin que se considere como mera paranoia, es imprescindible conocer el significado de la Shoá y sus lecciones.

Ni amenazas de hacernos desaparecer ni intentos de deslegitimarnos alterarán aquello con lo que nos comprometimos: a recordar para nunca olvidar.

La conmemoración de la memoria del Holocausto y su singularidad revisten especial importancia -ética y educacional- en un país como España, que no vivió en carne propia el horror de la ocupación nazi. Y en una España en la que aún hasta el día de hoy continúan persistiendo en ciertos segmentos de su sociedad, en menor o mayor grado, el olvido, la ignorancia, la insensibilidad y el prejuicio, todos aquellos ingredientes que fomentan el caldo de cultivo del antisemitismo.

Basta con evidenciar en estos mismos días el cínico uso del Holocausto con fines antisemitas de la obra «Conversaciones con Primo Levi», en la cual para «honrar» a las víctimas judías es preciso deshonrar y mancillar a Israel. Manipulando y tergiversando se intenta convertir a las víctimas de ayer en los verdugos de hoy, poniendo en boca de Primo Levi, aquel gran hombre judío, viles expresiones que nunca pronunció ni sugirió.

Reiteramos nuestros encomios a todos aquellos que en España emprendieron la histórica iniciativa de instaurar el Día oficial de Conmemoración -de la que ha sido precursora la Comunidad de Madrid desde hace seis años- y a todos aquellos que la implementan.

Para bien de las generaciones futuras.