El hombre anuncio

Nunca imaginé que algún día habría de convertirme en un “hombre anuncio”. No de estos famosos posmodernos del deporte o el espectáculo que todo en ellos es una invitación a comprar lo que se ponen encima, ya sea un reloj o un calzoncillo. Me refiero a los de antes, aquellos que se limitaban a dos grandes tablas, una delante y otra detrás.

Fueron muy frecuentados en Estados Unidos pero aquí siempre se les consideró mal, como si se tratara de pordioseros. El ideal de aquel gremio casi extinguido consistía en que no superaran la talla media, de tal modo que sólo se les viera la cabeza. Un tipo alto equivalía a un pingüino entre dos tablas. En el periodo de nuestra Segunda República era habitual que anunciaran las últimas ediciones de los periódicos, pero con todo lo que vino después se valoraba como algo vulgar y exagerado y fue cayendo en el olvido.

Deberíamos volver al hombre anuncio en el mundo del libro. Dado que los suplementos literarios sobreviven entre el desdén de los lectores y las inclinaciones de sus promotores, probablemente no nos quede otro remedio que de vez en cuando aparezcamos unos tipos ridículos, encartelados, anunciando que hemos publicado un libro. O que no saben ustedes lo que se pierden si no leen tan o cual texto que jamás entrará en el Olimpo de la crítica canónica, la que sólo leen los canonistas y las grandes editoriales que las subvencionan.

España es un país que publica mucho y lee poco. No digamos Catalunya, donde además de subvencionar la edición y repartirla por las bibliotecas públicas no la lee literalmente nadie. En nuestra historia cultural jamás se había producido una distancia tan enorme entre lo que se publica y se jalea y lo que se lee. El libro, como objeto, se ha convertido en una especie de bibelot que uno debe tener y que es consciente de que jamás va a leer. El libro como significación de un estatus de persona pendiente del mundo cultural que le ha tocado vivir. Una estafa, o quizá algo más modesto, una engañifa.

Podría hacer una lista de libros más que interesantes aparecidos este año que no han recibido ni una reseña. Comercialmente no existen. Hay que encargarlos al librero. Y sin embargo tienen un valor superior al que las grandes editoriales promocionan para perplejidad de los lectores. Siempre me ha tentado hacer un artículo sobre los libros imposibles, aquellos que se publican con la absoluta convicción de que no los leerá nadie y que nos llegan a casa a los que nos dedicamos al oficio de leer. Son los hijos espúreos de los best seller que ha de asumir una editorial para quedarse con los derechos del libro fundamental y mercantil.

Pero estábamos en lo del hombre anuncio. Me constituyo en hombre anuncio. Mi editor, un tipo de Logroño, que edita singularidades bajo el epígrafe de Pepitas de Calabaza, me ha asegurado que mi libro no existe. A veces pasa, que los libros se imprimen y no por eso tienen vida; nacen muertos. El mío se titula Nunca llegaré a Santiago. Adoro este libro que fue editado por primera vez en 1996 por Mario Muchnik y que se agotó sin apenas haber aparecido. Problemas editoriales. Nadie se enteró de que existía. Recuerdo muy vívidamente su presentación en Barcelona. De lujo: Manolo Vázquez Montalbán, Oriol Bohigas y Josep Maria Espinàs. Un éxito del que no salió ni una reseña. ¡Que se joda! Y eso que Manolo estuvo brillante, como siempre, Bohigas agudo y Espinàs entregado, cosa nada fácil. Es nuestro mundo. Vales más muerto que vivo y tanto esplendor no basta para que te reseñen. En el fondo, las presentaciones suntuosas que no paga la editorial no merecen esfuerzo, porque nadie cobra por el esfuerzo sino por la eficacia. De ahí que en las actuales presentaciones de libros se tenga por costumbre colocar a los jefes de las secciones culturales de los diarios; Juanito Cruz, obligado.

En 1993 y sin saber que se trataba de un año Compostelano, ahí es nada, este hombre anuncio y el inefable ilustrador Toni Meseguer iniciamos un viaje entre lo iniciático y lo cutre por el camino de Santiago, desde Roncesvalles hasta donde nos diera la gana. Agnóstico él, ateo yo. Una singularidad de la que resultó un libro parece que maldito desde su nacimiento. Guardo de él un recuerdo emocionante, tanto de mi amigo y colega Toni Meseguer como de la fauna inverosímil que nos encontramos en el camino.

Decidimos parar la caminata en León después de más de quinientos kilómetros a pie firme y en condiciones muy deterioradas por la climatología y la golfería institucional que rodeaba aquel circo. Me dicen que nada ahora, en el camino de Santiago, tiene que ver con aquellos años de miseria y compañía. Ahora, parece, que se trata de un paseo sentimental y reflexivo. Tuve suerte, me tocó una época donde cada quien era él mismo. Si adoro Nunca llegaré a Santiago es porque se trata de un libro que no fue pensado para escribir sino para vivir y que luego salió lo que salió y que retrata, o lo intenta, un mundo perdido. Aquella meseta interminable de gente aventada e intemperante que te hacía sentir un personaje singular. Un ateo recorriendo un territorio de convictos católicos donde la piedad, la sensibilidad, la ternura estaba casi exenta. Una España con bastante más valor que esa mierda de libro, exasperadamente elogiado, del Viaje a la Alcarria, que no debe leerse sin conocer cómo fue concebido, desarrollado y escrito para engañifa de lectores de El Español.

Aquí estoy con los dos grandes cartelones del hombre anuncio. Si no tienen mejor libro para leer este verano, les recomiendo Nunca llegaré a Santiago, editado por Pepitas de Calabaza, dignísima editorial de Logroño con un catálogo de quitarse el sombrero. Lo escribí en 1993 después de un viaje alucinante a la galaxia de la España interior. Salir de un Roncesvalles nevado, ausente de paisanaje y en un día sórdido de frío e inquietud. Dos tipos poco dados a la espiritualidad convencional se decidían en una andadura por un camino marcado por los siglos y por un lema: “El Camino cambia a las personas”.

Es posible, pero debo añadir que hablando de mí mismo y sin inmiscuirme en la personalidad de mi acompañante Toni Meseguer, la verdad es que me enseñó mucho aquel recorrido por las ásperas llanuras navarras o castellanas. Pero cambiar, lo que se dice cambiar, apenas lo he notado. Forjó convicciones, aseguró personalidades y sobre todo permitió descubrir unos mundos discretos y ocultos que no figuran en los viajes programados. La riqueza de la fauna humana, discreta y poco numerosa, conmovía. Baste decir que no olvidaré nunca a ninguno de los personajes que aparecen en Nunca llegaré a Santiago. Quizá porque felizmente no forman parte de la vulgaridad urbana o la simpleza paleta; eran caballeros y damas seguros de su propia inseguridad, sin tapujos, sin trampa. Aprendí de ellos más que de todos los curas, sacristanes, profetas que hacían de la religión un negocio ni siquiera suculento.

Posiblemente el camino de Santiago de hoy no tenga nada que ver con aquel. Pero lo que es incontestable es que nació de allí y se hizo mayor hasta convertirse en un negocio. ¿Y si fuera verdad que aprendemos de la sensibilidad para ganar dinero con ella? El fin del sueño del camino de Santiago. Lo publiqué en 1996 con gran éxito de crítica y público (ninguno), y ahora, como los toreros sin coleta, me atrevo a presentarles este morlaco que merece la pena. Es breve y pretende ser brillante sin abandonar la sencillez. Lo quiero como hijo salido de esa inclusa que fue nuestra España en los años de la grandeza impostada y la banalidad institucional.

Creo haber cumplido el deber de hacer este artículo, que aboca a las vacaciones y que deseaba ser amable, o como decía aquel, al menos “sin acritud”. Nunca llegaré a Santiago quizá sea el único libro que he escrito y del que ningún lector se enfadará conmigo, o al menos eso espero.

Gregorio Morán

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