Nuestro hombre es simpático, trabajador, tenaz, encaja bien las críticas y confía en su creatividad y su capacidad de improvisación más que en ninguna otra cosa. Negociaría hasta con el diablo, pero nunca con el adversario, al que, intuyendo sus momentos de flaqueza, abate cual ave de presa sobre animal indefenso. «Nada se parece tanto a la ingenuidad como el atrevimiento», decía Oscar Wilde.
Es un artista en enfrentar a sus enemigos externos e internos. No engaña, aunque sólo en raras ocasiones sus actos concuerdan con lo que dice. Está convencido de que los problemas se solucionan negándolos. Tiene en su palabra, y lo sabe, un instrumento poderoso y eficaz para ensimismar multitudes, y capaz de convertir la democracia en un sistema de ilusiones complacientes, en una adicción a lo irreal. Parece un fiel seguidor de Maurois: «Todo puede probarse si las palabras que se utilizan no están claramente definidas». Olvida lo que dice Ana Karenina: «Negar los hechos no es una respuesta».
El buenismo y el pánico a que los progres le den la espalda le impiden tomar medidas firmes, con la consiguiente impresión de falta de liderazgo. Su dogma es pensar siempre positivamente. Parece convencido de que el mundo se arregla con frases impactantes, a veces cursis, sacadas de libros de autoayuda o de novela rosa. Para ser catalogado como el más progresista ha luchado por el matrimonio homosexual, para que las adolescentes puedan abortar sin decir nada a sus padres y por retirar todo símbolo religioso de los lugares públicos.
Nuestro hombre no cree que lo esencial de la vida esté en las cosas de sentido común. Está convencido de que sólo lo extraordinario sirve para dejar huella, aunque, para ello tenga que flirtear con una frivolidad que nunca reconocerá como tal. Se le podría aplicar lo que dice Berkeley de los filósofos: «Gastamos nuestras vidas dudando de las cosas que los restantes hombres conocen evidentemente y creyendo en aquellas de las que se ríen y desprecian».
Sólo toma medidas de sentido común cuando le vienen impuestas por amigos más poderosos. Puede decir lo mismo que Dorian Gray: «Las grandes cosas nos vienen impuestas». Esto le está formando un aura de debilidad entre sus compañeros de reuniones y tertulias. Aunque sus decisiones contradigan todo lo que había dicho antes, él continúa afirmando: «Yo sigo fiel a mis principios. Quienes han cambiado son las circunstancias». Y niega la evidencia de los hechos para defender su coherencia.
Lo único peor que un déspota es un líder blando. El príncipe le recuerda que no se debe permitir el desorden con la intención de evitar la guerra, porque al final padeceremos el desorden y no podremos evitar la guerra. Pero nuestro protagonista es más cercano al modo de pensar de Yo, el supremo: «No hay como poner plazos largos a las dificultades».
No sabe o finge ignorar que cuanto más se tarde en afrontar una gangrena más habrá que amputar. Al comienzo, una enfermedad es fácil de curar y difícil de conocer, después es fácil de conocer pero difícil de curar. Vive en su mundo, rodeado de los suyos. Somete todo a un proceso de desobjetivación, considerando las más grandes desviaciones como realidades empíricas y la normalidad de la sociedad global como anormalidades. Es un ejemplar único de la sociedad líquida en la que las identidades cambian, las opiniones se licuan, aparecen, desaparecen. Su identidad y la que quiere darle al país está siempre in statu nascendi. Se dedica a proponer proyectos, hacer tentadoras ofertas. Todo lo que hace y dice es de carácter indefinido y está siempre en proceso de regeneración y ajuste, sometido a la conveniencia del momento. Ante los grandes retos, busca siempre algo con que distraer al personal. Los que lo conocen dicen: «Siempre tiene un as guardado en la manga».
Para este personaje ideal no existe una realidad última sino un juego entre múltiples apariencias. La incertidumbre es su hábitat natural. En este campo, piensa como Zaratustra: «No hay acontecimientos sino interpretaciones». Sabe que una imagen vale más que mil palabras, por eso se desvive por una foto con una celebridad del espectáculo, del arte, de la política y aun de la religión. Parece hacer caso al Bufón de Fausto: «Lanzaos a lo que sea sin temer nada. Poned un poco de verdad entre mil imágenes y colorear todas las nubes con un poco de luz. La masa quiere novedades; que ella sea satisfecha. La clave está en saber a quién queréis complacer».
El doctor Frankenstein creía que «el desarrollo de mi relato no prueba la veracidad de los hechos que lo componen». Por el contrario, nuestro hombre cree que el discurso crea la realidad, por eso no se siente atado por ningún pasado. En la ambigüedad, que no es fruto de la duda metódica sino calculada políticamente, se desenvuelve como pez en el agua. Vive feliz sus contradicciones que únicamente lo son para los demás; para él es pura estrategia. Sólo hay una cosa en la que no ha cambiado: en su aversión al enemigo político. Sus aventuras y propósitos oscilan continuamente entre objetivos incompatibles e, incluso, radicalmente opuestos.
Sin saberlo, o a sabiendas, aplica la tesis que Althusser defiende en Ideología y aparatos ideológicos del Estado: hay que destruir y acabar con las instituciones que reproducen la ideología del Estado burgués e implantar otras que den como resultado el hombre nuevo. El ideal de nuestro prócer es arrancar a los niños de las fauces de la familia, la escuela y la Iglesia para tenerlos en la mano. Los jóvenes le deberán su libertad, su nivel de educación, el poder hacer lo que le venga en gana sin que los padres ni los maestros ni los curas les puedan dar la tabarra. Nuestro hombre se proclama defensor de minorías lejanas y de identidades ajenas pero no tiene reparos en propiciar medidas que podrían atropellar la identidad de los que le rodean.
Está tan convencido de su misión de salvador que cuanto más incomprendido se siente más coraje, más ira santa, más ardor hierve en su interior. En los momentos más complicados es cuando él tiene más oportunidad de demostrar al mundo quién es y la exclusividad de su misión. Nada habla tan fuertemente a la fantasía del pueblo como una historia profana de la salvación. Y él la está aportando. Murió el falso dios, vive él que traerá la salvación verdadera. Es la historia de un caudillo que vuelve para rehacer las viejas guerras injustamente ganadas por los vencedores de entonces; ahora, en las guerras lideradas por él, vencerán los que siempre debieron haber ganado.
El destino de los héroes puede cambiar trágicamente, de un instante a otro. Y hasta ser incomprendido. En este caso, para consolarse y darse fuerza, se dice con el Ignatius de La conjura de los necios: «Es un axioma de la naturaleza humana el que la gente aprende a odiar a los que la ayudan. Así, mi madre [en nuestro caso: el pueblo] se ha vuelto contra mí».
«¿Te hacen pensar en alguien todas estas características?», me preguntaron mis contertulios. «En Martín Fierro», respondí. Entonces me espetaron: «Tú vives en la Pampa».
Por Manuel Mandianes, antropólogo del CSIC, escritor y autor del blog Diario nihilista de un antropólogo.