El hombre lobo

Los políticos se creen los poseedores exclusivos de la verdad. A quien no piensa como ellos lo condenan a las tinieblas exteriores. Les importa un rábano la verdad expresada por Ortega: «La vida pública no es sólo política, sino, a la par y aún antes, intelectual, moral, económica, religiosa; comprende los usos de todos los colectivos e incluye el modo de vestir y el modo de gozar». Además de no querer gente que piense diferente de ellos, los políticos no quieren a nadie que pueda hacerles sombra; pueden nombrar consejeros a intelectuales de su partido, o afines, quienes, aunque piensen de manera diferente a los políticos, se callarán por miedo a perder las migajas que les pueden caer de aquí y de allí. A estos intelectuales se les señala con el calificativo peyorativo de apesebrados, y con el institucional de orgánicos. Tanto los políticos como los intelectuales orgánicos condenan desde la oposición lo que decretarían y defenderían si estuvieran en el poder.

La voluntad política y el interés del dinero son hoy, lo que en otro tiempo fue, la voluntad del soberano que «suspendía la ley en el estado de excepción e incluía así en él la nuda vida», escribió Giorgio Agamben. Los políticos, por el aforo, y los banqueros, por el poder del dinero, son como el hombre lobo, de quienes depende todo, actúan en muchas ocasiones como si fueran la naturaleza, como si estuvieran al margen de la ley que se vuelve un principio vacío y una vigencia sin significado para el hombre cuando se vuelve lobo. En este sentido, se podría decir que los dos son la licantropía del hombre y la hominización del lobo.

En manos de los políticos y los banqueros, el hombre moderno es un animal cuya vida y sus ahorros están puestos en entredicho; ellos deciden los valores y desvalores de la vida en tanto que tal. En esta situación, muchos seres humanos se suicidan porque ven su vida irrelevante e indigna de ser vivida «por haber perdido toda cualidad y relación especificas, excepto el puro hecho de ser humanas», dice Hannah Arendt. Hay que decir a los políticos de todos los partidos que abandonen la práctica farsante de las comisiones internas de investigación, a los políticos y los banqueros que no defiendan a sus correligionarios corruptos, que colaboren positivamente con la Justicia para que los que han robado o han gastado alegremente el dinero público paguen con su patrimonio y vayan a la cárcel si procede.

Porque es un bien cultural y patrimonio de la Humanidad, todos debemos hacer lo posible por conservar cualquier lengua. Los niños que quieran disfrutar de los beneficios de la enseñanza pública deberán saber la lengua o lenguas en la que se imparta aquella, si un ciudadano opta a un puesto oficial en un territorio en el que hay dos o más lenguas oficiales deberá saber las dos o las tres. A los niños catalanes, gallegos o vascos les interesa aprender a la perfección el castellano porque les va a servir para recorrer el mundo y les ayudará a encontrar un trabajo, cada vez en más países. Hoy, en el mundo occidental, la lengua científica es el inglés pero la lengua hablada por más millones de personas es el castellano. Según el sentir de la mayoría de ciudadanos, los políticos no defienden las lenguas por ser patrimonio de la Humanidad y bien cultural sino para complacer a una franja de sus votantes.

«Tenemos la juventud mejor preparada de la historia de España», repiten los políticos. Los que dicen esto confunden información con conocimiento. La juventud de hoy maneja mejor las nuevas tecnologías y tienen más información, pero «la información por sí sola no constituye conocimiento hasta que, a partir de ella, se piensa algo», dice Rüdiger Safranski. La información sin procesar sólo sirve para ganar concursos de televisión. Hoy hay jóvenes muy bien preparados y hay jóvenes con título universitario que no están bien preparados aunque tengan mucha información. Si las universidades de hoy no son las mejores de la historia de España, no puede ser que nuestra juventud sea la mejor preparada de todos los tiempos.

Si no es porque dan por verdad revelada lo que afirman de sí mismos y si no se supone que es por defender los intereses del amo que les paga, es difícil de entender que ciertos intelectuales que profesan la duda metódica como dogma para la investigación y la incertidumbre para las proposiciones, defiendan en artículos, conferencias y tertulias que el bien y la verdad están siempre de un lado y el mal del otro, y ataquen a voz en grito a quien disiente de sus opiniones. La vulgaridad intelectual se manifiesta, según Ortega, «en la habitual falta de cautela y cuidados para ajustarse a la verdad que suelen mostrar los que hablan y escriben».

Hay muchos intelectuales que no ven ni les interesa la realidad porque ven el mundo a través de su ideología. «Una ideología contempla a quienes no la profesan como deficientes mentales, como una curiosa insuficiencia ética, como un desgastado anacronismo que se empeña en sobrevivir, bajo la airada luz de la supuesta integridad política», escribió García Cortázar. Aún es más lamentable la posición de aquellos que viendo las cosas se callan y se venden por un plato de lentejas.

Los profesores y los estudiantes salen a la calle para protestar por los recortes pero no se les pasa por la cabeza pedir una reforma del mapa universitario. Cantidad y calidad pocas veces van juntas. Cada provincia no puede tener su universidad. Investigaciones en ciencias sociales, históricas, filosofía se pueden hacer con mucho menos dinero del que tradicionalmente se daba para hacerlas. Son contadísimos los profesores que critican el estamento universitario. La universidad es endogámica, amaña tribunales, imparte seminarios y másteres de dudoso rigor científico y de absoluta inutilidad. La única justificación de tales actividades es la de sacar dinero, y la de justificar la presencia de profesores y la existencia de ciertas cátedras como, en Adiós a la universidad, Jordi Llovet demuestra de manera fehaciente.

Hay intelectuales que disfrutan de una capacidad metabólica envidiable. Sin torcer el gesto son capaces de estar de acuerdo con la derecha y con la izquierda siempre que están en el poder. Sólo los puede justificar aquello que de vez en cuando se oye: «En lugar de decir lo que piensan, fingen pensar lo que dicen». Seguramente piensan pero renuncian a expresar su pensamiento delante de quien le mantiene en el puesto de trabajo; a su vez, el empleador les mantiene en su puesto para que digan de él que es liberal, tolerante, inteligente, líder insustituible. Se trata, pues, de una colaboración y un intercambio vitales para ambos dos. Muchos nunca dicen nada ni a favor ni en contra de nadie ni de nada. Su silencio puede ser fruto de la prudencia, del miedo o de la indiferencia.

«Para ser pensador hay que ser de izquierdas», dicen unos. «Para ser cualquier cosa, menos para ser esclavo, hace falta ser libre», dicen otros.

Manuel Mandianes es antropólogo del CSIC, escritor y teólogo. Autor del blog: Diario nihilista.

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