El hombre más poderoso del mundo

Tenía razón Shakespeare: las buenas historias son siempre historias de poder. Y Elon Musk tiene poder. Mucho poder. Lo que todavía no está tan claro es que la suya vaya a ser una gran historia. Su desembarco al frente de Twitter, compañía que adquirió por más de 40.000 millones de dólares y en cuya sede entró abrazando un lavabo, ha detonado las esperanzas de algunos y el terror de tantos otros. La reacción la han protagonizado hombres y mujeres que son también poderosos, como Alexandria Ocasio-Cortez o Stephen King. Pero han sido, ante todo, millones de usuarios anónimos quienes han celebrado y temido, en ambos casos con hiperbólica intensidad, la llegada del hombre más rico del mundo al frente de la que probablemente siga siendo la red social más influyente del momento.

El hombre más poderoso del mundoDurante décadas, el presidente de los Estados Unidos de América fue considerado el hombre más poderoso del mundo libre. Los contornos de esa parcela de libertad y la porosidad con la que puede disputarse la linde hicieron que, después de la caída del Muro de Berlín, la expresión careciera de sentido. Nunca estuvo claro quién podría ser la persona con más poder del planeta, pero el 8 de enero del 2021 supimos, es posible que para siempre, que esa condición no la ostentará ya el titular de la presidencia norteamericana. Aquel día, ratificando un bloqueo temporal operado veinticuatro horas antes, la cuenta de un Donald Trump que era todavía presidente quedaba definitivamente suspendida.

Dos tuits publicados en el contexto del asalto al Capitolio fueron el motivo aducido por la compañía en virtud de su política contraria a la glorificación de la violencia. Lo importante de aquella acción, al contrario de lo que pensaron algunos, no era tanto el qué ni el porqué se ejecutó, sino quién pudo hacerlo. Individuos privados, provistos de intereses personales, políticos y corporativos, pudieron, por justa causa o no, bloquear el acceso de Donald Trump al ágora global. El debate de aquellos días se concentró en la conveniencia del hecho, pero pocas personas insistieron en lo verdaderamente capital: la titularidad del decisor que, como apuntara Carl Schmitt, es siempre el verdadero soberano. Desde entonces, miles de cuentas fueron suspendidas.

Aquel acontecimiento exacerbó el debate en torno a la libertad de expresión. La conversación, como tantas veces, quedó opacada por extremos provistos de argumentos muy poco sutiles. En esa atmósfera de disputa, la figura de Elon Musk irrumpió como un híbrido de superhéroe y supervillano. El magnate anunció y cumplió su intención de comprar Twitter. Según sus palabras, el propósito era restituir la libertad en el intercambio de mensajes de 280 caracteres y liberar al pajarito. Medio mundo convulsionó al constatar las primeras acciones emprendidas al frente de la compañía. Pero no busquen juicios matizados: todo lo que atañe a Elon Musk es extraordinariamente exagerado.

Las opiniones orbitan en torno a tres ejes que haríamos bien en distinguir. El menos relevante, y quizá el más extendido, es el que se concentra obsesivamente en los rasgos extravagantes de la personalidad de Musk. El rumor dice que el nuevo dueño de Twitter vive en una casa prefabricada, aunque él mismo ha señalado que no tiene propiedades inmuebles y que suele dormir en los sofás que le prestan sus amigos. Nada sorprende en alguien que ha sido capaz de enviar al espacio un coche supuestamente pilotado por un maniquí, aunque estas actitudes histriónicas, en tanto que privadas, no deberían tener ninguna relevancia.

Otros juicios se han concentrado en evaluar sus primeras decisiones empresariales, algunas tan agresivas y rotundas como despedir de forma súbita a más de 3.000 trabajadores. Además, el anuncio de que la red social pasará a ser de pago y que algunos servicios como la verificación de cuentas se monetizarán son acciones que han generado no sólo un debate público sino, sobre todo, un rechazo mayoritario. Pero la cuestión más fundamental de esta adquisición no atañe ni a los rasgos personales ni tan siquiera a las decisiones ejecutivas de su protagonista. Lo que probablemente no encuentra precedentes en la historia es la concentración de tanto poder en unas mismas manos. Musk no es sólo la primera fortuna del planeta sino que ahora mismo administra de forma personal el curso de la conversación pública. Prolongando la distinción clásica entre 'dominium' e 'imperium', Norberto Bobbio resumió tres formas esenciales de ejercer el poder: la ideológico-espritual, la política y la económica. Las tres que hoy pueden converger, de manera preocupante, en la voluntad de un único hombre.

En el marco de las recientes elecciones legislativas, Musk pidió el voto para el Partido Republicano. Lo hizo, según rezaba su mensaje, para contrapesar el poder de los demócratas según una saludable doctrina propia de las democracias liberales: la división y el límite del poder. Este axioma, de nobilísimo arraigo en la cultura política estadounidense desde su independencia, bien podría servir para fundamentar una legítima sospecha sobre la propia figura del magnate. Poco importa si su desempeño al frente de la compañía acaba por ser positivo o negativo. Desde un punto de vista ortodoxamente democrático, recordemos la distinción de Giovanni Sartori: la vigilancia sobre el poder no debe concentrarse sólo en su ejercicio sino también, o incluso prioritariamente, en su titularidad. Sería casi indiferente si Musk pilota mal o bien la nave. Lo que puede suponer una quiebra del sistema de contrapesos es el hecho de que tanto poder pueda concentrarse en unas mismas manos. Unas manos que, por cierto, nadie ha elegido.

Diego S. Garrocho es filósofo.

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