El 'hombre-masa' en la banca

En las grandes crisis históricas, redundaba Ortega, no sabemos bien lo que nos pasa, y esto es precisamente lo que nos pasa: no saber lo que nos pasa». Y en esas andamos, radicalmente desconcertados, como el náufrago que se sabe con vida pero arrojado a una tierra que adivina incógnita. Vivimos en un «ya no» del mundo de ayer hundido el verano de 2007 y un «todavía no» de un porvenir fraguándose en las entrañas de esa gran partera que para Hegel era la Historia. Y no puede uno abdicar de la voluntad de comprender -la gran tentación en tiempos de crisis- si queremos resolver acertadamente los quebrantos y desafíos en ciernes. La coyuntura actual es también en gran medida una crisis del pensar, sobre todo de ese «pensar alerta» que nos permite en aguda expresión castellana «verlas venir», justo lo que no hemos hecho. Y así andamos a la intemperie en lo colectivo y personal, lo que nos lleva a la actual parálisis política, económica, social y biográfica tan definitoria de los últimos años de la realidad española.

Para tratar de paliar tales oscuridades comprensivas tiene el lector una obra tan esclarecedora como malinterpretada, y muy superficialmente leída cuando no conscientemente ignorada. Que contiene, sin embargo, claves para entender algunos fenómenos que suceden ante nuestros ojos perplejos. Y una de ellas es el concepto y tipología del hombre-masa que el mismo Ortega desarrolla en su «libro candil» La rebelión de las masas, aparecido no por casualidad en el premonitorio año de 1929.

Recordemos la caracterización que allí hace Ortega de ese tipo psicológico del hombre-masa que resulta un «modo de ser» que aparece en la Historia para, nada menos, que protagonizarla. Así, entre sus comportamientos peculiares se halla que ha conseguido alcanzar refinamientos y ventajas antes reservados a grupos selectos y minoritarios. Mas, en esta su subida del nivel histórico, sucede -lo padecemos cada día en el mundo político y empresarial- que se queda solo con los placeres inherentes pero rechaza los deberes, responsabilidades y esfuerzos que su protagonismo social precisarían. Por eso toma la civilización -y la auténtica economía es una de las formas supremas civilizatorias- como algo dado naturalmente de la que solo cabe el disfrute como principal beneficiario. De ahí que, describe gráficamente Ortega, esta personalidad tan primaria «desea el automóvil y goza de él, pero cree que es fruta espontánea de un árbol edénico». A lo que se ve, puro señoritismo de Narciso nada esforzado.

No por casualidad el capítulo XI lo titula Ortega «La época del señorito satisfecho», ya que la personalidad básica del hombre-masa coincide con el cuadro sintomático del niño mimado que nos sirve «como una cuadrícula para mirar a su través el alma de las masas actuales». El hijo mimado no está orientado a la colaboración social ni al bien común sino a formas patológicas de existencia basadas en la hipertrofia neurótica del yo. De ahí que nuestro pensador tipifique al «hombre masa-niño mimado» como un ser dominado por una «radical ingratitud», cuya raíz se encuentra en una peculiar y morbosa desatención hacia los otros. Todo lo cual le lleva a una triple indocilidad -política, intelectual y moral- que tantos malestares y disfunciones explica en nuestras horas presentes.

Pero todo ello produce, además, una profunda angostura de las posibilidades vitales e históricas: y es que este tipo psicológico no se proyecta hacia unas metas, pues carece de dimensión futura, sino que pretende ser lo que todos e igual a todos, en la dimensión temporal del ahora. Y en el ahora, no hay previsión, ni provisión ni planificación, ni, por lo tanto, rigurosa gestión añadimos de paso. Por eso, sentencia Ortega, no resulta este tipo humano ni creativo ni original: tan solo meramente reactivo, y sobre todo, pasivo o «inerte». Por eso, añadimos nosotros, se da la paradoja de que se erigen en élites que no dirigen, dando lugar a una profunda crisis del liderazgo.

Hasta aquí la perspicaz lucidez de Ortega hace más de 80 años y que tantas cosas ilumina de nuestro presente. Pero aprovechemos el caudal de intuiciones orteguianas para tratar de explicar una de las causas principales de nuestro marasmo económico actual: la profunda desmoralización a manos del hombre-masa del sector financiero, sin parangón en la Modernidad, una de cuyas grandes obras fue precisamente la banca.

Mientras el tipo genérico de hombre y mujer masa tomaba indisimuladamente el poder político hace décadas -entre nosotros su epítome fue el Gabinete de Rodríguez Zapatero del 14 de marzo de 2004- y se iniciaba una honda decadencia funcional e institucional de lo que es un vivir y convivir democráticos, también la empresa española -las del Ibex 35 incluidas- íbase erosionando por la acción de unos núcleos directivos muy concomitantes con el arquetipo del hombre-masa. Quien conozca el perfil de los winners en las dos últimas décadas del entorno empresarial español, encontrará muchos rasgos, demasiados, de aquel «señorito satisfecho» y «niño mimado» que explica tanta mediocridad dirigente y auto-complaciente, tan escasa competitividad y la postergación de los mejores en los núcleos de decisión. No muy diferente a la catástrofe paralela sucedida en nuestra Universidad.

Por desgracia, nuestro sistema financiero tampoco resistió el embate de los asaltos que ejercía el tipo genérico del individuo-masa. En las Cajas fue decisiva la ley de 1985 que entregaba uno de nuestros mayores logros civilizatorios -por su obra social- a un poder político en manos ya del hombre arquetípicamente masificado. En la banca, la vigencia social del imperio de las masas y la deserción de las minorías rectoras incluidas las Escuelas de Negocios- llevó a que accedieran a los puestos de alta dirección gente que estaba, per definitionem, huérfano de toda moral como nos previene Ortega: «No es que el hombre-masa menosprecie una moral anticuada en beneficio de otra emergente, sino que el centro de su régimen vital consiste precisamente en la aspiración a vivir sin supeditarse a moral ninguna». Los mecanismos de evaluación, promoción y retribución de las instituciones financieras incentivaron el ascenso irresistible, según el principio de semejanza, de aquellos individuos que más se circunscribían al perfil descrito. El triunfo, que siempre supone la derrota de la sociedad, de la psicología del individuo-masa quedó asegurado, sin crítica ni control social.

Así pues, una de las grandes claudicaciones de nuestro sistema ha sido, primordialmente, la entrega de las entidades depositarias del ahorro nacional, junto a sus instituciones supervisoras, a la barbarie de estas nuevas élites financieras cuyas ideas propulsoras no son sino «apetitos con palabras», y su modo de actuar un «recreamiento satisfecho y gozoso en sí mismo» según la descripción orteguiana. Y a partir de ahí, la gran catástrofe financiera que padecemos originada por una gestión hecha desde la barbarie -es decir, desde la ausencia de normas- que arroja un saldo de un rescate de 100.000 millones de euros y una deuda externa acumulada de otros 800.000 millones, aparte el tema de las preferentes y la deuda subordinada.

Ante tal escombrera, resulta urgente buscar profesionales que pertenezcan a otro linaje bien distinto, y que bien pudieran constituir una suerte de Generación del 12, laboriosa, abnegada y resueltamente eficaz. Y pertrechada de ideales y deberes contrapuestos a lo incivil que nos ha diezmado. Para impedir que Atila no prosiga su obra, que, en su barbarie, tan cara nos ha salido.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos de la Universidad de Alcalá de Henares.

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