El hombre que marcó mi vida

Cuarenta años de la muerte de Franco. Ya soy mayor y carezco de rubor y de mala conciencia. Lo que hice, en lo que me equivoqué, lo he ido escribiendo desde el día que murió. Sólo sé que si me da por escribir unas memorias, a las que soy poco propenso, tengo muy claras sólo dos cosas; que debería empezarlas por el final y que llevarían un título sarcástico: “Esperando al ictus”.

La edad y la trayectoria me consienten decir que hay tres personas a las que yo hubiera matado de buen grado, sin la más mínima duda, ni el menor remordimiento. El primero, Franco, por supuesto. El tiempo que perdimos intentando que este pueblo nuestro se levantara contra el dictador más sangriento y longevo de nuestra historia, se hubiera podido paliar con un atentado. Necesité ser mayor para descubrir que nadie en la cúpula del partido en el que milité once años hubiera osado tal cosa. En un viejo libro, hoy fuera de la circulación –Miseria y grandeza del PCE (1986)– cuento alguna historia sobre esto. Ahora lo entiendo: jamás la Unión Soviética hubiera permitido que un partido subsidiario cambiara un mapa geoestratégico que les venía muy bien.

He dicho tres y lo mantengo. Los otros dos eran dos torturadores asesinos que respondían a los nombres de Melitón Manzanas y Roberto Conesa. Al primero lo liquidó ETA, y de haberme tocado hacerlo a mí, no hubiera dudado. El segundo fue conmemorado y enmedallado por todos los gobiernos del franquismo e incluso de la Transición bajo la mano cómplice del más sucio y cínico de los políticos de la época, Rodolfo Martín Villa. No sé por qué tópico histórico se considera heroica la liquidación del nazi Reinhard Heydrich en Praga y nosotros hemos de pechar con esa estupidez de que matar a Melitón Manzanas, en San Sebastián, un inolvidable verano de 1968, se considera un acto de terrorismo. Era un asesino impune y de haber sobrevivido incluso se le habría cargado de medallas sobre la sangre de sus innumerables víctimas. ¿Alguien imagina lo que hubiera significado denunciarle ante los tribunales de la época? Una escena cómica. Murió como merecía un criminal de guerra. Los Tribunales de Nuremberg no afectaron a nuestra miserable historia.

Yo nací en 1947, apenas un año después de que mi madre saliera de un tratamiento psiquiátrico donde había sido sometida a corrientes eléctricas y demás adminículos que debía sufrir una persona fuera de control. El camino hacia la locura. Volvemos a Franco, es inevitable. El comienzo de la Guerra Civil en Oviedo, y en Asturias, tuvo características muy peculiares. Había un general Aranda, al que la ciudadanía republicana le tenía confianza. Excuso decir que el ambiente en Asturias estaba muy caldeado desde la revolución de 1934, la operación más alucinante de la clase obrera europea, porque carecía de cualquier salida y recordaba las rebeliones de siglos anteriores donde se destruía el poder del enemigo, ya fueran teatros, iglesias, curas, universidades, bibliotecas… para luego esperar órdenes de aquellos estrategas de la nada: Largo Caballero e Indalecio Prieto, al alimón con otros muchos.

Lo cierto y probado es que el comandante Caballero, otro criminal de guerra que no sé si aún conserva calle en Oviedo, organizaron una trampa para ingenuos: los que quisieran defender la República amenazada por el fascismo debían ir a recoger las armas al cuartel de Santa Clara. Allí los pillaron a todos los que querían defender la legalidad republicana. Entre ellos estaba Guillermo Suárez, 19 años. Cumpliría los 20 en las vísperas de su fusilamiento, el lunes 7 de diciembre de aquel infausto año de 1936. Los liquidaron junto a los muros del cementerio de San Pedro de los Arcos, vecino a la cárcel. Eran 28, incluido un ciego por esquirla de bala, un joven de 18, nunca citado, González Granda, de Oviedo, y otro de Mieres, González Peláez, de 19, la edad de Guillermo, mi desconocido tío.

La parodia de consejo de guerra a los 28 reos se hizo en lugar tan apropiado como la sala de subastas del Palacio de la Diputación –hoy sede del Parlamento autonómico asturiano–. Fusilaron a 27, porque uno de ellos se ahorcó en la cárcel. No todos eran de allí porque ese asunto de las patrias de cartón piedra estaba fuera de lugar. Había uno de Cádiz, dos gallegos, uno de León, otro de Logroño, y dos de Valladolid. Hube de ir al Ferrol, donde se guardan por razones burocráticas los archivos asturianos de entonces, y me llamó la atención la descripción que hacen de Guillermo. Como no alcancé a conocerle y sólo dispongo de una foto desvaída, me parece un retrato magistral: “Nacido el 28 de octubre de 1916, hijo de Eladio y Enriqueta, 1,60, pelo castaño, ojos azules, nariz aguileña, boca pequeña y barba poca”.

El detalle que parecería más novelesco, si no fuera brutal, es que entre los guardias que protegían la entrada de los reos en el Tribunal estaba su hermano mayor, Gregorio, llamado a filas en el Oviedo franquista. Lo presenció todo y decidió que a la primera oportunidad se pasaría al enemigo, es decir, a la República. Lo hizo sobre las 24 horas del 31 de enero de 1937, obsesionado porque se quedaría enganchado entre los pinchos de las alambradas. Llegó a Gijón y corrió la suerte de los derrotados. En un barco maltrecho llegó a Francia y le llevaron primero en un campo de concentración y luego de penado en las minas francesas de Boghari, en Argelia, donde moriría de tifus. “Ya oíamos los cañones norteamericanos que se acercan aquí”, decía en una carta que mi madre quemó, como todos los recuerdos desagradables. No llegó a ver a los libertadores. Había dejado en España a una mujer y a una hija a la que nunca conoció, Guillermina, como su hermano fusilado.

Para una madre jovencísima con dos hijos, como era la mía, la ayuda de la suya, Enriqueta, era fundamental. A su marido, nuestro abuelo, maestro armero, veterano socialista “que había dado la mano a Pablo Iglesias”, viejo y alcohólico, le habían desterrado a A Coruña, y allí le acompañaron sus dos hijas solteras, feas y voluntariosas, la gorda América y la delgada Oliva. Allí morirían los tres; él, conservado en alcohol, dentro de una casa del antiguo barrio de Hércules y ellas limpiando los suelos de una tienda que devendría histórica, la primera que montó en A Coruña Amancio Ortega, el futuro magnate, entonces propietario de una sola tienda de ropa.

Cuando la abuela Enriqueta se enteró de la muerte de su último hijo varón, mi tío Gregorio decidió morir y cumplió su promesa en pocos meses. Mi madre se quedó al pairo, con un marido que había hecho la guerra entre los vencedores, voluntario como su clase, alférez provisional, “cadáver efectivo”, que decían ellos entre jaranas. Volvió de teniente con dos heridas y medallas. La de Teruel, en la frente, y la del Ebro –sierra de Pàndols– en los testículos. Le dio para tener otro hijo y tuvo el rasgo de no negarse a que se llamara Gregorio, como el muerto en el exilio.

Yo no supe nada de esto hasta muchos años más tarde. Había pasado más de una década de militancia y las preguntas, por más insistentes que fueran, rebotaban. Esa había sido la victoria y la herencia de Franco, el hombre que había condicionado mi vida y la de los míos, y las de millones de personas que con el tiempo fueron atenuando los recuerdos, las memorias, las vergüenzas, y convirtiéndose en eso que los hijos del silencio y el arribismo alcanzaron a denominar “oposición silenciosa”.

El silencio fue forzado y el miedo, explícito. Salvo una cosa. Algo que no se me puede quitar de la cabeza después de tantos años y que era una pregunta, que, como tantas, no se podía hacer. Yo nunca escuché durante mi larga y gozosa infancia un solo informativo en aquellas radios que estaban permanentemente conectadas. En el momento en que empezaba el “tararí, tararí… gloriosos caídos por Dios y por España…”. En ese preciso instante una voz, de padre o de madre, pero de obligado cumplimiento, decía: “Apaga la radio”. La realidad estaba prohibida.

Gregorio Morán

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