El hombre que no desfilará en París

Es como si le hubieran quitado 10 años de encima. Quienes han visto estos días a Zapatero le han encontrado rejuvenecido, haciendo bromas sobre la lista de Madame Figaro en la que aparece como el segundo político más elegante después de Obama -será por «la pinta de chico Martini» bajando la escalera roja tras la metedura de pata china, dice un tuitero ingenioso- y sobre todo feliz de haber llevado a término su firme y vieja decisión de anunciar un año antes de las generales que no optará a un tercer mandato en La Moncloa.

Aunque Bono haya sido un confidente cercano, el verdadero depositario de esa determinación era, con toda lógica orgánica, el vicesecretario del partido, José Blanco, a quien Zapatero informó no en diciembre de 2010, cuando tuvo lugar el famoso episodio de la copa de Navidad, sino en diciembre de 2009, en un momento en que nadie vislumbraba el bandazo en la política económica y la desventaja en los sondeos respecto al PP era lo suficientemente reducida como para poder darle la vuelta en una campaña frente a Rajoy.

No es cierto, pues, que Zapatero se vaya porque le eche su partido. Las propias declaraciones más aparatosas de barones como Barreda o Vara eran fruto de las confidencias que, de acuerdo con el presidente, iba haciéndoles Blanco para que jugaran bien sus bazas de cara a las autonómicas. El balance de estos siete años es abrumadoramente negativo para España pues los términos de la negociación política con ETA, la frívola catástrofe del Estatuto catalán y la tardanza primero en admitir y luego en entender la naturaleza de la crisis económica eclipsan cualquiera de sus logros. Sin embargo, nadie podrá decir que Zapatero ha hecho lo más mínimo por aferrarse al poder. A nada que hubiera querido, el PSOE habría vuelto a cerrar filas en torno a él.

Creo que será, con diferencia, el presidente al que el paso por La Moncloa habrá cambiado menos como ser humano, y la fórmula democrática de las primarias con que al final va a resolver su sucesión aporta un plus de credibilidad a toda su concepción del juego político como un entramado de límites y un ejercicio diario de la autocontención, sólo que tirándose de vez en cuando a piscinas sin agua.

Como verán, nadie ha desmentido mi relato de hace dos domingos sobre aquellos nuevos «sucesos de La Granja» en los que Rubalcaba y Blanco trataron de forzar un desenlace inmediato y Zapatero llegó a encargar un discurso en el que se convocaban las primarias el propio día 2 con el efecto práctico de entronizar a su vicepresidente. Lo único que he recibido han sido matizaciones del entorno de Blanco en el sentido de que él cambió enseguida de opinión. O sea, 10 minutos después que el presidente.

Téngase en cuenta que, así como Zapatero ha decidido abandonar la política activa tal vez para siempre, Blanco no tiene esa intención y se prepara para cambiar de bando -desertando de la Nueva Vía que ahora representaría Chacón- igual que el propio Rubalcaba lo hizo tras ser derrotado junto a Bono en el año 2000. En todo caso me consta que una de las posturas que más complacencia ha proporcionado a Zapatero ha sido la de Felipe González en pro de un traspaso fulminante del mando. A veces te definen tanto los gestos de quien no es como tú, como los tuyos propios. Son dos formas antitéticas de ejercer el poder y dos maneras muy distintas de entender el partido, de igual manera que el dilema que lleva camino de planteárseles a los 220.000 militantes del PSOE va a suponer la más extrema de las disyuntivas entre lo viejo y lo nuevo.

Suceda lo que suceda, Zapatero podrá declararse satisfecho, siempre y cuando mantenga la estricta neutralidad en la que pretende instalarse, apoyado en su fiel y consistente Marcelino Iglesias. Si gana Rubalcaba, como en principio parece probable, habrá sido el refrendo a su apuesta para apuntalar el suelo del partido en un momento extremadamente difícil para el PSOE. Si una vez más las primarias alumbran la sorpresa y gana Chacón, podrá decir que siempre ha sido la niña de sus ojos y que estaremos ante un aval decisivo a sus políticas de tender puentes entre Cataluña y el resto de España y promover a la mujer en las más altas esferas del Estado.

Luego, una vez que las generales hayan puesto a cada cual en su sitio, él observará los acontecimientos ocupando su plaza en el Consejo de Estado, aprovechando la plataforma de la Fundación Ideas y viendo crecer la hierba en su parcela de 600 metros -270 construidos- en las afueras de León. Si alguien acude a buscarle, dirá como Diocleciano que los placeres de la vida doméstica superan con mucho los de la política.

Pero su tiempo aún no ha terminado. Frente a quienes creemos que al haberse convertido en un «pato cojo» va a quedarse sin resortes para seguir impulsando las reformas y las políticas de ajuste que nos exige la UE -sobre todo una vez que el vencedor de las primarias establezca su propia agenda electoralista-, Zapatero está convencido de que, por el contrario, el hecho de que ya no busque nada para sí mismo reforzará su credibilidad para seguir adelante con lo iniciado en mayo de 2010. Su único afán es ya lavar su imagen ante la posteridad: le gustaría que se dijera que aunque reaccionó tarde y lo hizo a trompicones, al final evitó que España cayera en el mismo precipicio en el que están Grecia, Irlanda y Portugal. Y sin ayuda del PP.

Sea cual sea el resultado de las autonómicas, Zapatero descarta ceder a las presiones de Rajoy, EL MUNDO u otros órganos de opinión a favor de un adelanto de las generales al otoño. Cree tener muy bien amarrado el apoyo del PNV a unos nuevos presupuestos que sigan rebajando el déficit y no descarta que también le auxilie CiU. Si Aznar sacó adelante los de 2004, y luego el PP perdió las elecciones, ¿por qué no va a tener el derecho -y el deber- de hacer ahora él lo mismo? Las flagrantes diferencias entre una situación y otra -el PP tenía mayoría absoluta y España estaba en la cima de un ciclo de prosperidad- no parecen inmutarle. Será su última contribución a lo que para él es la normalidad democrática y, para mí, el paradójico empecinamiento del talante: generales en marzo de 2012.

Ante quienes alegan que esta prolongación de la agonía sólo servirá para empeorar la herencia que reciba el Gobierno entrante, Zapatero se aferra a datos macroeconómicos que, en su opinión, suponen que lo peor de esta interminable crisis ha pasado y que en los próximos meses dominarán las noticias positivas aunque sean de limitado alcance. Hay que reconocer que ahora no vive más que para la economía y que con la experiencia que ha adquirido probablemente no volvería a cometer los errores garrafales del bienio 2008-2010.

Zapatero le da, por ejemplo, una gran importancia a la evolución positiva de la balanza comercial. Frente a aquellos insondables agujeros negros próximos a los 100.000 millones de 2006, 2007 y 2008 que nos hacían depender brutalmente de la financiación exterior, y tras haber reducido ese déficit cercano al 10% del PIB a poco más de la mitad en 2009 y 2010, ahora considera que acaba de poner una pica en Flandes porque por primera vez desde 1986 -o sea, un lapso mayor que el que el Madrid llevaba sin ganar la Copa- este pasado mes de febrero ha registrado un superávit comercial, descontando la balanza energética.

En términos prácticos es un magro consuelo porque la subida del precio del petróleo neutraliza tanto el alza de las exportaciones como el declive del resto de las importaciones, pero Zapatero ve en ello el vector de recuperación que siempre ha permitido salir de las crisis a la economía española. Se trata de vender más y comprar menos en los mercados exteriores. Con la diferencia de que antes el ajuste se hacía devaluando y desde que estamos en el euro todo repercute en el empleo y el coste de la deuda.

Pese a los negros augurios de quienes piensan que el déficit oculto que aflorará tras las municipales y autonómicas en las comunidades y ayuntamientos, unido al total desinterés de los mercados por invertir en las cajas, desencadenará antes del verano otra tormenta monetaria, esta vez expresamente dirigida contra España, Zapatero lo descarta. Y avala su optimismo existencial con cifras que prueban que España fue muy castigada durante las crisis griega e irlandesa de la primavera y el invierno de 2010 -con incrementos de la prima de riesgo de 75 y 122 puntos básicos- y lo está siendo mucho menos con motivo del rescate de Portugal, pues pese a la mayor exposición de nuestros bancos al hundimiento lusitano el diferencial sólo se ha ampliado en 46 puntos básicos.

Sobre la mesa del presidente hay un informe muy elocuente de su Oficina Económica que Zapatero exhibe como si fuera un certificado de buena conducta: «Hoy los mercados consideran que España está más cerca de Italia (a 77 puntos básicos de diferencial), de Bélgica (a 123 pb) y de Alemania (a 231 pb) que de Portugal (353 pb), Irlanda (420 pb) o Grecia (900 pb)». Pero, claro, eso es como decir que la situación de los otros tres países periféricos forzados a pedir el rescate es desesperada y la nuestra, simplemente muy grave.

Zapatero ve, sin embargo, un itinerario virtuoso desde aquel ajuste de emergencia que tuvo que improvisar ahora hará un año, cuando él y otros colegas europeos sintieron que estaban viviendo su Pearl Harbor. España logró salvar su flota en aquellos dramáticos junio y julio en los que existía el llamado «plan C» para la rendición en forma de petición de ayuda a la UE y el FMI. Luego vino lo que yo bauticé como nuestra Phoney War o guerra de pega, pues en nada se pasaba de las palabras a los hechos, y ya a fin de año se desató la Batalla del Pacífico con la nueva agenda reformista pactada con Merkel.

Ahora Zapatero está convencido de que, una vez que los sindicatos digieran la insistencia de la patronal en poner coto al bochornoso nivel de absentismo laboral que pervive en medio de la crisis, habrá acuerdo sobre la reforma de la negociación colectiva. Además cree que la salida a bolsa de la Bankia de Rodrigo Rato será un éxito y eso legitimará toda la reconversión de las cajas. Por último sostiene con aparente convicción que España crecerá un 1,3% este año y no medio punto menos como auguran los analistas. Eso implicará al fin la creación neta de empleo sin haber pasado en ningún caso por el dramático bochorno de los cinco millones de parados.

Recreándose en la suerte de su propia metáfora bélica, para Zapatero todo esto significa que en sólo 11 meses hemos pasado de la lucha por la supervivencia a preparar el desembarco de Normandía de la recuperación que dará paso a una victoria total sobre la crisis en 2012 y 2013. Tal vez porque es consciente de que han sido tantos sus mensajes optimistas desmentidos por la realidad, él mismo advierte que en la sangrienta Omaha Beach y demás playas de la operación Overlord quedaron los cadáveres de quienes cayeron a un paso de la victoria y que por lo tanto a él le queda casi un año luchando día a día, metro a metro, subasta a subasta, prima de riesgo a prima de riesgo.

Es evidente que al trasladar este mensaje propagandístico a las personas con las que se ha reunido estos días, Zapatero pretende crear una «profecía autocumplida». Pero lo singular e interesante es que lo haga tras su renuncia a aspirar a un tercer mandato. Porque lo que ya sabemos todos es que, haya o no desembarco de Normandía, él no desfilará en París.

Curiosa apuesta la de quien ya tiene como único anhelo que alguna vez pueda aplicársele lo que el arzobispo de York dice, en el inteligente Falstaff de Andrés Lima sobre textos de Enrique IV, a propósito del rey depuesto: «Los que querían ver muerto a Ricardo, ahora se acercan a su tumba, enamorados». Una apuesta tan legítima como peligrosa pues, si le sale mal, sobre esa tumba sólo lloverán blasfemias.

Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo.

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