El hombre que no podía ser juzgado

Osama bin Laden se involucró en la lucha de los talibanes afganos contra la invasión de la Unión Soviética, siguiendo los dictados de la CIA. Más adelante, y sin que nadie conozca exactamente los motivos, aparece como un adalid de los extremistas islámicos.

El atentado a las Torres Gemelas tocó el corazón de los norteamericanos y conmovió a todo el mundo. Osama bin Laden, cabeza dirigente del llamado movimiento Al Qaeda, se regocija, en un abyecto comunicado, del dolor causado, pero no asume su autoría y amenaza con otras acciones sangrientas en los países occidentales.

Desde que se le sitúa como la cabeza visible del mayor atentado contra Estados Unidos, estuvo marcado con el sino inexorable de una muerte violenta. Su pasado le convertía en un hombre incómodo para ser juzgado públicamente. Desaparece misteriosamente de la escena y sus vídeos esporádicos parecen manejados por los encargados de mantener su presencia en la agitada vida política del mundo árabe y atribuirle el origen de todos los males. Los movimientos terroristas y extremistas del mundo islámico continúan actuando sin necesidad de sus directrices. Paradójicamente, el número de víctimas que origina se ceba en las poblaciones árabes de Afganistán, Irak, Pakistán.

Una nueva versión de Apocalypsis now ha puesto fin a la vida del símbolo del mal. Los más sofisticados mecanismos de localización y un enjambre de soldados preparados como si fueran a la guerra de las galaxias han asesinado de un tiro en la cabeza a la encarnación del mal. Los «inmensos riesgos» que corrían los soldados del comando les han valido que el presidente de Estados Unidos les haya condecorado como héroes.

A partir de esta hazaña, el esperpento informativo de los medios oficiales ha sido insuperable e incluso ha adquirido cotas de comicidad. El presidente John Fitzgerald Kennedy dijo que el grado de fortaleza democrática se mide por la información auténtica que el Gobierno transmite a los ciudadanos tratándoles como adultos responsables. No le han hecho caso. Es imposible abarcar el torrente de noticias contradictorias emitidas por las fuentes oficiales. Parece que existe coincidencia sobre el hecho de que Osama bin Laden llevaba viviendo desde hace cinco o seis años en una urbanización cercana a cuarteles militares paquistanís. Tan pronto sale a la palestra un experto diciéndonos que se ha encontrado un abundante material electrónico de comunicación, cuyo contenido se considera como oro informativo, hasta que se dan cuenta de que resulta muy extraño que semejante despliegue informático no haya producido interferencias en el sistema de comunicaciones de sus vecinos los militares paquistanís. Como todo es reversible, surge la versión contraria. La familia de Bin Laden apenas utilizaba aparatos de comunicación y parece ser que dirigía los hilos del terrorismo mundial con una paloma mensajera. Ahora, eso sí, no debía ser un buen vecino porque los niños de los aledaños se quejaban de que no les devolvía los balones que caían en su jardín. Lo último son los vídeos porno. No se desanimen, todavía quedan unas gotas de pederastia. La última pirueta afirma que los movimientos democráticos del Magreb y Oriente Medio están promovidos por Al Qaeda.

Si quieren seguir tratándonos como menores entontecidos, tienen a su disposición todo el arsenal de sus poderosos medios de comunicación, pero, por favor, no enmascaren un asesinato con una acción de guerra por respeto a los millones de personas que han dejado su vida en los campos de batalla, simplemente por sentido del deber. Los más tenebrosos instintos del ser humano emergen cuando se achaca el éxito de la operación a los datos obtenidos con los métodos sofisticados de tortura que se emplearon con los prisioneros de Guantánamo. La asfixia seca o húmeda en una masa de agua se nos presenta como un avance científico que contribuye al desarrollo de los valores de la sociedad occidental y, de paso, a su seguridad. El avance es tan espectacular que nos retrotrae a nuestra Inquisición (siglo XVI), que incluso llegó a divulgar entre los curiosos un manual de torturas marcando las pautas que debían utilizar los esbirros de los inquisidores.

El preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) podría resultar premonitorio: «El desconocimiento y menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad».

Señor Obama, usted ha asesinado a un terrorista fuera de servicio a costa de arrasar todos los ideales que alentaron a los buenos ciudadanos del Estado de Virginia o a los redactores de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. No esperaba este comportamiento de una persona que irrumpió en la vida política cargado de ideales y de esperanzas. Yo escribí en este periódico un artículo que se titulaba Obama o nada. Compruebo desolado que solo nos queda la nada.

Por José Antonio Martín Pallín, Magistrado del Supremo. Comisionado Comisión Internacional Juristas, Ginebra.

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