El hombre que nunca estaba allí

Con la vida en pausa, soportamos un bombardeo constante de noticias nefastas y cifras cada vez más abultadas de personas contagiadas y fallecidas. La pandemia se extiende por el mundo, con un efecto dominó, y las fichas van cayendo al suelo.

Tanto las autoridades como los expertos anuncian que lo peor todavía está por venir. Incluso cuando pase el virus, nos recuerdan, seguirán aquí los efectos de la crisis económica que ha provocado: el coste social va a ser terrible. Todo es inevitable, como una condena sin apelación. Además de sentirnos frustrados y angustiados, empiezan a reinar el desánimo y la desesperanza.

¿Para qué sirve un historiador en tales circunstancias? La respuesta honesta es que para muy poco. Ahora bien, incluso así, los investigadores podemos acometer una pequeña tarea: buscar en el pasado algo de utilidad para el presente. Y la verdad es que lo hay. Por ejemplo, ciertas biografías nos demuestran que a menudo los malos pronósticos se equivocan: aun teniéndolo todo en contra, nuestro destino no está escrito.

Esa es la lección que se extrae de la historia vital de Max Mazin Brodovka, quien consiguió esquivar a la parca en dos ocasiones. Su segundo golpe de suerte, por eso me he acordado de él estos días, ocurrió hace cuatro décadas en Madrid. No obstante, para comprender el episodio hay que remontarse unos años atrás y viajar miles de kilómetros al este.

En 1974 Fatah sufrió una escisión radical que acusaba a su líder, Yasir Arafat, de haber traicionado a la causa nacionalista palestina. La nueva banda, que tomó el nombre de Fatah-Consejo Revolucionario, estuvo dirigida por Sabri Khalil al-Banna (Abu Nidal) hasta su muerte en 2002. Se dedicó a atacar a intereses de Israel y a personas de religión judía, pero también a sus excompañeros de Fatah y de la Organización para la Liberación de Palestina.

En febrero de 1980 la cúpula de Fatah-Consejo Revolucionario envió a España a un joven palestino, Said Ali Salman, que había recibido entrenamiento militar en Irak. Desde allí un avión lo llevó al aeropuerto de Barajas. Pudo pasar la aduana gracias a un pasaporte de Omán con un visado expedido por el consulado de Bagdad. El terrorista tenía una misión: asesinar a Max Mazin.

¿De quién se trataba? Mazin había nacido en 1923 en el seno de una familia judía de Haradzeya (entonces Polonia, hoy Bielorrusia). Como relata Íñigo Ramírez de Haro en el Diccionario Biográfico electrónico de la Real Academia de la Historia, “en 1939, tras el pacto Molotov-Ribbentrop la zona pasó a manos de la Unión Soviética, junto con el negocio de lino familiar de la familia Mazin, que fue nacionalizado. Dos años más tarde, la Alemania nazi invadía la URSS y con ella el pequeño Shtetel [asentamiento judío] cuya población fue enteramente exterminada por escuadrones nazis en los bosques adyacentes”.

De acuerdo con la información de Yad Vashem-The World Holocaust Remembrance Center, entre las víctimas mortales estaba la familia de Max Mazin: su padre, Zeev, su madre, Sofia, y su hermana, Ida. Solo se salvaron el propio Max y su hermano Shaul, que se encontraban trabajando en una localidad vecina, Baránavichi.

Mazin huyó y pudo pasar el resto de la II Guerra Mundial trabajando en una fábrica de armamento en la URSS, para luego regresar a Polonia. Antes de que la Guerra Fría cerrase definitivamente las fronteras, emigró a Europa occidental. En 1950 se instaló en España, donde se convirtió en un próspero hombre de negocios en el sector inmobiliario y hotelero, llegando a ocupar la vicepresidencia de la CEOE, de la que fue cofundador.

Además, tras obtener los correspondientes permisos de la dictadura, en 1968 logró construir la primera sinagoga en nuestro país desde la expulsión de los judíos de 1492. Fue presidente de la comunidad hebrea de Madrid, apoyó iniciativas a favor de la memoria del Holocausto y lideró la Asociación de Amistad Judeo-Cristiana.

Mazin también fomentó las relaciones diplomáticas entre España e Israel. Se trataba, por tanto, de una figura emblemática del judaísmo. Esa era la razón por la que Fatah-Consejo Revolucionario quería acabar con su vida.

El 3 de marzo de 1980 Said Ali Salman se trasladó a las cercanías del domicilio de Mazin, en la madrileña calle Eduardo Dato. Poco después de las 9:00 horas vio salir del garaje un Seat 131 blanco. Lo siguió hasta que se paró ante un semáforo en rojo. En su interior había dos niñas pequeñas y un hombre que guardaba cierto parecido físico con la fotografía de Max Mazin que sus superiores le habían facilitado. El terrorista disparó su metralleta contra él. La víctima murió en el acto.

Sin embargo, no se trataba de Mazin, sino de un vecino: Adolfo Cotelo Villarreal. Abogado y director de los Estudios de doblaje EXA, tenía 51 años, estaba casado con Paloma Oñate Gil y era padre de nueve hijos. En el atentado una de ellas resultó gravemente herida en un ojo, cuya vista jamás recuperó.

Said Ali Salman fue detenido el mismo día del crimen. Al conocerse su identidad y su auténtico objetivo, la OLP se apresuró a condenar el crimen. El terrorista fue condenado a pasar veintinueve años de cárcel por el asesinato de Cotelo Villarreal. Obtuvo la libertad provisional en 1994 y terminó de cumplir su pena en 2002.

Pese al fatal "error" de 1980, Fatah-Consejo Revolucionario continuó cometiendo atentados en España y en el resto de Europa. En septiembre de 1982 un pistolero mató a Najeeb Sayeb Hashem, secretario de la Embajada de Kuwait, a quien había confundido con el embajador. En diciembre de 1985 la banda perpetró dos ataques simultáneos en los aeropuertos de Roma y Viena. Hubo 20 víctimas mortales.

Max Mazin tuvo una gran familia: mujer, cuatro hijos y nueve nietos. En mayo de 2012, con 89 años, falleció en Madrid. Era la tercera vez que la muerte iba a buscarle, pero fue la primera y única en la que él estaba allí para recibirla.

Al contrario que Mazin, al que nadie avisó del ataque nazi ni del atentado terrorista, a nosotros nos han informado de dónde está el peligro: en la calle. Basta con no estar allí. Quedémonos en casa, haciendo más fácil la labor de los profesionales que tanto están dando por los demás.

En nuestras manos también está hacer una limitada, pero crucial contribución al bien común. Y, sin duda, habrá más tarea cuando acabe la pandemia. Nos vamos a necesitar mucho unos a otros. Quizá en el futuro, si sucede una crisis similar, un historiador nos pueda utilizar como ejemplo. ¿Se imaginan?

Gaizka Fernández Soldevilla es historiador. (Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo).

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *